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Se trataría de una “radicalización” de la desafección hacia quienes ejercen funciones de representación, acompañada de cada vez mayores emociones negativas “implosivas” como la preocupación y el temor frente al estado actual de las cosas.
No es solo que los chilenos no se identifiquen con los políticos o los consideren pocos transparentes. No es tampoco un asunto ideológico; el problema es, aparentemente, más simple: ven a la elite política -en su conjunto- como ineficaz.
Hace ya más de una década, los académicos Luna y Altman ya evidenciaban que la estabilidad política alcanzada en el país tenía “pies de barro”. Bargsted y Maldonado demostraban el “encapsulamiento” de los partidos, que llevó a que la identificación partidaria chilena sea actualmente una de las más bajas del mundo (Pew Research, 2018). Pero es especialmente tras el estallido social, las sucesivas competencias electorales posteriores y los fallidos procesos constitucionales, en que la ciudadanía ha experimentado una suerte de “desesperanza aprendida”, ante las promesas de transformaciones, que hasta ahora no se han concretado. Se profundizó así la sensación de estancamiento, la percepción de una elite en conflicto e incapaz de acordar reformas cruciales en materias como pensiones, salud y seguridad. Muchos dirán que así siempre ha sido el juego político, pero olvidan que estamos frente a una ciudadanía más empoderada, con mayores niveles de educación, que exige más a los políticos y a la democracia.
Por estos días, la ilusión está puesta en la reforma al sistema político, con la cual se busca aminorar la fragmentación política, que estaría en la base de la incapacidad de los partidos para llegar a acuerdos. Esa reforma es extremadamente necesaria, pero es solo un paso. Creer que los problemas de conducción y legitimidad de las colectividades serán resueltos solo gracias a ajustes institucionales es una quimera. En ese error ya se ha caído antes. Las reformas anteriores al sistema político pudieron aportar, pero la cuestión de fondo persiste: cómo fortalecer partidos realmente más representativos, que sean capaces de encauzar las demandas ciudadanas, renovarse y articularse entre sí para concretar soluciones.
Se vienen temporadas de campañas electorales. Probablemente, se diseñarán pensando solo en los incentivos de corto plazo - ganar elecciones, mantener u obtener el poder-. Basados en una lectura errada del deterioro de la imagen de los políticos, muchos esconderán que lo son y buscarán “aparecer” como independientes, con propuestas fáciles y efectistas. Que las próximas elecciones se proyecten como un “eterno retorno” o “un punto de quiebre”, depende de si los partidos asumen que están frente a una encrucijada respecto a su sostenibilidad futura, y logran avanzar en políticas sustantivas que devuelvan algo de esperanzas y seguridad a la ciudadanía.
Por Magdalena Browne, decana de Comunicaciones y Periodismo U. Adolfo Ibáñez
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