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La reciente aprobación en la Comisión de Salud del Senado de la Ley Integral de Salud Mental marca un hito histórico para Chile. Por primera vez, el país reconoce explícitamente el derecho a la salud mental en igualdad de condiciones con la salud física. Este avance no es solo legal: expresa un cambio cultural hacia una comprensión más amplia del bienestar humano.
Tuve el privilegio de participar en el Comité de Tarea, en ese entonces, liderado por el diputado Sergio Espejo Yaksic, que dio origen a la Ley N° 21.331 que estableció el reconocimiento y la protección de los derechos de las personas en la atención de salud mental.
Cada uno de estos pasos legislativos ha sido necesario para relevar algo que era -y sigue siendo- evidente: que la salud mental es parte esencial de la vida, y que protegerla requiere compromiso, recursos y humanidad. Esa experiencia me confirmó que las leyes son necesarias, pero insuficientes si no logran transformarse en políticas vivas, en prácticas cotidianas y en vínculos concretos.
Como médico psiquiatra, decano y ciudadano, estoy convencido de que la clave está en anticiparse. Si seguimos actuando solo cuando las personas llegan al colapso, llegamos tarde. Anticipar no es una estrategia técnica: es una forma de cuidar, de prevenir el sufrimiento y de sostenernos mutuamente como sociedad.
El Termómetro de Salud Mental (ACHS–UC, 2025) muestra que más de 1,4 millones de personas presentan síntomas de ansiedad o depresión, pero no buscan ayuda. Entre mujeres y jóvenes, las cifras son aún más altas. En el grupo de 30 a 39 años, más de una de cada cuatro personas declara sentirse sola. Esa soledad no es un detalle: tiene consecuencias psicológicas, sociales y también políticas.
La vida contemporánea, acelerada y digital, ha convertido la conexión en una paradoja. Las redes sociales, que prometían acercarnos, muchas veces amplifican la comparación y el aislamiento. Lo mismo ocurre en entornos donde la inseguridad y la violencia se vuelven parte del paisaje cotidiano: allí donde reina el miedo, se rompen los lazos y se debilita la confianza
Por eso, hablar de salud mental es hablar de vínculos, de confianza, de presencia institucional. Es preguntarnos qué entornos estamos creando: si son espacios que acompañan o que exigen sin medida, que protegen o que exponen. La salud mental no se construye en la urgencia del hospital, sino en la vida diaria: en la escuela, en el trabajo, en la familia, en el barrio.
Anticiparse significa formar en competencias emocionales desde la infancia, construir comunidades escolares y laborales que promuevan la pertenencia, y fortalecer la atención primaria en salud mental. Pero, sobre todo, significa que cada persona sepa cómo cuidarse, dónde acudir y cuándo pedir ayuda, y que exista un entramado social en el que podamos descansar todas y todos.
Ese entramado, hecho de afectos, de instituciones y de presencia del Estado, es lo que sostiene la salud mental colectiva. No basta con la atención individual ni con la entrega de psicofármacos. Se requiere una respuesta intersectorial y preventiva, que una la educación, el trabajo, la seguridad pública y la cultura en una misma dirección: cuidar antes que reparar
Chile cuenta hoy con una ley, con datos y con conocimiento técnico. Lo que falta es voluntad política, sentido de urgencia y una ética del cuidado compartido.
Si seguimos esperando a que la crisis toque la puerta, el daño será más profundo y difícil de revertir. Pero si aprendemos a anticiparnos -a mirar, acompañar y sostener- podremos construir una sociedad más justa, más sana y humana.
Porque la salud mental no es solo tarea de los especialistas, es una responsabilidad de todos.
Autor: Medicina Universidad Diego Portales, Matías González|
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