Autor: Miguel Laborde
Soñar en el agua
Por_ uve un sueño la otra noche. Debía corregir el proyecto de título de un alumno, Pablo Astaburuaga, hermano de un amigo.
El suyo era un trabajo sabio en aguas, me deslumbró, en su modelo el agua corría a una velocidad precisa y hasta su sonido era perfecto, de una sonoridad que no alteraba la quietud, paradisíaca, del lugar. Él nunca había sido alumno mío, pero así son los sueños. Lo conducen a uno a espacios insospechados. Desperté pensando en eso de guiar el agua por los surcos de la tierra y no perderla. Lo lograron en Mesopotamia con sus canales en el desierto, hasta construir esa maravilla de los Jardines Colgantes de Babilonia. También los egipcios, al medir y regular las crecidas del verde Nilo. Dos civilizaciones madre, ambas nacidas en lo árido, desfavorecidas, pero crecieron sabias gracias a su amor al agua. Antes del despertar de Grecia, en la cercana isla cretense fue construido el Palacio de Cnosos que, en su totalidad, celebró ese elemento. El paisaje es bastante seco, pero el agua es conducida a una altura y, conducida con maestría, desciende por unas pendientes bien controladas para que su música se deje oír en todas las estancias.
La sala de baño principal incluye un mural acuático, donde saltan gozosos unos delfines. ¿No habrán aprendido a nadar los seres humanos, seducidos por ese ejemplo placentero, de saltar en el agua? No es difícil encontrar el origen de mi sueño. El padre de los Astaburuaga, don Ricardo, tenía un Taller de Chile en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica. Lo había contratado el decano, Sergio Larraín, para que los alumnos tomaran contacto con el territorio del país. No le importó que no tuviera un título profesional. Entre sus múltiples enseñanzas, hay una imagen que se parece a la del sueño.
Nuestros habitantes originarios, a los pies de las montañas, observaron que las aguas bajaban en torrentes, en la época de los primeros soles y los grandes deshielos de la primavera; luego, con el estío, el agua se volvía escasa. Ante ello, aprendieron a conducirla, y los valles fueron cruzados de acequias para asegurar el riego en todas las estaciones.
Para despejar la tierra de cultivo, debían recoger enormes cantidades de piedras que habían rodado, por siglos, desde las mismas montañas: ¿ Qué hacer con ellas? Las fueron ordenando para crear muros, y así dividieron el suelo mediante pircas de piedra. Desde lo alto, en el paisaje andino de la montaña, se veía el valle cruzado por dos sistemas de líneas, el del agua y el de la piedra. El arquitecto Germán del Sol, a la hora de proyectar un hotel en Atacama estudió a pueblos del desierto de distintas latitudes y comenzó a concebir su obra. Pero, caminando por el terreno, se encontró con canales de regadío y pircas de piedra, el ancestral ordenamiento del territorio, vigente por siglos. Admirado, incorporó esos trazados en su proyecto. El aquitecto Eduardo San Martín, para diseñar un casino en el área de Concepción, al recorrer la zona se encontró con la memoria de las lagunas. Ellas habían sido las protagonistas del paisaje y de los mitos del lugar, y también el hábitat de una enorme variedad de aves locales o migratorias. Pero, en el siglo XX, ellas habían sido descuidadas, incluso desecadas. Diseñó entonces un proyecto sobre aguas en homenaje a las lagunas perdidas. ¿Cuándo fue que nos olvidamos del agua? El chamán atacameño habitaba una casa calendario. Cada día observaba, en la densa y reluciente piedra de sus muros, el avance o el retroceso de las líneas solares, que le advertían del paso de las estaciones. Él debía estar alerta para seguir esas señales y avisar a los demás cuándo era llegado el momento de la fiesta del agua.
El día señalado era el indicado para adornar las cabezas de sus llamas —¿ cómo vivirían, sin agua?—, preparar el banquete con los mejores productos de la tierra —que ahí estaban gracias al riego y finalmente celebrar los ritos orientados hacia la cordillera, de donde bajaban los ríos que permitían la vida de los atacameños, los lican antai. Con sabia delicadeza supieron administrar los pequeños caudales del agua, incluso los ocultos bajo los salares, para seguir vivos. El mundo mapuche, en concepto de José Bengoa, dio origen a una cultura fluvial, todo sucedía en sus riberas, desde el nacer al entierro. Incluso, había un funcionario responsable del agua, el Ngenco, el que debía vigilar la pureza de la que consumía la comunidad. Su emblema era un sapo, tributo al pequeño animal que, al consumir los insectos que tienden a poblar las aguas de escaso movimiento, las mantiene potables, saludables.
En el área quechua del norte existía y aún existe la “crianza del agua” (Yakumama), un conocimiento atávico de técnicas variadas para captar la humedad de las nieblas, almacenar agua sin que se contamine, advertir señales de sequía y alimentar las napas subterráneas. Literalmente, criaban agua. El español nos trajo una sabiduría que brotó en los desiertos árabes, a la sombra de sus milagrosos oasis. El Andalus, área sur de la península ibérica, se enriqueció de cultivos, de árboles y de jardines, que florecieron durante la extensa dominación árabe. Los caminos se transformaron en largas arboledas, las principales vías urbanas en alamedas, y se hizo posible cabalgar a Córdoba y Granada a la sombra de sus follajes. Cuatro eran las ramas de su saber: lluvias, ríos, pozos y fuentes. Y muchas son las palabras en nuestro idioma que vienen de esa pasión árabe por el agua, comenzando por dos esenciales, canal y noria, pero también tantas otras como alberca, alfaguara y aljibe. Protagónica fue la acequia, que deriva del árabe a/-sagiya. Después, los de la ciudad, nos alejamos. Como si fuera un tema exclusivo de la gente del campo.
Es útil llevar alumnos al cerro Cometierra, de precisa geometría, por cuyas laderas bajan los afluentes que darán origen a nuestro andino Mapocho; para observar con otros ojos el curso fluvial que tanto cambia de una estación a otra.
Algunos recordarán un taller que nació en el glaciar La Paloma para acercarse a ese mundo donde, más acá de esos ríos de hielo glacial, en la montaña hay esteros y lagunas, manantiales y cascadas, vertientes y lagos, un mundo hoy amenazado. Hermosa es la palabra cuenca, expresión del orden en que actúa un sistema hidrográfico. En la cordillera se ven actuar los elementos y se comprende en qué se fundamenta el antiguo arte de lo sustentable.
Ahora, cuando se viene un ciclo seco que afectará a varias generaciones, necesitamos recuperar, a los pies de las montañas, la crianza del agua. *MIGUEL LABORDE es Director del Centro de Estudios Geopoéticos de Chile, director de la Revista Universitaria de la UC, profesor de Urbanismo (Ciudades y Territorios de Chile) en Arquitectura de la UDP miembro del directorio de la Fundación Imagen de Chile, miembro honorario del Colegio de Arquitectos y de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, y autor de varios libros. Glaciares, manantiales, cascadas, vertientes, comienzan a habitar nuestro imaginario geográfico. Habíamos estado pensando en la tierra y su calentamiento, pero ella vivo— también necesita agua para sobrevivir.