Autor: Aldo Mascareño
Autonomía e interdependencia
En este ensayo publicado por Horizontal, el sociólogo plantea el desafío de construir en Chile un liberalismo social, que asegure las mayores libertades de individuos, grupos y organizaciones, y que a la vez fomente la sociabilidad en nuestra interacción pública.
Me parece que el Pa desafío de Chile en la actualidad y € nos a or varios años más, sino décadas: el de complejidad del 18 de octubre de 2019 y la tensión entre el imperativo de evitar contagios y la realización de planes de vida en la pandemia.
En ambos casos intento mostrar los obstáculos que ha tenido en Chile para el despliegue de un liberalismo social basado en condiciones de autonomía e interdependencia, y busco hacer evidente también cuán necesaria es esta combinación de autonomía e interdependencia para enfrentar las complejidades del siglo XXI. Desajuste de complejidad Desde 1980 en adelante se produjo en Chile la inclusión de la sociedad entera en el tráfico global del mercado, con las oportunidades y riesgos que esto introduce.
Esto generó una fuerte transformación de la «división del trabajo» en Chile: desde una estructura laboral más bien clásica (“patrones”, proletarios, obreros, trabajadores rurales) se transitó a una estructura más global y descentralizada, especializada en servicios y emprendimientos autónomos con apoyo en el sistema financiero.
El resultado de esta transformación fue una sociedad con mayores pretensiones de autonomía en la definición de sus trayectorias de vida y menos dependiente de jerarquías de todo tipo, sean estas eclesiales, políticas, morales, o de clase.
En la década de 1990, sin embargo, la autonomía en el campo económico no se correspondía con la posibilidad de ejercer autonomía en los estilos de vida: Chile era crecientemente autónomo en sus prácticas, pero opresivo en la posibilidad de manifestar la sociabilidad de distintos estilos de vida y de libertades individuales y grupales que también comenzaban a crecer. En suma, la sociedad chilena se había hecho más compleja, Ficha de autor Aldo Mascareño.
PhD en Sociología por la Universidad de Bielefeld (Alemania). Investigador del Centro de Estudios Públicos y editor general de la revista Estudios Públicos. más variada y pluralista, mientras las estructuras institucionales permanecían en el modo restrictivo originado en la dictadura, tanto en lo valórico (privilegio del modelo católico), en lo político (privilegio del sistema binominal) y en lo social (privilegio del modelo subsidiario). Todo ello limitaba el desarrollo de la interdependencia y sociabilidad, el encuentro e interacción entre personas distintas y su expresión por vías institucionales. Es decir, mientras las condiciones de autonomía individual y organizacional se asentaban, el intercambio entre ellas era desigual y limitado. Dicho en otros términos, se construía libertad pero no sociabilidad, autonomía pero no interdependencia.
Esto solo comenzó a cambiar institucionalmente en la primera década de 2000, aunque el ritmo de transformación institucional fue mucho menor que la libertad permitida en el mercado, que la explosión de estilos de vida en el ámbito cultural, y que el contraste que especialmente las clases medias experimentaron entre la realización de sus planes de vida y las restricciones crecientes de las nuevas generaciones para consolidar su “avance social”. En síntesis, se produjo un desajuste de complejidad, esto es, «un desajuste entre prácticas sociales crecientemente autónomas que desbordan instituciones sociales débiles o restrictivas que cambian a un ritmo menor que las propias prácticas». Se habían construido las bases para un liberalismo social, pero faltaba aún el despliegue de un marco institucional adecuado para que la autonomía de personas y organizaciones se compatibilice con la interdependencia y sociabilidad entre ellas.
En tal sentido, el 18 de octubre de 2019 no fue una ruptura, sino la marca de inicio de un proceso de ajuste institucional a prácticas sociales plurales y planes de vida diversos, del cual el cambio constitucional es el primer paso. Me parece analíticamente demasiado simple suponer que el “estallido social” produjo una especie de “inversión de Chile”, como si la evolución social fuese un juego creacionista de suma cero.
Si antes el modelo era elitista, el nuevo tendría que ser popular; si antes era guiado por la autonomía del mercado, ahora tendría que ser guiado por la autonomía del Estado; si el modelo antes era individualista, el nuevo tendría que ser colectivo.
Este tipo de visión está muy extendida tanto en la izquierda como en la derecha más popular; y creo que es también la forma más “natural” en la que la ciudadanía ve las cosas, además de ser el modo en que los medios de comunicación la presentan. El problema con esta visión es que sitúa la autonomía y la interdependencia en polos antagónicos que no pueden conciliarse.
La alta diversidad alcanzada por la sociedad chilena en el plano individual, social, político y económico es indicador de la alta autonomía que los actores sociales han logrado en la prosecución de sus planes de vida y visiones de mundo. Este logro no puede ser eliminado en favor de una concepción de lo público definida ahora como unidad y coherencia entre lo popular, el Estado y lo colectivo.
La autonomía alcanzada por personas y organizaciones en las últimas décadas requiere asegurar un ordenamiento descentralizado y fomentar su interdependencia por medio de instituciones democráticas flexibles que nivelen y abran oportunidades sin que ello ponga en riesgo la autonomía tanto de individuos, organizaciones y sistemas para definir y perseguir sus planes de vida y de acción. Ese es el desafío del liberalismo social del siglo XXI.
El imperativo de evitar contagios El liberalismo social, entendido como combinación específica de autonomía e interdependencia que asegure libertades de individuos, grupos y organizaciones y fomente la sociabilidad en la interacción pública, también ha encontrado obstáculos en la situación pandémica.
A más de un año de inicio de la pandemia sabemos tres cosas: a) que ni el capitalismo ni la civilización occidental colapsaron, como lo auguraban varios intelectuales extranjeros y chilenos en los comienzos de la globalización del contagio; b) sabemos también que en Chile y otros países democráticos, las restricciones iniciales se han moderado y que las libertades de las personas y organizaciones presionan por mantener su autonomía; y c) sabemos que la alineación de la autonomía de la división del trabajo moderna al imperativo de evitar los contagios produce consecuencias sociales y económicas de largo plazo tan difíciles de controlar como el mismo virus. En estos últimos puntos se encuentran justamente los obstáculos que la pandemia ha puesto al despliegue del libera lismo social y que habrá que superar en las décadas siguientes. El problema central ha consistido en que el «imperativo de evitar contagios» (confina- «Autonomía e interdependencia. Hacia una formulación del liberalismo social». Aldo Mascareño. «Chile en perspectiva», Horizontal, junio 2021.
Incluye también artículos de Valentina Verbal, Felipe Schwember y Francisca Dussaillant e Ignacio Briones. miento, cierre del comercio, cierre de lugares de trabajo, restricciones a la movilidad nacional e internacional, toque de queda) pone barreras a una condición irrenunciable de las personas como es el «imperativo de la realización de los planes de vida» (individuales, grupales, organizacionales). Para la realización de los planes de vida (en educación, en el trabajo, en cuestiones familiares, en el ámbito recreativo, en el plano intelectual y cultural, en el espacio político y en el económico) se requiere de dos condiciones: a) que los distintos sistemas (economía, política, educación, salud, entre otros) cumplan de manera autónoma con su función y con las expectativas que se tiene de ellos; y b) que exista interdependencia entre estos sistemas para que los requerimientos diversos y simultáneos de los planes de vida puedan ser satisfechos oportunamente. Por esto, cuando el imperativo sanitario de evitar contagios pone límites indefinidos a la autonomía e interdependencia de otras esferas, se afecta directamente la realización de los planes de vida de las personas.
Los planes de vida se pueden posponer o también se pueden alterar para ajustarlos a las circunstancias, pero lo que no se puede hacer es renunciar a ellos, porque ellos son una motivación fundamental de la experiencia humana y de la acción social. Son la base de la construcción de la autonomía de una persona o grupo.
Es por esto que cuando la sociedad es confinada por el Estado en base al imperativo sanitario de evitar contagios, la autonomía y la interdependencia de la sociedad en general se alteran significativamente y se ponen en riesgo.
Las consecuencias de esta unilateralidad en lo social, de este alineamiento radical y forzado a los objetivos sanitarios, las hemos visto en el desempleo como consecuencia del cierre del comercio tradicional, en el incremento de las desigualdades en educación, en la sobrecarga funcional de las familias, en la sobrecarga de las mujeres dentro de las familias, en la violencia intrafamiliar, en las limitaciones a libertades fundamentales como la movilidad y la libertad de reunión, en las situaciones de depresión profunda a la que todas estas restricciones han conducido a muchas personas.
Todo ello afecta directamente la realización de los planes de vida y, por esto, ellas presionan por la liberalización y la eliminación de restricciones a través de la indiferencia con las medidas, la crítica abierta a ellas o la desobediencia civil (incumplimiento de cuarentenas, de toque de queda, de medidas restrictivas en general). Si el liberalismo social se define por la articulación de autonomía e interdependencia, de libertad y sociabilidad, entonces la alineación de la sociedad entera con los fines sanitarios sobresimplifica radicalmente la complejidad alcanzada en las últimas décadas. La transforma en una sociedad unilateral, unidimensional, contraria al principio de una sociedad abierta en el sentido de Popper (2013) que actúa combinando autonomía con interdependencia. El liberalismo social tiene que estar atento a este tipo de riesgos.
Así como en décadas pasadas la sociedad bailó al ritmo del Estado y luego lo hizo al ritmo de una monetización sin regulaciones, hoy tampoco puede hacerlo al ritmo de la salud: no toda la sociedad puede estar alineada al único imperativo de evitar contagios. El imperativo de la realización de los planes de vida individuales o familiares exige variedad y apertura de funciones sociales. Esta debe ser una preocupación central del liberalismo social en los años próximos. Conclusiones Algunas conclusiones pueden ser obtenidas de este análisis. En primer lugar, el 18 de octubre de 2019 y la pandemia pueden ser analizados como problemas de complejidad y autonomía. En el 18 de octubre la creciente autonomía y pluralidad de grupos e individuos choca con limitaciones institucionales.
Y en el caso de la pandemia, el imperativo de evitar contagios —predominante en los primeros seis meses de pandemia— debe ceder ante el imperativo de la realización de planes de vida autónomos de las personas. En ambos casos, la sociedad debe buscar una específica combinación de autonomía e interdependencia que le permita continuar sin anularse a símisma.
Esta es una preocupación central de lo que he denominado liberalismo social. en segundo lugar, como consecuencia de la experiencia de los últimos años debemos tener claro que la autonomía no se construye a costa de la interdependencia.
En los años 1970 hubo un predominio de la autonomía de la política por sobre otros sistemas que condujo a fuerte politización de la sociedad; la dictadura por su parte impuso una fuerte monetización de lo social que afectó históricamente el acceso oportuno y de calidad a servicios sociales de distinto tipo (en educación, salud, pensiones, principalmente). Hoy, más que volver al primado de la política como varios lo proponen, hay que saber cómo hacer compatibles la autonomía y la interdependencia de distintas esferas sociales para asegurar las mayores libertades de individuos, grupos y organizaciones, y a la vez fomentar la sociabilidad en nuestra interacción pública. Esta es una tarea clave del liberalismo social.
En tercer lugar, tomar en serio el pluralismo de la sociedad chilena y los efectos de largo plazo de la pandemia significa renunciar a la idea de que la sociedad chilena pueda llegar a ser (o volver a parecer) una unidad, un cuerpo integrado de individuos con un origen, un destino y una identidad común.
El pluralismo y la autonomía de planes de vida actuales hacen que la aspiración de felicidad conjunta, o de una cohesión social en la que la solidaridad de algunos se reconciliaría con el agradecimiento infinito de los demás, no pasen de ser utopías que oscurecen el ya escaso margen de posibilidades políticas de que se dispone. El liberalismo social es contrario a cualquier tipo de jerarquía que busque reducir la sociedad a una de sus partes, sea esta pretensión de tipo moral, eclesial, política, de etnia, género o de clase. Por eso confía en la democracia representativa como el mejor mecanismo para articular la alta autonomía e interdependencia que caracterizan a Chile en el siglo XXI.