Autor: Margarita Sandoval, psicóloga y académica de Psicología, USS
La relevancia de manejar las emociones en familia
Las emociones tienen una base biológica. Todos los seres humanos las sentimos con mayor o menor intensidad a lo largo de la vida. Para regularlas hay mecanismos cognitivos, a través del pensamiento y el lenguaje, y mecanismos corporales, a través del movimiento corporal y los sentidos. Estos mecanismos pueden darse de manera “espontánea” en muchas personas a partir del desarrollo de un apego seguro con los padres. Sin embargo, también se pueden aprender.
Los primeros en enseñar a los niños/as acerca de cómo manejar las emociones son los padres mediante la forma en que contienen a sus hijos/as desde bebés, siendo capaces de "leer" lo que les pasa para satisfacerlos a tiempo. Por ejemplo, distinguiendo entre llanto de dolor o de sueño.
No obstante, a medida que los niños crecen se complejizan y a veces los padres no sólo no entienden lo que están sintiendo, sino que ellos mismos se sienten invadidos por la rabia cuando no pueden “controlarlos”, acudiendo al maltrato psicológico y físico. Gestionar bien las emociones es muy importante, porque ellas median las relaciones, en particular, en las situaciones de conflicto.
Cuando el problema de interacción entre padres e hijos no está bien manejado puede llevar a desarrollar patrones de relación conflictiva que se cronifican en el tiempo, lo que a la larga implica distanciarse afectivamente a pesar del amor que se tengan. En los preadolescentes la intensidad emocional aumenta sin tener aún la maduración cognitiva que les permite pensar con claridad.
Así, estos conflictos pueden agudizarse y llevar a perturbar a los miembros de la familia, llegando incluso a desarrollar trastornos de salud mental. ¿Cómo prevenirlos? Los padres pueden guiar a los hijos en la regulación emocional, para lo cual también deben ser capaces de autorregularse. Educar las emociones implica aprender a estar conscientes de las emociones que se sienten, es decir, ponerles un nombre; comprender qué las gatilla y poder expresarlas de una manera regulada. La inhibición o represión no es el camino para regularlas, ya que eso solo logra acumularlas para luego desbordarse a través de situaciones potencialmente violentas para sí mismos y los demás. La expresión regulada de las emociones puede ser a través de una conversación sincera y respetuosa, mediada por la empatía, dentro de la cual se pueda identificar cuál es la emoción predominante. Ponerle nombre a lo que siente facilita procesos neurocognitivos que regulan el cerebro. Luego, en conjunto, se debe identificar cuál es la causa aparente, o el gatillante, de tal manera de ayudar a entender la conexión entre esa causa y la emoción. Otras claves serían estar conscientes del cuerpo, los sentidos y el movimiento corporal.
Para eso, una idea para calmar el momento de crisis es la respiración consciente: inhalar, retener y exhalar por lo menos durante 5 minutos en conjunto con el niño/a, o inflar un globo (imaginario o real). Otra manera es que el niño se moje la cara con agua fría, de manera suave, consciente de cómo se siente el agua en la cara. También que se le abrace y mecerlo como cuando era bebé; en el momento de la crisis no se habla para elaborar lo que ocurre, solo se mece.
En niño/as más grandes, adolescentes y adultos, las recomendaciones son las mismas en situaciones de crisis emocional: realizar respiración consciente, hacer cambios sensoriales o motores como salir a caminar, cambiar de lugar hasta calmarse, y sin importar la edad, siempre estará bien un abrazo y una conversación que valide la emoción, no cuestione y exprese aceptación incondicional.