La esposa del sacerdote budista
«Rebeldes de fin de siglo» (Ediciones UC) es una selección de cuentos de escritoras británicas, escogidos y traducidos por Francisca Folch, que recogen la discusión sobre el estatus de la mujer durante el siglo XIX. Ofrecemos a continuación un extracto de uno de aquellos relatos.
La discusión sobre el estatus de la mujer, que estaba pasando a transformarse en un agente más activo de la sociedad, se discutió en el siglo XIX bajo el concepto de “La cuestión de la mujer”. Para muchos médicos e intelectuales de la época, la educación y el acceso al trabajo supuestamente destruían a la mujer y a su familia, y también aumentaban los desórdenes nerviosos. Las protofeministas de la época luchaban por el derecho a la educae la y por mayores ¿ conómicas.
Se divie buscaban la “pureza n campaña contra la prostitución y la decadencia sexual masculina, y las que buscaban la “paridad sexual”, que abogaban por obtener las mismas libertades que los hombres y eran más críticas de la institución del matrimonio.
Las escritoras consideradas en este libro pertenecen todas a esta segunda categoría (nota de la traductora). [. La joven no tocó el té, sino que sacó de su bolsillo una cajetilla plateada de cigarrillos y encendió uno. Por un rato se quedó fumando junto al fuego; luego se levantó y caminó por la habitación de un lado para otro. Después de pasear por un rato, volvió a sentarse junto al fuego. Lanzó la colilla de su cigarrillo al fuego, y luego volvió a pasearse con las manos detrás de la espalda. Luego caminó hacia su asiento y prendió otro cigarrillo, paseándose nuevamente. De pronto se sentó y dirigió su mirada al fuego; juntó las palmas de sus manos y se quedó mirándolo silenciosamente. Entonces llegó el sonido de pasos en la escalera y alguien golpeó a la puerta. Ella se levantó y lanzó la colilla al fuego y dijo sin moverse: —Entre. La puerta se abrió para mostrar a un hombre vestido en traje de noche. Llevaba puesto un gabán, abierto por delante.
Entrar? No pude deshacerme de esto a la entrada; ¡ no vi dónde dejarlo! —Se quitó el abrigo—. ¿Cómo está? ¡ Esto parece un nido de pájaro! Ella le señaló una silla. —Espero que no le moleste que le haya pedido que viniera... —Ah no, estoy encantado. Encontré su nota en el club hace solo veinte minutos.
Él se sentó en la silla frente al fuego. —¿ Entonces realmente se va a la India? ¡ Qué fantástico! ¿Pero qué piensa hacer allá? Creo que fue Grey quien me contó hace seis semanas que partía, pero lo tomé como una de esas historias mitológicas que no merecen credibilidad. ¡ Aunque no estoy tan seguro! En realidad, nada me sorprendería. se quedó mirándola de manera medio burlona, medio interesada. —¡ Ha pasado tanto tiempo desde que nos conocimos! ¿Seis meses, ocho? —Siete —respondió ella. —Realmente pensé que estaba tratando de evitarme. ¿Qué ha estado haciendo sola todo este tiempo? —Ah, he estado ocupada. ¿No quiere un cigarrillo? Le extendió su cajetilla. —¿ Y usted no tomará uno también? ¡ Sé que está en contra de fumar en compañía de hombres, pero podría hacer una excepción en mi caso! —Gracias. —Ella encendió el suyo y le pasó los fósforos. —Pero en serio, ¿qué ha estado haciendo sola todo este tiempo? Ha desaparecido completamente de la vida civilizada. Cuando visité a los Graham en la primavera, dijeron que iba a venir, y a último minuto decidió no hacerlo. Estábamos todos muy decepcionados. Ficha de autor Francisca Folch Couyoumajian es doctora en Literatura Comparada de la Universidad de Texas en Austin.
Académica de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile, dicta cursos sobre Shakespeare, poesía en inglés y literatura de fin-de-siécle. ¿ Qué la lleva a la India ahora? ¿ Acaso irá a predicar la doctrina de igualdad social e intelectual a las mujeres hindúes e incitarlas a que se rebelen? ¿ Casarse quizás con un anciano sacerdote budista, construir una pequeña choza en la cima de los Himalayas y vivir allí, discutiendo filosofía y meditando? Estoy seguro de que es eso lo que le gustaría. ¡Realmente no me sorprendería si llegara a escuchar que hizo algo semejante! Ella rio y volvió a sacar su cajetilla de cigarrillos. Fumaba lentamente. —He permanecido demasiado tiempo aquí, cuatro años, y quiero un cambio. Me dio alegría ver que tuvo éxito en las elecciones —dijo ella—. ¿Tenía mucho interés en ello, no? —Ah, sí. Tuvimos que dar una pelea muy dura. Salí bien parado, sabe, aunque no fuera realmente un tema personal.
Pero sí una gran preocupación. —¿No cree —dijo ella—, que se equivocó al mandar esa carta a los diarios? Hubiera reforzado su posición si se hubiera quedado callado. —Tal vez; así lo veo ahora, pero lo hice siguiendo un consejo. Pese a todo, ganamos, así que todo está bien—. Él se recostó en la silla. Siente bien? —Ah sí; bastante bien; aburrido, ya sabe. Uno a veces no sabe para qué trabaja y se esfuerza.
Va a pasar las vacaciones este año? —Eh, Escocia, supongo; siempre voy: mis antiguos barrios... qué no va a Noruega? Sería un cambio más drástico y lo repondría más. ¿Recibió un libro sobre el deporte en Noruega? — ¿ Fue usted quien me lo envió? ¡ Qué gentil de su parte! Lo leí con gran interés. Estuve casi dispuesto a partir en ese mismo minuto. Supongo que es el tipo de vis que se apodera de uno cuando se empieza a envejecer y que lo manda devuelta al lugar de antaño. Un cambio sería mucho mejor. —Hay una lista al final de ese libro —dijo ella— de todas las cosas que uno tiene que llevar. Pensé que le ahorraría problemas; se la podría simplemente pasar a su valet, para que le consiga todo. ¿Todavía lo tiene a su servicio? —Por supuesto. Me es tan fiel como un perro. Creo que nada lo induciría a dejarme. No me deja salir a cazar desde que me esguincé el pie el otoño pasado. Tengo que hacerlo a escondidas. Él cree que no me puedo mantener sobre la montura con un tobillo esguinzado; pero es un buen tipo, me cuida como una madre. Fumaba de manera silenciosa y la luz del fuego alumbraba su abrigo negro. para qué va a la India? ¿ Conoce a alguien allá? —No — dijo ella—. Creo que va a ser espléndido. Siempre he tenido mucho interés en el Oriente. Es una vida compleja e interesante. Él se volvió para mirarla. —Va en busca de experiencias, dirá, supongo.
Nunca he conocido a una mujer que se haya desperdiciado en la forma que usted lo ha hecho; una mujer con sus brillantes atributos y atractivos, dejar que la vida entera se deslice por sus dedos, y no hacer nada con ella. Debería ser la mujer más exitosa de todo Londres. Ah, ya sé lo que va a decir: “No le importa”. Ese es exactamente el punto; simplemente no le importa. Siempre se propone ir en busca de experiencias, ir en busca de todo, pero nunca lo hace. Siempre dice que va a escribir cuando sepa suficiente, y nunca está satisfecha de que sea suficiente. Podría estar haciendo una fortuna de dos mil al año, pero no le importa. ¡Ese es exactamente el punto! Viviendo aquí, enterrándose en un montón de vejestorios. Nunca va a hacer nada. Podría tenerlo todo y lo dejó escapar. —Ah, mi vida es muy abundante —dijo ella—. Hay solo dos cosas que son realidades absolutas, el amor y el conocimiento, y de ellos no se puede escapar.
Había lanzado la colilla de su cigarrillo y miraba el fuego con una sonrisa. —Le alquilé estas habitaciones a una amiga mía. —Echó un vistazo a la habitación, sonriendo—. Ella no sabe que le voy a dejar estas cosas aquí. Le van a gustar porque eran mías.
El mundo es muy hermoso, a mi parecer... y apasionante. —Por supuesto. ¿Pero qué se hace con él? ¿ Qué se logra en él? Debería sentar cabeza y casarse como otras mujeres, no vagar por el mundo a India, China, Italia y Dios sabe dónde. Está simplemente destruyendo su vida. Siempre está rodeada de toda suerte de personas excéntricas.
Si me dicen que algún hombre o mujer es gran amigo suyo, siempre pregunto: “¿ Y qué le pasa a este? ¿ Habrá perdido su dinero? ¿ O acaso su reputación? ¿ Tendrá una enfermedad incurable?”. Creo que la única manera de que alguien se vuelva interesante para usted es que lo aqueje alguna dolencia mental o física.
Creo que adora los harapos. ¡Que venga y se encierre en un lugar como este, lejos de todos y de todo! Es un error; es una idiotez, por cierto. —Soy muy feliz —dijo ella—. Verá —dijo, acercándose al fuego con las manos en las rodillas—, lo que importa es que algo lo necesite a uno. No es una cuestión de amor. Cuál es el fin de estar cerca de algo si otras personas podrían servirlo igual de bien que uno. Si ellos lo pueden servir mejor, es puro egoísmo. Es la necesidad de una cosa por la otra la que crea el lazo orgánico de una unión.
Usted ama las montañas y los caballos, pero ellos no lo necesitan; entonces ¡ cuál es el fin de decir algo acerca de ello! Supongo que la cosa más apasionante en la vida es sentir que algo lo necesita, y entregar en ese momento de necesidad. Las cosas que no lo necesitan a uno, debe uno amarlas a la distancia. —Ah, pero una mujer como usted debería casarse, debería tener hijos.
Se desperdicia con cada mendigo anciano o mujer abandonada o criminal fugitivo que conoce; debe ser muy agradable para ellos, pero es un error desde su “Rebeldes de fin de siglo: cuentos de escritoras británicas”. Selección, traducción y epilogo de Francisca Folch Couyoumajian. Ediciones UC, 2021. Pp. 53-44.
El extracto que ofrecemos corresponde al cuento “La esposa del sacerdote budista” (1891), de Olive Schreiner, escritora e intelectual sudafricana de padres ingleses, que abogó por los derechos de la mujer y de otros grupos excluidos, como los afrikáners. punto de vista. Él tocó la ceniza de su cigarrillo suavemente con la punta de su dedo meñique y la dejó caer. —Yo pretendo casarme.
Es curioso —dijo él, retomando su pose, con un codo sobre la rodilla y su cabeza ladeada hacia adelante, lo que le permitió a ella observar que su cabello castaño de rizos bien cerrados estaba teñido con gris en los bordes— que cuando el hombre llega a cierta edad quiera casarse. No se enamora; no es que planifique algo específico, pero tiene la sensación de que debería tener un hogar con esposa e hijos. Supongo que debe ser el mismo sentimiento que hace que un pájaro construya un nido en ciertos momentos del año. No es amor; es algo más. Cuando era más joven solía despreciar a los hombres que se casaban; me preguntaba por qué lo hacían; tenían todo que perder y nada que ganar. Pero cuando un hombre llega a los treinta y seis sus sentimientos cambian. No es amor, pasión, lo que quiere; es un hogar, es una esposa e hijos. Puede que tenga una casa y sirvientes, pero no es lo mismo. Pensaría que una mujer también sentiría lo mismo.
Ella permaneció silenciosa por un minuto, sosteniendo un cigarrillo entre los dedos; luego dijo lentamente: —Sí, hay veces que a una mujer le baja un curioso deseo de tener un hijo, especialmente cuando se acerca a los treinta y más. Es algo diferente al amor por una persona específica. Pero es algo a lo que uno debe sobreponerse. Para una mujer, el matrimonio es mucho más serio que para un hombre. Una mujer podría pasar su vida entera sin conocer a un hombre del que podría enamorarse y, si lo conociera, quizás no sería correcto o posible.
El matrimonio se ha convertido en algo muy complejo ahora que se ha transformado en algo tan intelectual. ¿No quiere otro? —Le extendió la cajetilla—. Puede prenderlo con el mío. —Ella se inclinó para que él lo prendiera—. Usted es un hombre que debería casarse.
No tiene ningún trabajo mental absorbente con el que una mujer pueda interferir; lo completaría. —Ella se recostó en la silla, fumando serenamente. —Sí —dijo él—, pero mi vida es demasiado ajetreada; nunca tengo tiempo para buscar una, y no tengo interés en la hermosura típica de tintes rosa y blanco que tanto gusta a muchos hombres. Necesito algo más.
Si he de tener una esposa tendré que ir a Estados Unidos a buscar una. —Sí, una norteamericana le vendría bien. —Si —dijo él—, no quiero una mujer a la que tenga que cuidar; tiene que ser autónoma y no aburrirme. Usted sabe a lo que me refiero.
La vida tiene demasiados problemas como para agregarle la carga de una niña indefensa. —Sí —dijo ella, parándose y apoyando el codo contra la chimenea—. El tipo de mujer que quiere debería ser joven y fuerte; no necesita ser excesivamente bella, pero tiene que ser atractiva; tener energía pero no una individualidad tan marcada; tiene que ser principalmente neutra; no necesita dedicarse a usted de manera demasiado apasionada o profunda, pero debe apoyarlo de una manera completamente racional. Debe tener los mismos objetivos y gustos. Ninguna mujer tiene el derecho a casarse con un hombre si tiene que cambiar completamente por él. Puede que lo desee, pero no será nunca para él, con todo su esfuerzo apasionado, lo que otra podría ser para él sin esfuerzo alguno. El carácter primará por sobre todo y eventualmente prevalecerá. | Ella volvió la mirada al fuego. —Cuando se case no debe casarse con una mujer que lo halague demasiado. Esto siempre indica falsedad en alguna parte. Si una mujer lo ama completamente tanto como a sí misma, lo va a criticar y comprender como a sí misma. Dos personas que van a pasar la vida juntos deben poder mirarse a los ojos y decirse la verdad. Eso lo ayuda a uno en la vida.
Encontraría muchas de esas mujeres en Norteamérica —dijo ella—, mujeres que lo ayudarían a triunfar, que no lo hundirían. —Sí, esa es mi idea. ¿Pero, cómo voy a conseguir a la mujer ideal? —Salga a buscarla. Vaya a Norteamérica en vez de Escocia este año. Es perfectamente lógico. Un hombre tiene derecho a buscar lo que necesita. Para una mujer es distinto. Esa es una de las diferencias radicales entre hombres y mujeres. Volvió su mirada al fuego. —Es la ley de la naturaleza de la mujer y de la relación de género. No hay nada de arbitrario o convencional en ello, no más de lo que hay en que ella tenga que tener un hijo mientras que el macho no. Intelectualmente puede que los dos seamos parecidos. Supongo que si cincuenta hombres y cincuenta mujeres tuvieran que resolver un problema matemático, todos lo harían de la misma manera; mientras más abstractos e intelectuales, más parecidos somos. Mientras más nos acercamos a lo personal y sexual, más nos diferenciamos.
Si yo tuviera que representar las naturalezas de hombres y mujeres —dijo ella— con un diagrama, dibujaría dos círculos; el lado derecho de ambos lo pintaría de un rojo fuerte; luego difuminaría el rojo hasta que algún punto del borde de la izquierda se convirtiera en azul en uno y en verde el otro. Ese punto representa el sexo, mientras más te acercas, más se diferencian los discos en su color. Pues bien, si los giras para que los lados rojos se toquen, parecerían ser exactamente iguales, pero si los das vuelta para que la pintura verde y azul entren en contacto, parecerán completamente distintos.
Por eso uno ve que los hombres más brutales y sensuales invariablemente creen que las mujeres son completamente distintas a los hombres, una criatura de otra especie; y los hombres cultos e intelectuales creen que somos exactamente iguales. Como puede ver, el amor sexual puede en esencia ser el mismo para ambos; es en la forma de su expresión donde se diferencian. No es culpa del hombre; es la de la naturaleza. Si un hombre ama una mujer, tiene el derecho de tratar de hacer que ella lo ame porque lo puede hacer de forma abierta, directa, sin doblegarse. No hay necesidad de sutilezas, ni rodeos. Para una mujer no es así; no puede tomar ningún amor sino el que se ofrece abierta y simplemente a sus pies.
La naturaleza dicta que ella nunca debe mostrar lo que siente; la mujer que le dice a un hombre que lo ama habrá puesto entre ellos una barrera eterna que nunca podrá franquearse; y si quisiera atraerlo sutilmente, usando los medios de una mujer: el silencio, la sutileza, la caída del pañuelo, la visita sorpresiva, la insinuación de que está sorprendida de verlo aunque haya caminado una gran distancia para eso, entonces sería condenada; obtendría el amor, pero lo habría profanado por ganarlo furtivamente; y carecería de valor. Por lo tanto, siempre debe andar con sus brazos cruzados sexualmente; solo el amor que se ofrece a sus pies y ruega que lo acepte es aquel amor que tiene el derecho de aceptar. Esa es la verdadera diferencia entre el hombre y la mujer. Usted puede ir en busca del amor porque lo puede hacer abiertamente; nosotras no, porque tenemos que hacerlo sutilmente. Una mujer siempre debería caminar con los brazos cruzados. Por supuesto que la amistad es diferente. Se está en perfecta igualdad con un hombre en este caso; uno puede pedir que venga a verla a uno, tal como le pedí a usted. Esa es la belleza del intelecto y la vida intelectual para una mujer, con los que suelta un poco los grilletes; por eso evita tan tenazmente el cortejo.
Si estuviera muriendo, o haciendo algo del mismo calibre que la muerte, quizás podría... La muerte pesa mucho más para una mujer que para un hombre: cuando uno sabe que va a morir, mira a su alrededor y siente que el lazo de femineidad que la ha quebrado y aplastado toda su vida ya no existe, que no queda sino el ser humano, ya no una mujer, para recibirlo todo en terreno perfectamente parejo.