Autor: Juan Luis Ossa Santa Cruz
Los simbolos importan: hay que defender la Constitución
Este es un extracto del libro “Chile Constitucional”. El autor sostiene que la discusión constituyente no debe pretender inventar la rueda. Le este libro es contexto grandes procesos i ates de la historia de Chile 1828,1925 y 1980) y, a partir de ahí, dar un mayor espesor histórico a la política actual. Por “prostituyente” entiendo una estructurales cuyo bjetivo es diseñar y/o cambiar las constitucionales de un país mediante diferentes mecanismos, algunos más participativos que otros. Tro 5, es Cierto, ha experimennomentos de reforma sin embargo, fue en esos que se erigieron los pilares de la arquitectura política chilena.
Las reformas a cada una de las Constituciones corren, en efecto, por un carril menos estructural y por eso este libro, aun cuando las considera, pone el acento sobre todo en el instante en que se discutieron y aprobaron Ficha de autor Juan Luis Ossa Santa Cruz es doctor en Historia Moderna. Investigador del CEP y de la Escuela de Gobierno de la U. Adolfo Ibáñez. Las versiones originales de cada uno de los cuerpos legales escogidos.
En las páginas que siguen se sostiene que los políticos de la década de 1820 compartieron un mismo contexto intelectual, en el que distintas expresiones liberales y republicanas se dieron cita en la Carta de 1828 para salvaguardar lo que se había ganado en el campo de batalla contra los ejércitos del rey español.
Argumento que las Constituciones de 1833 y 1925 fueron “reformas” explícitas de sus antecesoras (así lo declararon sus propios textos oficiales), al tiempo que la de 1980 se concibió a sí misma como una “nueva” Carta. Esto quiere decir que los constituyentes del ochenta llevaron adelante una “revolución constitucional” la que, entre otras cosas, cortó con casi dos siglos de reformismo gradualista.
Así, la “tradición constitucional chilena” —que, a diferencia de algunos, no entiendo como sinónimo de “identidad” o de “esencia” cultural, sino como un mecanismo institucional e histórico de reforma gradualista, el cual, desde el presente, es deferente con el pasado, considerándolo y readaptándolo, no cortándolo de raiíz— fue marginada por la dictadura militar.
En efecto, Pinochet y su círculo cercano dieron por “muerta” a la Constitución de 1925 y se abocaron de lleno a preparar un texto nuevo (no en su articulado, pero sí en el símbolo), tal y como si lo hubieran hecho desde una página en blanco.
Es a este fenómeno que la literatura especializada llama como “ilegitimidad de origen”, y es este el problema al que nos hemos visto enfrentados desde el minuto en que las demandas por una nueva Constitución pasaron a formar parte de la larga y heterogénea lista de exigencias sociales y políticas con posterioridad al “estallido social” de octubre de 2019. Epílogo: últimos meses han sido tan vertiginosos como la redacción de este libro. No estaba en mis planes preparar un texto con estas características, pero ahora que llego al final me parece que su propósito se cumple si puede contribuir en algo al debate constitucional en Chile.
Desde el 18 de octubre de 2019 vivimos un cambio estructural de nuestra convivencia política, al tiempo que asistimos a una serie de cambios profundos que abarcan desde las relaciones intergeneracionales hasta la cultura económica en que nos hemos movido desde fines de la década de 1980.
Difícil es afirmar que nos encontramos en medio de una revoLución (una palabra, dicho sea de paso, cuyo significado seguramente mutará a partir de las nuevas formas de protesta y subversión del orden establecido por parte de los movimientos sociales del siglo XXD), pero sin duda el ajuste constitucional emergido del 15 de noviembre de 2019 es nuevo y original.
Pensando en los aspectos clave de este “quinto proceso constituyente” [el de 2020], hay que preguntarse ahora por los contenidos que debería tener la futura Ley Fundamental (asumiendo que la Constitución de todas maneras cambiará, ya sea porque se redactará una nueva o porque se reformará la actual). Las Constituciones democráticas son un conjunto de reglas generales cuyo objetivo es garantizar lo que en inglés se conoce como checks and balances: la separación de los poderes, la igualdad ante la ley, la libertad para expresar opiniones sin ser perseguido por ellas, la defensa irrestricta de los derechos humanos y la creación de instancias que permitan la intervención de los ciudadanos en la toma de decisiones a través de canales formales y periódicos de participación.
Además, en una Constitución se deben fijar algunas cuestiones orgánicas fundamentales para dar forma al Estado, entre las cuales pueden caber artículos para salvaguardar la responsabilidad económica (a través, por ejemplo, de la autonomía de los bancos centrales) o la justa representación de los grupos que se disputan el poder (por ejemplo, mediante las segundas vueltas en las elecciones presidenciales). S voluntarista, por otro lado, sostener que la Constitución tiene la capacidad de construir realidades, como si el hecho de dejar algo por escrito tuviera inevitablemente una correlación inmediata en la realidad. Habrá quienes pretenderán utilizarla como una caja de resonancia para otorgar todo tipo de derechos sociales y económicos. Sin embargo, lo cierto es que mientras más extensa y enrevesada es una Constitución, menos probable es que ella pueda cumplir con su propósito inicial.
Eso es lo que se aprecia en algunas Cartas latinoamericanas, las que muchas veces parecen códigos especiales más que Constituciones. [... ] De la historia de las Constituciones latinoamericanas es posible concluir al menos tres cuestiones. Por un lado, todas fueron diseñadas bajo gobiernos popularmente elegidos.
Podrán existir aprensiones respecto a cómo son gobernados nuestros países vecinos (pocos creen que la Venezuela de Nicolás Maduro sea una democracia), pero lo cierto es que nadie puede poner en duda Que Hugo Chávez fue elegido en una elección competitiva y abierta. Lo segundo es que no se aprecia una sola línea de acción: la Carta peruana es mucho menos maximalista que la venezolana o la brasileña.
No sólo es más corta y directa, sino que su propósito es distinto: éstas detallan cuestiones que en realidad deberían caber en la jurisdicción del legislador a través de normas especiales y especificas, mientras que los artículos de la peruana son enunciaciones concretas y generales sobre los principios dogmáticos que la rigen, así como sobre la organicidad del Estado.
Por último, y siguiendo con este punto, las Cartas mínimas parecen cumplir más fácilmente con sus objetivos: son leyes fundamentales, esto es, sirven de “fundamento” y son “lo principal en algo”, conforme al Diccionario de la Real Academia Española.
Porque lo cierto es que las Constituciones latinoamericanas han tendido a caer en un ejercicio de constructivismo constitucional que implícita o explícitamente remite a lo que muchas veces se conoce como “ingeniería social”. Es decir, al convencimiento de que la sociedad puede ser construida desde arriba y con un horizonte claro y, por supuesto, mejor al conocido hasta entonces.
Una suerte de regreso al estado natural, aunque ahora resguardado por las normas de una Constitución que, se cree, está en condiciones de cumplir lo que promete por el sólo hecho de dejar por escrito una sumatoria de derechos sociales y políticos. Bien sabemos, no obstante, que las cosas son más complicadas cuando se aterrizan en la política cotidiana.
Éste es un pecado en que también Incurrió la Constitución chilena de 1980, al intentar sus autores “refundar” el país mediante un cuerpo de leyes particularmente rígido (constitucionalizando, a la pasada, el orden público económico, con lo cual se hace muy difícil, acaso imposible, cambiar el ordenamiento “neoliberal”). Contrariamente a lo ocurrido en 1980, nuestros futuros constituyentes (en caso de que gane el “Apruebo”) o quienes introduzcan modificaciones a la Constitución actual (en caso de ganar el “Rechazo”), deberían afirmarse en la larga y dilatada tradición reformista y gradualista cuando se sienten a definir los contornos de la nueva Carta. No es conveniente ni verdaderamente útil reinventar la rueda, como si el aprendizaje de casi dos siglos de constitucionalismo no fuera digno de ser adoptado en estas circunstancias de incertidumbre. No es que la Constitución de 1833 o de 1925 deban ser reinstaladas en su integridad.
Más bien, habría que considerar el espíritu deferente que ambas Cartas tuvieron con sus antecesoras y, de ahí, promover un entendimiento en que quepan todas las fuerzas democráticas. ¿Quiere decir esto que el proceso actual debe ser respetuoso con la Constitución de 1980? En términos de su articulado, hay diversos preceptos que deberían repetirse; la autonomía del Banco Central es, como se dijo, un buen ejemplo, como lo es también la segunda vuelta presidencial. Pero lo que se debería evitar a toda costa es repetir el mismo ánimo refundacional de los constituyentes del ochenta. Los símbolos importan, y la ConsTitución histórica del país es uno que hay que defender ante las arremetidas que, de lado a lado, amenazan ya sea con una revolución constitucionalista o con un inmovilismo paralizante. La Carta de 1980 tiene un pecado de origen demasiado grande para desentendernos de él. Las nuevas generaciones no vivieron las inclemencias de la UP y de la dictadura, pero aún así las demandas constitucionales se hacen sentir fuerte y poderosamente.
Para no continuar con una discusión inconducente (no por su poca significación, sino porque muchas veces se queda en el plano de la mera retórica), la mejor receta parece ser concentrar nuestros esfuerzos en construir una “casa común” que nos una como sociedad. La percepción de que en el Chile actual unas pocas manos concentran el poder y la riqueza es, en términos generales, empíricamente comprobable.
Ya es hora, en ese sentido, que las elites se allanen a una forma más horizontal y participativa de acción política y social; no necesariamente a través de un igualitarismo estatista de arriba hacia abajo, sino mediante la corrección de todo aquello que está en las antípodas del propio sistema que los capitalistas dicen defender. La modernización de las últimas décadas trajo a Chile muchos beneficios, reduciendo la pobreza a niveles inesperados y logrando un grado de movilidad antes impensado.
El problema es que hace años que las tuercas de la modernidad no han sido afinadas ni aceitadas: los privilegios, monopolios y colusiones son el peor enemigo del capitalismo, más aún cuando son los propios capitalistas los que se refugian en aquellas prácticas, maximizando sus ganancias, pero, a la pasada, perjudicando a los que realmente deberían beneficiar, es decir, a los ciudadanos. No hay que confundir, sin embargo, la desigualdad económica y de oportunidades con la visión —voluntarista y en extremo superflua— de que una nueva Constitución cubrirá las necesidades materiales básicas de los chilenos. Las leyes fundamentales son entramados constitucionales generales, no específicos. Y ello porque los derechos sociales deben tener un correlato con la realidad económica del país. Eso lo entendieron los constituyentes de 1925 y es de esperar que también lo comprendan nuestros representantes.
En breve, hemos llegado a un punto en la deliberación política en que el país requiere un nuevo orden constitucional surgido de una discusión democrática y participativa, pero siempre cuidando que el resultado sea fácilmente exigible.
De otra forma, es probable que terminemos traspasando a las próximas generaciones la llama de un conflicto que lleva demasiados años encendida y que debe ser, de una vez y por un buen tiempo, enfrentada y sofocada.