Autor: Miguel Laborde
Especie humana, especie en riesgo
Omo especie, podríamos merecer un monumento. En la larga historia de la evolución humana, en apenas 100 mil años, el moderno homo sapiens salió de África y colonizó todo el Planeta. A pesar de su debilidad física, de su mordida débil, de su falta de garras. Luego de vivir casi oculto, en cuevas y troncos, como si no tuviera derecho de estar bajo la luz del sol, logró salir al aire e inició su aventura. Su físico se adaptó a fríos polares y calores tórridos, a montañas escasas en oxígeno, triunfo que le permitió duplicar su población una y otra vez. Antes de erigirle un monumento, recordemos que las especies humanas eran nueve, hace pocos miles de años. El sapiens convivió y se mezcló con otras, cuyos ADN están en nuestras venas, pero al ocupar nuevos territorios eliminó a las demás. Nosotros lo hicimos y de paso extinguimos miles de otras especies, talamos bosques inmensos, contaminamos el aire, los ríos, los lagos, los mares, el aire de la biosfera. Somos un peligro para la vida. Competir o colaborar Podíamos defendernos, decir que, siendo frágiles, para subsistir fuimos agresivos, desconfiados, competitivos, lo que nos llevó a fundar imperios brutales que esclavizaron a sus vecinos. Los expertos, sin desconocer esa pulsión competitiva, afirman que lo decisivo para que perdurara la especie fue su capacidad —gracias al lenguaje— de organizarse con otros y crear instituciones complejas. Sus grandes logros nunca fueron individuales. Es más, hay una transmisión de una generación a otra, lo que reciben los niños incluso en su ADN, como aporte de los ancestros para que los neonatos se adapten a su entorno. La sabiduría de nuestra especie es colectiva.
Entonces, ¿somos naturalmente buenos, y la sociedad nos corrompe? ¿ O somos agresivos, egoístas, codiciosos, y sólo por el peso social logramos convivir? Los conservadores tienden a apoyar un imaginario competitivo, centrado en esa fuerza natural que estaría en la base de las innovaciones y los descubrimientos, para triunfar sobre los otros.
Los liberales tienden a situarse en la opción alternativa: que no necesitamos competir contra otros, que podríamos colaborar para un desarrollo equitativo. *Miguel Laborde es Director del Centro de Estudios Geopoéticos de Chile, director de la Revista Universitaria de la UC, profesor de Urbanismo (Ciudades y Territorios de Chile) en Arquitectura de la UDP miembro del directorio de la Fundación Imagen de Chile, miembro honorario del Colegio de Arquitectos y de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, y autor de varios libros. No hay un destino escrito, nada fatal que nos arrastre a alguna catástrofe, aunque, es cierto, hay quienes anhelan un castigo para esta humanidad. El futuro depende de nuestras acciones. Si después de la pandemia nos volcamos a compensar los encierros, será cosa nuestra. en las últimas décadas se tiende a reconocer que el ser humano pertenece a una especie compleja. La competencia genera avances, y también la colaboración. Para la epigenética, que estudia las interacciones entre genes y ambiente, según sea el entorno se activan o desactivan determinados genes. La sociedad actual, por ejemplo, estimula la competencia: en salas de clase, en estadios, en la política, en empresas, entre los profesionales. Las empresas, sin desconocer que la competividad genera logros, están priorizando a las personas colaborativas. La crisis inmobiliaria, generada por altos ejecutivos orientados a sus beneficios individuales, les resultó demasiado cara. Lo mismo piden los ciudadanos a los políticos, ante la crisis mundial en gobernanza: que se abstraigan de sus rivalidades y se orienten al servicio a los demás. Los problemas de hoy son de un grado tal de complejidad que exigen la colaboración entre lo público y lo privado, e incluso entre disciplinas. Más allá del genio renacentista y su arquetipo, los desafíos de hoy se enfrentan mejor con redes diferentes, pero también son necesarios los genios innovadores. Hay que lograr un equilibrio, con libertades individuales y colaboraciones grupales.
Aunque la cultura lo postuló desde siempre, hoy es la ciencia la que demuestra que los niños están sicológicamente adaptados para intervenir en actividades colaborativas y que con ello obtienen placeres profundos, lo que no aparece con igual intensidad entre primates cercanos a nosotros. Esa capacidad de esforzarse en el presente pensando en el futuro, incluso por amor y consideración a generaciones que aún no existen, es un signo de nuestra especie. El entorno modifica ese rasgo potencial. Como señalan Robert Sussman y Robert Cloninger en «The origins of altruism and cooperation», el ser humano es más pacífico o más violento según sea su entorno. Humberto Maturana subrayaba que el mundo es y será lo que queremos que sea. Nada nos obliga a competir y destruirnos, no somos víctimas de un ADN que nos lleva a la extinción. Somos nosotros los llamados a lograr consensos y colaborar, tal como se hiciera durante miles de años.
En el libro «El Árbol del Conocimiento» (1984), en coautoría con Francisco Varela, escribió: “Sin amor, sin aceptación del otro junto a uno no hay socialización, y sin socialización no hay humanidad”. Y también: “Aquí no estamos moralizando, esta no es una prédica de amor, sólo estamos destacando el hecho que, biológicamente, sin amor, sin aceptación del otro, no hay fenómeno la educación está en el núcleo de nuestra cultura, al haber genialidad en esta especie, individuos dedicados por completo a transmitir valores e información a las nuevas generaciones. Esto nos facilita la adaptación al medio, la elección de una vida con sentido y la búsqueda de la felicidad. En el proceso evolutivo desarrollamos ciertas áreas del cerebro —celebran Sussman y Cloninger— en las que las acciones de cooperación y amistad generan sensaciones de íntima satisfacción. Es tal la velocidad con que transformamos el mundo que, al decir de estos autores, necesitamos “avances igual de rápidos en una gobernanza colaborativa y global”. No debiéramos caer en pánico. Si somos homo sapiens y no chimpancés, es porque logramos modificar nuestro ADN para adaptarnos a realidades tan inciertas como la actual. Los vientos soplan en contra.
Justo cuando estábamos cayendo en razón para el cuidado del agua dulce, los bosques y los océanos, dispuestos a modificar nuestros hábitos y medir nuestra huella de carbono, llegó esta pandemia que nos hace desear lo contrario: viajar lo no viajado y consumir lo no consumido. Nos vemos atrapados por un impulso orientado a vivir el presente con olvido del futuro. Estábamos dispuestos a comer menos carne, o dejarla del todo, al advertir que no hay agua suficiente para producirla; pero, tras los encierros, ansiamos gratificarnos para dejar todo esto atrás. Basta un fin de semana largo para que las energías acumuladas estallen hacia fuera.
Ir en contra implica una disciplina muy dura, y la política contemporánea —populista— no piensa a mediano y largo plazo. ¿Seremos capaces de una nueva revolución, con inteligencia artificial y nanotecnología? ¿ Lograremos cambiar nuestas formas de vivir, de ocupar el planeta y sus recursos? Estamos en el punto de partida de una década crucial. La pandemia, al menos, ha demostrado que los grandes desafíos demandan respuestas globales. según Nick Longrich, estudioso de la evolución, todas las especies desaparecen y dejan el paso a otra.
Estima que, en algún momento, tendremos que dejarle “el turno al que le toque”. Ahora, justo cuando nuestro éxito nos tiene al borde de la catástrofe, tenemos la oportunidad de lograr cambios que demoren nuestra salida del escenario. Si no nos queremos ir, todavía. Esto no es nuevo para la humanidad. Paul Valéry lo advirtió hace un siglo, en 1919 sobre la muerte de las civilizaciones, en su texto «La crisis del espíritu»: “Pero estos naufragios, después de todo, no eran un asunto nuestro. Elam, Nínive, Babilonia eran hermosos nombres vagos, y la ruina total de esos mundos tenían tan poco significado para nosotros como su propia existencia.
Pero Francia, Inglaterra, Rusia... También podrían ser nombres hermosos y antiguos... Nosotros vemos ahora que el abismo de la historia es lo suficientemente grande para todo el mundo”. En el cine, los videojuegos, las artes visuales, las distopías anticipan el desastre y nos preparan para ello. Hay un cierto deleite entre los catastrofistas, tal como en esos monjes del siglo XIV que pedían las penas del infierno para esta humanidad pecadora.