Autor: DR. LEÓN COHEN M. Psiquiatra (UCh) psicoanalista (APCh) Asociación Psicoanalítica de Santiago (APSAN).
RICARDO CAPPONI, el italiano que vino de Concepción
Su inesperada muerte deja huérfanos a muchos pacientes, lectores y amigos que conocieron su valiosa personalidad y cultura. Ace algunos días, centenares de personas despedimos a Ricardo Capponi. Sorprendidos, impactados, tristes, compartimos la desaparición súbita de alguien que tenía una presencia patente y prolongada en la historia de muchos. Sin duda entre sus familiares, pero además entre amigos, colegas, alumnos, lectores y, por supuesto, con sus pacientes, en una intimidad profunda y privada vivida por años a través de una experta labor psicoanalítica. Criado en un clan de inmigrantes italianos y emprendedores en el centro de Concepción, mostró, desde un comienzo, ese empeño laborioso en su migración a Santiago. Estudiante destacado en la escuela de medicina de la Universidad Católica, fue orientando su creencia en lo trascendente con el humanismo filosófico y de allí al interés por la psiquiatría.
En esta especialidad médica, fruto de su actividad clínica, un incesante estudio y una perseverante tendencia al orden y al afán educativo, precozmente editó un detallado texto de psiquiatría que aún alimenta a generaciones de estudiantes (“Psicopatología y semiología psiquiátrica”, 1987). En este trabajo se deja ver la influencia de la fenomenología clínica alemana y el papel que la perspectiva dinámica puede jugar en la comprensión de los síntomas psiquiátricos. Sería el inicio de una larga vida de publicaciones, trabajos científicos y textos de divulgación en temas clave como el duelo, tanto personal como social, y en los sentimientos, especialmente aquellos relacionados con la felicidad.
Su compromiso con el conocimiento lo hizo estudiar filosofía en los setenta, época en que lo conocí junto colegas, ansiosos por las preguntas y sumidos en la curiosidad por los fenómenos, actitudes clave en un buen clínico.
No es de extrañar que la inquietud por lo que está más allá de lo aparente lo llevara al mundo del psicoanálisis, una disciplina ordenada en la situación analítica por un lado y, por otro, rica en el arte de la interpretación y de la comprensión del mundo humano.
Justamente, atendiendo al mundo chileno en plena transición entre el término reciente de la dictadura militar y sus huellas represivas y sangrientas, junto al impacto social, económico y cultural de la imposición del modelo neoliberal, Capponi se interesa en investigar el dolor y las pérdidas que se destapaban en la naciente democracia, junto con los temores, desconfianzas y odios de un país disociado. Publica, entonces, “Chile, un duelo pendiente. Perdón, reconciliación y acuerdo social” (Ed. Andrés bello, 1999), sin duda su libro más polémico, como era de esperarse. El abordaje de temas políticos tan conflictivos desde una mirada psicoanalítica era un aporte, pero tales complejidades siempre convierten cualquier mirada científica en un reduccionismo.
Sin embargo, no era extraño, y no lo es hoy, que las teorías psicoanalíticas jueguen un papel en las ciencias políticas, sociales, en filosofía o en otras ramas del saber, mostrando que el psicoanálisis es mucho más que un antiguo diván y que el mismo Freud. En los años siguientes, Capponi retomó los temas psicodinámicos clásicos, como el amor (“El amor después del amor”, 2003), la sexualidad, el desarrollo y maduración humanas, la educación (“La sexualidad sana.
Qué y cómo enseñar a sus hijos”, 2011) y, como hemos dicho, el mundo de los sentimientos relacionados con la felicidad (“Felicidad sólida”, 2019). En varios de estos libros y en muchos de sus conceptos Capponi dejaba ver su impronta católica y su inclinación por la reflexión filosófica. Junto a su espíritu conservador, sinembargo, convivía un alma entusiasta y amante de las artes, por ejemplo, de la música y en especial del tango. Como lo saben los tangómanos, esta música de los marginados conlleva frecuentemente el dolor masculino del desamor y las amarguras frente a la injusticia. Ricardo lo cantaba con un anhelo contagioso, contrapunto visceral de su investigación teórica sobre la felicidad. Su felicidad en el canto melancólico la desplegaba en el escenario, y no solo en lo privado, dando cuenta del mismo placer con el que subía al podio a hacer clases y conferencias. Las pérdidas como la de Ricardo golpean la mente, incluso perturban la posibilidad de la tristeza del duelo. Es un arrebato injusto, incomprensible, y nos coloca, cada vez que ocurre, en lo inmanejable y desconocido del devenir de la existencia.
Lo inconsciente no solo es una ausencia dominante en la vida de nuestro yo, sino que también el silencioso transcurrir de nuestras vísceras y de nuestros fluidos, con sus logros y sus fallas, eventos inevitables en una maravillosa organización que hace millones de años emergió en nuestro planeta.
En esta trama compuesta por innumerables conversaciones entre células y órganos y personas, se escenifica en el tiempo lo que llamamos el yo, nosotros mismos, perplejos y a la vez encarcelados en la costumbre que tranquiliza.
Vivimos en la ilusión de estar controlando y construyendo nuestras vidas, evadiendo o justificando el gigantesco e inabarcable misterio que nos rodea y que nos compone, en la compulsión de buscar un relato que nos dé un hogar, una nave cuyo movimiento nos convenza acerca de un pasado, un presente y, sobretodo, de un futuro. De pronto, por algo inefable e impredecible, ese yo desaparece. Las personas existen porque pueden percibir e interiorizar y reconocer la familiaridad que tienen unos con otros.
Hay aquí una interpretación del cerebro, del cuerpo, de la mente, un cúmulo de hipótesis que constituyen la sustancia de la capacidad de empatizar con los otros, es decir, con todos aquellos que han pasado a habitar en el hogar de cada uno, aunque, en un instante, desaparezcan en el mundo de la realidad. Si solo viven en nosotros, pasan a ser objetos idealizados y nos ponen al borde del delirio. Si solo los vemos como objetos externos y no somos capaces de permitir que vivan en nosotros, nuestro narcisismo inhóspito nos ha impedido acogerlos y empatizar con ellos. En medio de este dilema navega el amor, la relación con la persona real y nuestro deseo de conocerla y tolerarla en sus matices. Los testimonios acerca de Ricardo y que he escuchado de muchas personas dan cuenta de ese amor.
Momentos de admiración e idealización, momentos de experiencias domésticas, sencillas y de humor, historias, anécdotas, todos aquellos modos en que vive, día y noche, nuestra memoria, en su textura de vínculos en permanente movimiento, componiendo y navegando en los sentimientos.
La ilusión moderna de declarar desaparecido el pasado y de controlar el presente desde una tabula rasa eufórica, construyendo el futuro, lleva al malentendido de la felicidad como una emoción plena de placer, plenitud y omnipotencia.
Ricardo remarcaba la felicidad como un sentimiento, un modo enraizado en el cuerpo y alimentado y trabajado en la experiencia de encuentro con los otros, un sentir duradero, tranquilo y silencioso, contenedor de los pensamientos con significado.
Un sentir que lleva en sí a la angustia, al miedo, a la tristeza, un sentir real, en vez de aquella idea artificial propia de la autoayuda en la que la felicidad se convierte en un ícono del triunfador. Ha sido conmovedor escuchar a sus amigos. Ahí apreciamos la consistencia de su idea de la felicidad con su vida, llena de experiencias con otros. Esto no es menor, pues con hastío en muchas ocasiones compartimos con gente muy inteligente e ilustrada y que al final nos sorprenden con sus inconsistencias públicas o privadas. En estos tiempos somos testigos perplejos de la convivencia de la inteligencia con la estupidez, y para peor, sin la más mínima sospecha o reconocimiento del conflicto por parte del sujeto. Personas como Ricardo, reales y obreros en su afán, son admirables y, como en su caso, también criticables, es decir, con la transparencia suficiente para poder discrepar conellos. Alivia, en tiempos de temor y desamparo, poder compartir con personas humanas. La vida en la que tratamos de construir el sentimiento de felicidad es, por definición temporal, una permanente pérdida y, como tal, una sucesión de sutiles tristezas y penas.
Es el paso del tiempo y la progresiva resignación narcisística que nos impone la realidad los que nos impregnan de esa suave melancolía que le da firmeza a nuestra amplia concentración en las cosas, cuando vemos con los ojos y con la piel, y escuchamos con los oídos y con las vísceras. Esto explica las lágrimas y la conmoción que nos produce la belleza, y la plenitud y solidez de la felicidad serena.
Ricardo exploró con pasión este mundo y supo comunicarlo didácticamente y en forma empática con las personas, pues lo hacía desde esa melancolía tanguera y seria, acompañado de una sonrisa arrabalera nacida en un barrio de Concepción. A OS A Sus amigos apreciamos la consistencia de su idea de la felicidad con su vida. FILÓSOFO, PSIQUIATRA Y PSICOANALISTA