Un filósofo rockstar
Felipe Edwards Del Río
La mayoría de los intelectuales se dedica a desmenuzar falencias de la sociedad. Sloterdijk se arriesga a plantear posibles soluciones”.
Ara quien no está empapado en la cultura alemana, es curiosa la celebridad que concede a sus filósofos. En listas de los más vendidos, los libros de filosofía se codean con las memorias de futbolistas; un programa de conversación dirigido por un filósofo atrae un millón de televidentes cada semana, y la revista Philosophie Magazin, lanzada en 2011, ahora alcanza una circulación de cien mil ejemplares. Tal como nos hemos habituado a las actuaciones en Chile de los Rolling Stones o Bruce Springsteen, no debiera sorprendernos que uno de los principales exponentes de este otro fenómeno popular, Peter Sloterdijk, se presente en el Centro de Estudios Públicos el 12 y 13 de noviembre, y al día siguiente converse con Cristián Warnken en la Biblioteca Nacional. En parte, la cercanía de los alemanes con la filosofía se debe al rol que ella ha jugado en la historia del país. Tal como Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Nicanor Parra acercan a los chilenos a la poesía, Kant, Hegel, Nietzsche y Heidegger animan la identificación de los alemanes con la filosofía. El vínculo también se estrecha por la contribución de filósofos a la creación de la nación germana. Tras la derrota de Napoleón, con la participación indispensable del ejército prusiano, Hegel sonó con una Alemania unida como agente del fin de la historia. Después de la Segunda Guerra Mundial, Theodor Adorno, uno de los fundadores de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, recurrió a los métodos de Karl Marx y Sigmund Freud para sostener que la ideología sería el principal obstáculo para la liberación humana. Después del holocausto, Adorno se convirtió en el impulsor de una nueva consciencia germana. Pocos países cuentan con una intimidad entre la filosofía y su identidad nacional como la que Hegel y Adorno aportaron a Alemania. Peter Sloterdijk heredó esa tradición. Nacido en Karlsruhe en 1947, perdió contacto con su padre a una corta edad. “Debí encontrar a un padre y mentores propios, lo que significó que tenía que mirar al mundo en mi entorno”, escribió. En 1979 viajó a la India, donde estudió con el gurú Bhagwan Shree Rajneesh. La experiencia cambió muchos de sus fundamentos intelectuales. A Thomas Meany, quien lo retrató en un perfil en The New Yorker en febrero pasado, le dijo: “En la tradición fi-
losófica alemana nos dijeron que los humanos somos unos pobres diablos, pero en la India el mensaje era que no somos pobres diablos, que dentro de nosotros ¡ hay dioses!”. Tras su regreso a Alemania, en 1983, publicó “Crítica de la razón cínica”, una actualización irreverente de la “Crítica de la razón pura”, de Kant. En los primeros meses vendió 40 mil ejemplares y se convirtió en el libro de filosofía más vendido en Alemania en la posguerra. Sloterdijk se dirigió a los miembros de su generación que habían abandonado el espíritu rupturista y utópico de las protestas estudiantiles de 1968, unos pocos por el camino de la violencia revolucionaria y la gran mayoría por una adaptación a la realidad del capitalismo globalizado y el enfrentamiento nuclear de la Guerra Ería. Tocó un nervio sensible de sus pares. Haciéndose eco de la idea de Kant de que la razón humana es incapaz de trascender y contactar a las cosas del mundo, de Dios o del alma en sí mismas, los desafió: “¿ No nos habremos convertido en cosas-en-nosotros-mismos, aislados en medio de otros seres similares?”. Mientras la mayoría de los intelectuales del pensamiento, entre ellos por cierto los de la Escuela de Frankfurt, se dedican a desmenuzar las falencias de la sociedad, Sloterdijk se arriesga a plantear posibles soluciones. En respuesta al cinismo de su generación, propuso vol-
ver a la tradición del cinismo original, el de Diógenes en la Antigua Grecia. El nombre se deriva de “kynikos” (como un perro), porque rechazaban las normas sociales y aspiraban a vivir de forma instintiva, como los perros de la calle que, con total displicencia de las reglas humanas, comen, procrean y duermen en la vía pública. El malestar de la década de los ochenta, dijo, se podría contrarrestar con una vuelta a la espontaneidad de la contracultura de los sesenta. Sloterdijk es provocativo por naturaleza: su debate con Jiirgen Habermas, sucesor de Adorno, constituye una épica que ilustra la seriedad con que los alemanes asumen disputas filosóficas. Su erudición es amplia (si bien sus adversarios lo acusan de ser superficial), como lo es su disposición para opinar sobre casi cualquier tema: el psicoanálisis, la capa de ozono o la sexualidad neanderthal. Sus 36 obras son extensas —uno siempre está ocho mil páginas detrás de él, se lamentó su editor—, difíciles de comprender y denigradas por algunos académicos, pero nunca son ignoradas. Según el historiador intelectual Martin Jay, “lo más interesante de Sloterdijk puede ser no lo que ha escrito sino simplemente el hecho que existe”. Será interesante escuchar a este Mick Jagger de la filosofía germana en nuestra nación de poetas.