MI JEFE ES UNA APP
Trabajar cuando quieras, ganar el dinero que necesites y sin nadie que te diga lo que debes hacer. Esa es la promesa de plataformas como Uber, Glovo o Cornershop, que parecen no exigir mucho más que un smartphone con internet —que les da las instrucciones y les anuncia sus ingresos- para generar un sueldo con ellas. ¿Estamos ante una revolución del trabajo o se trata simplemente de una nueva forma de explotación? Un conductor, una shopper, un glover y una host cuentan lo que significa tener al jefe vibrando en el bolsillo.
Por Cristóbal Bley Fotos: Pablo Izquierdo de portada: Marco Valdés
Unque lleva trabajando casi tres meses para una empresa, en todo ese tiempo Claudia Reyes no ha visto ni una sola vez a su jefe. No lo conoce, no sabe su edad, tampoco cómo se llama ni si es hombre o mujer. Quizá porque la promesa de las "plataformas colaborativas” como Cornershop, la empresa para la cual hace y entrega compras según las instrucciones que recibe desde una aplicación en su teléfono, es justamente que no hay un jefe. O que el jefe, más bien, eligiendo los horarios y los días de trabajo, puedes ser tú mismo. Tomándose un café en el departamento donde pronto dejará de vivir, entre cajas llenas de libros y enseres, dice que eso es una falacia. Que ser tu propio jefe no es más que una ilusión: “tú le prestas servicio a una empresa que, por más que sea una plataforma virtual, existe y te controla mediante el celular”. Claudia es actriz de profesión. Trabajó principalmente en la producción de obras de artes escénicas, y por mucho tiempo, también, se dedicó al desarrollo de políticas públicas, tanto de cultura como de infancia. En marzo del año pasado, con el cambio de gobierno, quedó sin trabajo. Sin mucho éxito buscó otras opciones, hasta que se dio cuenta, cada vez que iba al supermercado, de unos jóvenes con poleras grises que se movían acelerados por los pasillos, sin dejar de mirar el celular. Parecían estresados, pero al menos se los veía ocupados. Eran los famosos shoppers de Cornershop, personas que a través de esta aplicación creada en Chile —vendida el año pasado a Walmart por 225 millones de dólares- ganan dinero haciéndoles las compras a otros. El sistema es asf: un usuario elige en la app los productos específicos que quiere —cuatro yogures de frutilla, tres manzanas fuji y un champú de maqui para cabello liso y graso, por ejemplo- y la plataforma se los asigna a un shopper, quien después de aceptar el pedido va a una tienda designada, busca los cuatro yogures, las tres manzanas y el champú de maqui, paga con una tarjeta de crédito especial y entrega en el domicilio del usuario. El objetivo es acercar la compra a la velocidad del deseo. A Claudia le interesó la flexibilidad -se puede trabajar las horas que uno prefiera, en los sectores que más le acomoden- y sobre todo la ganancia: supo de shoppers que conseguían hasta 300 mil pesos semanales por trabajar diez horas al día, de lunes a viernes. Se inscribió, se capacitó, se puso la polera gris -“me dieron una XL”, dice, “parecía una monja”- y llegó con su auto a comprar. Buena parte de su vida la trabajó a honorarios acostumbrada a que el empleador no se preocupe de mí”, dice-, e incluso había vendido productos de Herbalife y de Natura, pero esto era distinto. A sus 52 años, no se le hizo fácil pasar buena parte del día cargando bolsas con mercadería, ni tampoco enfrentar la incertidumbre de pasar horas conectada pero sin que le llegaran pedidos. Un día que le fue bien, y estuvo toda la jornada comprando y entregando, también se “sintió extraña. “Dije: “esto es esclavizante. Llevo ocho horas sin comer, no he ido al baño, no he tomado agua”. Ahí por primera vez que sentí que no era para mí esta cuestión. Las treinta lucas que gané ese día no valían eso”. Todavía no hay estimaciones certeras, pero un estudio lanzado este martes por Tren Digital UC y Medialnteractive calculó en más de cien mil a las personas que, como Claudia, hoy trabajan de conductores, repartidores, compradores o arrendadores en estas plataformas. De ellos, el 11 por ciento dijo que esa ocupación era su principal fuente de ingresos.
No es el caso de ella. Hace varias semanas que no se conecta y por eso le llegó un mail desde Cornershop. Decía que si no volvía a trabajar en diez días más, la sacarían de la aplicación. Ella prefiere que así sea. “Se venden como pegas súper simples, que no tienen ninguna complejidad, y la verdad es que si tú no le hablaste al cliente como es supuesto, o te equivocas sin querer de producto, dejas la embarrada. Además el jefe, que sí existe, quizá no es humano pero está al otro lado del teléfono, te evalúa mal o te dice: “te equivocaste en la compra del jugo de piña, no corresponde, revisa Yo creo que para otros es una buena posibilidad. Yo dije que no”.
FELIZ AUTONOMÍA Matías Rocha es uruguayo, tiene 34 años, vive hace once en Chile y desde 2016 es conductor full time de Cabify. Todos sus ingresos los hace manejando su Dongfeng Joyear X3 blanco y conectándose a la aplicación de lunes a viernes, desde las 7:30 de la mañana, para recoger, llevar y dejar pasajeros. Lo hace durante unas diez horas, principalmente entre el centro y Las Condes, pasando por Providencia, Ñuñoa y Vitacura, antes de volver a su casa en El Monte, entre Melipilla y Talagante. El sábado trabaja un rato en la mañana y luego sale en la noche, desde las nueve hasta la madrugada. Llegó a Chile por amor. Tiene dos hijas que nacieron aquí, pero luego se separó y también perdió su puesto como vendedor en la compañía Claro, donde llegó a ser supervisor de ventas en terreno. Trabajó en una feria y también fue Uber, pero en Cabify, una app con un enfoque más premium, encontró su nicho: ahí puede sacarle lustre a su licencia profesional y a su pelo engominado. Y también a su tiempo: en una semana normal gana entre 350 y 420 mil pesos. “Yo personalmente me veo muy independiente”, dice Matías mientras toma un cappuccino a las 10 de la mañana, justo después de la hora punta. “Más allá de que la aplicación nos está controlando, nos dice dónde ir o nos obliga a conectarnos de otra forma no generamos ingresos-, a mí nadie me llama o me manda un correo diciéndome: “Mati, no laburaste tantas horas” Nunca me han dicho: trabaja, trabaja, trabaja”.
“Un día dije: “esto es esclavizante. Llevo ocho horas sin comer, no he ido al baño, no he tomado agua”. Ahi por primera vez que senti que no era para mi esta cuestión. Las treinta lucas que gané esa jornada no eso”, cuenta Claudia Reyes, actriz y shopper de Cornershop por unos meses.
Tribunales e Inspecciones del Trabajo de distintas ciudades de Europa, en cambio, han determinado que los trabajadores de ciertas plataformas, como le pasó a Uber en Inglaterra, sean tratados como asalariados y por lo tanto se les deba costear la seguridad social. “La relación que tenemos nosotros con los conductores es mucho más una relación civil que laboral”, argumenta Ignacio Gutiérrez, general manager de Cabify en Chile. Actualmente, son casi 50 mil los choferes inscritos en esa aplicación. “Pero muchos de ellos están activos un mes, después no, trabajan un día y luego no lo hacen por una semana. Nosotros no les exigimos nada, entonces no veo manera en que eso se pueda transformar en una relación laboral. Me parece que en Chile va todo orientado a que sean considerados trabajadores independientes”. Eso a Matías no le complica. “Que te enfermes, por ejemplo, va a depender netamente de cómo va tu alimentación, de tomar vitaminas”, dice. “A veces se sube gente resfriada o enferma al auto. Gracias a Dios no me afecta, porque, claro, tengo la mente concentrada en el objetivo a cumplir, que es trabajar. Todo depende de cuánto quieres ganar, cuánto quieres trabajar, todo es personal”. Esa última frase define muy bien a la gig economy, el nombre que recibe en inglés este tipo de negocios basados en la tecnología digital como intermediadora, con relaciones laborales informales, una fuerza de trabajo flexible y la ausencia de un jefe o figura jerárquica que dé órdenes y ponga límites.
Se popularizó y masificó con la aparición de Uber, la conocida app de transporte fundada en 2009, y desde entonces se ha diversificado a niveles tan amplios como la cantidad de dinero que genera. La consultora internacional Pricewaterhouse Coopers, de hecho, previó un crecimiento de los ingresos anuales de este tipo de plataformas de los 15.000 millones de dólares actuales a unos 335.000 millones en 2025. Y si al comienzo eran sólo choferes y repartidores, desde hace tiempo ya hay aplicaciones de arriendos de propiedades, ventas y compras de artículos y también prestación de servicios profesionales, como traducción de textos o incluso asesorías legales. Se autodenominan economías colaborativas, aunque para Benjamín Sáez, sociólogo e investigador de la Fundación Sol, ese término es parte de la ideología con que se presenta este modelo, “donde las personas que trabajan no se llaman trabajadores sino colaboradores, una suerte de socios de estas grandes empresas. Pero, tal como muestra la desprotección en la que están y subordinación en relación a quienes los mandan, en realidad lo que hay detrás es un trabajador o una trabajadora disfrazado de colaborador”. Por eso, el canadiense Nicholas Srnicek, académico del King's College de Londres y autor de Platform Capitalism, sugiere llamarlas “economía de plataforma”, ya que buena parte de ellas sólo persiguen la rentabilidad, a diferencia de otras que realmente están basadas en la colaboración. Según él, este tipo de aplicaciones se convierten en un jefe
“En este trabajo todo depende del conductor: cuánto quieres ganar, cuánto quieres trabajar, todo es personal”, dice el uruguayo Matías Rocha, conductor a tiempo completo de Cabify.
Incansable, que siempre sabe qué opinan los clientes y también qué hacen los trabajadores. “Un jefe”, ha dicho, “que tiene más información que el resto de los participantes en la transacción y que fija sus tarifas y condiciones”. “Sería ingenuo negar que el capitalismo de plataformas tiene éxito”, ha opinado también Srnicek, refiriéndose a la posibilidad que estas aplicaciones entregan a quienes no tienen trabajo o necesitan mejorar sus ingresos. “El problema es que sus servicios se combinan con la imagen de conductores de Uber durmiendo en el auto para estar disponibles a todas horas y llegar a fin de mes. Es difícil separar las ventajas de los inconvenientes”. Daniela Echeverría no recuerda muchos inconvenientes y sí muchas ventajas. Hace más de tres años que esta directora de arte y escenógrafa, directora además de la Fundación Animal, arrienda por Airbnb un pequeño departamento que tiene en el cerro Artillería de Valparaíso. Directamente a su celular, sin agencia ni corredor de propiedades, le llegan los mensajes sobre los huéspedes que quieren alojarse ahí. Ella simplemente los acepta o los rechaza; la aplicación hace el resto: le cobra al pasajero y le deposita mensualmente a su cuenta el dinero. “Ese departamento lo voy a tener para toda la vida en Airbnb”, dice desde Tunquén, donde vive y tiene el refugio para las mascotas que cuidan y rescatan. De hecho, la mitad de los ingresos que genera ese arriendo van para financiar la fundación. En un mes normal, gana aproximadamente un millón de pesos. Pero en enero, sólo por la noche de Año Nuevo cobra 500 mil.
Tan buena ha sido la experiencia —en tres años el único problema lo tuvieron con un turista venezolano, que confundió Valparaíso con Viña y se quejó de no tener vista al casino ni al reloj de flores- que están construyendo unas cabañas para crear en el refugio una “experiencia Airbnb”. Es una nueva modalidad de la plataforma, donde además del alojamiento, la estadía incluye participar de la vida cotidiana de los anfitriones. En el caso de Daniela y Gabriel Díaz, su pareja, se tratará de trabajar con los animales de la Fundación. “No somos buenos para el negocio, pero hay todo un público interesado en este turismo nada que ver con el tradicional. Eso nos permitirá financiar aún más la Fundación, que hoy necesita de unos 8 millones mensuales”, cuenta Daniela.
A LA SOMBRA DE UN ÁRBOL Cuando al venezolano Carl Domínguez, de 39 años, le preguntan “¿ dónde estás trabajando?”, él instintivamente responde: “Trabajo en Glovo”. Seguramente porque desde noviembre, y de lunes a lunes, pasa hasta 13 horas al día arriba de su moto, con una mochila en la espalda que dice Glovo y un celular en la mano que le dice dónde ir a dejar los pedidos. “Y al responder que trabajo ahí”, cuenta, “me siento como un empleado indirecto de ellos”. Sentado en la oficina de Glovo, la aplicación de reparto creada en Barcelona en 2015 —donde todas las sillas, puertas e incluso las paredes son amarillas o verdes-, Carl reconoce que, “pese a que uno pone su horario y gana de acuerdo a lo que quiera, yo me veo como trabajador de la app”. Pero según Willem Schol, country manager de Glovo en Chile, los 2. 500 glovers -como ellos llaman a sus repartidoresson vistos por la compañía no como trabajadores sino como clientes. “Definitivamente”, responde al teléfono desde Lima. “Porque al igual que un cliente, él puede entrar o irse cuando
Para Willem Schol, country manager de Glovo, más que trabajadores, los 2. 500 glovers son clientes. “Porque al igual que ellos, pueden entrar o irse cuando quieran, y el desempeño o el dinero que consigan depende, en gran parte, de su propia decisión. La app no está pensada para que vivas de esto; está pensada para ser temporal y flexible. Esa es la lógica del tipo de pegas que ofrecen las aplicaciones”,
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y Ne PE O Daniela Echeverría destina la mitad del arriendo de su departamento en Airbnb para financiar la Fundación Animal, de la cual es directora. Foto: Sofía Edwards.
Quiera, y el desempeño o el dinero que consiga depende, en gran parte, de su propia decisión”. “(El trabajo en Glovo) no está pensado para que tú vivas de esto; está pensado para ser temporal y flexible”, agrega. “Esa es la lógica de este tipo de pegas que ofrecen las apps”. Pero a Carl, como a cualquiera de sus repartidores, Glovo le permite trabajar hasta 13 horas diarias, mediante turnos que los glovers definen con tres días de anticipación. Si bien no les exigen un mínimo de horas, tampoco les limitan el máximo, por lo que, tal como suele hacerlo Carl Domínguez, es posible trabajar hasta 91 horas a la semana. Según la ley chilena, la jornada laboral es de 45. De todas formas, Carl no se queja. Aunque cada tres días su mujer le pregunte que cuándo se conseguirá un empleo más formal, aunque vea muy poco a sus dos hijos y aunque no tenga más de 10 minutos para almorzar, casi siempre parado bajo la sombra de un árbol, por miedo a perder algún pedido. “Me siento bien trabajando aquí”, dice. “No tienes un jefe arriba que está retándote. Tampoco es que tienes el teléfono vibrando a cada rato, fastidiándote. Por mí ojalá que fuera así, para tener más trabajo”. Aparte de Navidad y Año Nuevo -“aunque me arrepiento, porque me dijeron que estuvo bueno”-, no ha tenido un día libre desde que comenzó en Glovo. Lo único que echa de menos es un trato más humano ante los problemas y las dudas: según él, 9 de
cada 10 interacciones con la empresa se hacen a través del teléfono.
“Para mí sería un beneficio, pero ellos lo evitan porque si no los inundarían de llamadas”. Schol insiste en que entre Glovo y sus glovers “no hay una relación laboral”. “Aquí yo no te digo a ti qué hacer: no te digo que te conectes cinco, diez ni quince horas, no te digo que te vistas de cierta manera ni tampoco tu horario. Hay que reinventar el trabajo como lo conocemos y hay que entender que en el mundo de hoy día la flexibilidad es muy importante y un contrato sentado en una oficina ya no sirve”.
COLECTIVOS MÓVILES Benjamín Sáez, investigador de la Fundación Sol, no cree que los empleos que ofrecen las app, y su promesa de flexibilidad, amplíen la libertad de los trabajadores. Más bien lo contrario. “Ellas aumentan el control del empleo por parte de las grandes compañías. Esta forma de contratación no hace desaparecer la subordinación del trabajo, sino que muchas veces la incrementa, porque es impersonal. Además, es muy difícil encontrar espacios de reconocimiento de los trabajadores en este tipo de plataformas, un lugar donde poder organizarse, donde reconocer a los compañeros y poder generar acciones colectivas”. Eso no impidió que el año pasado se creara la Asociación de Conductores Unidos de Aplicaciones (ACUA), con el objetivo de darles voz a los choferes en la tramitación de la ley que pretende regular estas plataformas y que hoy se discute en la comisión de Transportes. El principal reclamo de Daniela Saba, presidenta del gremio y que ha manejado más de tres mil viajes en Uber, es que las apps toman decisiones unilateralmente y los perjudicados terminan siendo los trabajadores. “Hasta agosto de 2016, la tarifa que nos pagaba Uber era de 300 pesos por kilómetro recorrido”, explica. “Cuando muchos ya generábamos todos nuestros ingresos con ese precio, sin aviso la bajaron a 160. Si yo antes trabajaba ocho horas para generarme un sueldo digno, ¿cómo hago ahora que gano casi la mitad?”. Federico Dottori es el vicepresidente de ACUA y lleva casi cinco mil carreras como conductor, Reconoce que las apps entregan la posibilidad de trabajar a mucha gente que está cesante, “pero en el código del trabajo no tienen un marco que pueda regularlas. En las comisiones de la ley que se está discutiendo, se ha presentado la ministra de Transportes, pero no el ministro del Trabajo. La falta de regulación hace que las plataformas apunten a un modelo de negocios apostando al volumen y a una gran rotación de trabajadores. Yo llevo más de tres años trabajando así, y he visto cómo han involucionado nuestras condiciones”. Claudia Reyes, todavía en su casa, termina su café y también su breve paso por Cornershop. “Estos sistemas de trabajo van a continuar”, dice, “son parte del siglo XXI. “Pero no puede ser que las personas estemos tan desprotegidas. Tiene que haber alguna forma de que la empresa contraiga alguna responsabilidad con el trabajador, que sea algo más allá de *yo te pago”. Aparte, tampoco entiende por qué en estos tiempos es tan maravilloso no tener jefe. “Yo vengo del teatro y creo que el trabajo en equipo es súper bueno. Cuando tienes personas con distintas responsabilidades, incluyendo a un jefe, no tiene por qué ser malo”. Por suerte, hace unos días le ofrecieron un trabajo como profesora de actuación en un colegio vulnerable de Puente Alto. No sólo es lo que le gusta. También, seguramente, volverá a tener como jefe a una persona. )
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“Yo me siento un trabajador de Glovo”, dice Carl Domínguez, quien dedica 13 horas diarias a
hacer repartos para esta app.