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Leila Guerriero:
La periodista argentina, una de las cronistas latinoamericanas más reconocidas, llegó a Chile por dos semanas para dictar charlas.
Ayer estuvo en la Facultad de Periodismo UC.
Por Patricio de la Paz Nada. Leila Guerriero dice que no sintió nada cuando en febrero cumplió 50 años. "Es lo mismo que cuando cumples 48, 35, 20 o 19", precisa. Ese día cenó con amigos en su departamento en Buenos Aires y lo pasaron bárbaro hasta las 6 de la mañana.
"Pero ya, eso fue. Esa construcción cultural de que uno tiene que sentir algo especial con edades no va conmigo. Hago esfuerzos; digo: este año me va a venir la crisis o la contentura. Pero me siento igual de idiota, igual de sabia, que cuando tenía 20.
No creo que con la edad llegue algún tipo de revelación".
Leila Guerriero habla de ese cumpleaños no especial sentada en una cafetería de Vitacura. Bebe una gaseosa, sin hielo. Habla arrastrando las palabras.
Gesticula con sus manos delgadísimas.
Abre los ojos oscuros. Fija siempre la mirada. Está ahora en Santiago por la misma razón por la que recorre distintas ciudades del mundo: como es una de las cronistas latinoamericanas más reconocidas, sino la más, va por el planeta dictando charlas y talleres de lo que significa meter pluma e inspiración en la escritura de historias reales. Allí la escuchan con pasión.
Uno se topa con textos de Leila Guerriero en todos los espacios posibles —desde El Mercurio hasta El País de España— y aún así a ella le queda tiempo para publicar libros —lleva cinco—, para editar los de otros, para estar en ferias y para ser editora de Gatopardo, una de las revistas de culto para los que siguen la crónica y los perfiles en Latinoamérica. Es una obsesiva para escribir, transcribe ella misma todas las entrevistas que hace y puede gastarse semanas enteras, siempre en silencio, buscando las palabras precisas. Es también una editora muy estricta. Algunos dicen que casi asesina.
Le propongo a esta experta en armar perfiles ajenos que se atreva a poner la mirada sobre sí misma. Se muestra reticente al comienzo. "No me gusta tanto hablar de mis cosas personales, pero a lo mejor es una zoncera mía", había advertido por mail. Ahora, en esta cafetería, parece más dispuesta a entrar a esos territorios.
—¿Eres vanidosa? —A ver... Debo pensar, no me lo planteo mucho... Soy vanidosa, pero en relación a cierta seguridad con el trabajo, no en lo personal. Tengo ego grande, como todos los que escriben o pintan o hacen cine, pero lo tengo un poco domado; no es un ego narcisista, porque si no no podría trabajaren lo que hago, que es preocuparme por las vidas de otros y no la propia.
Como Leila había mandado antes las fotos propias que sugería para acompañar esta entrevista, y había hecho hincapié en que si venía fotógrafo hoy, le avisara con tiempo, le insisto: —Pensaba vanidad en términos físicos...
—Yo me gusto mucho. Me miro y veo un cuerpo sólido, delgado, estilizado; no me están colgando las carnes. Pero no es vanidad exagerada del cuerpo; si no, estaría vestida de otra forma, con escote. Soy partidaria de una especie de elegancia.
—Eso más que una exposición explícita de los dones.
—Que tampoco hay tanto.
—¿Nunca te han dado ganas de escribir un autoperfil? —Nunca lo he pensado. Sí escribo textos así como autorreferenciales. Hay un texto que se llama "Mi diablo", que publicó ahora la revista de la Universidad de México, que cuenta cosas de mi adolescencia. Otro texto, "Me gusta ser mujer y odio las histéricas", es sobre ser mujer en un pueblo chico. Hay otro texto sobre mi amiga que se suicidó. Pero no tengo la vanidad de la exposición por la exposición.
—Un perfil tuyo no podría saltarse tu estampa: figura larga, delgadísima explosivo cabello crespo. Ah, varios de tus lectores me pidieron que te pregun
(ara por (u pelo.
—(Risas) "Historia del pelo", como el libro de Pauls; pero aquí sería: "Historia del pelo de Leila".
—Fans te crearon una cuenta Twitter donde te describen: "Dueña de un cabello admirable".
—Sí, es una cuenta buena onda.
—¿Es un cabello cuidadamente descuidado? Aquí hay un arquitecto que siempre aparece con el pelo revuelto; pero se nota trabajo tras esa revoltura.
¿Es tu caso? —No. Son rulos naturales, desde siempre los tengo. La verdad, no le presto mucha atención al pelo. Me lavo la cabeza y salgo de la ducha. La raya al costado me le hago con los dedos. Y el pelo se seca de cualquier manera. No voy a la peluquería nunca; nada me puede deprimir más que entrar a una peluquería. Las peluquerías y los gimnasios me parecen espacios donde se vive una especie de entusiasmo falso.
De espera agónica a que llegue el peluquero, el que te hace las manos, los pies. Es una vida que me choca, me pone en evidencia con una vacuidad que considero perniciosa, incluso para tenerla cerca.
Tabernas rufianas Sartre, Camus —Tu padre ingeniero químico; tu madre, maestra. ¿Cómo es esa mezcla para armar una familia? —Mamá era maestra, pero no ejerció después de casarse. Laburaba en casa. Mi casa era de esos hogares bien organizados, donde los niños teníamos mucha libertad para jugar y compartíamos el espacio con los adultos. Mis viejos nos atendían mucho, eran muy lúdicos, nos leían cuentos. Padres muy devotos.
—¿Tienes hermanos? —El que me sigue, Reinaldo Luis, tiene 45; y el más chiquito, Manuel, 30.
—¿Cómo recuerdas la vida familiar? —íbamos a Buenos Aires (desde Junín, donde vivían) y mi papá nos llevaba a la noche al puerto. O nos llevaba a bares, a tabernas griegas, que eran medio rufianas, medio prostibularias. A restaurantes árabes con odaliscas, con empresarios y las minas moviéndoles las tetas, y los Guerriero allí. Era muy estimulante todo, desarrollábamos mucho la curiosidad.
—Te defines atea desde siempre.
—De chiquita estaba enamorada de Rimbaud. Para mí era un bombón. Era muy parecido a mi papá; Electra operaba perfecto. Estar enamorada de Rimbaud me llevó a los franceses y de ahí rápidamente a Sartre y Camus. A los 14 años quería tener una pareja como Sartre y Simone de Beauvoir, abierta, no casarme nunca no tener hijos, no atarme a una familia, ser feminista y por supuesto ser atea.
—Terminaste cumpliendo todo el manual existencialista.
—Todo, menos lo de la pareja abierta, que me parece la peor idea del mundo. Lo entiendo en la gente que lo hace y me parece muy asombroso que funcione pero yo no podría. El resto sí se cumplió.
Feminista, atea, sin hijos y sin casarme.
—Dime lo esencial de Diego Sampere, tu compañero hace 22 años.
—Es súper transparente, no tiene ningún filtro, con él aprendí que no hay mejor defensa que la verdad; que en vez de inventar una excusa para no ir a un sitio es mejor decir no tengo ganas. Es muy callado, habla poquísimo, lis una inteligencia muda muy sofisticada. No es intelectual en la manera clásica, de devorarse libros; a Diego le gustan las imágenes, es fotógrafo, es sumamente estético.
Tiene una devoción por los animales.
—Tuvo una clínica veterinaria y llenaba la casa de animales en rehabilitación.
—Llegaban a la casa contra mi voluntad, pero con mi buena onda. Llegó un pájaro, y yo odio los pájaros. Llegó una zarigüeya, que es un monstruo, una rata gigante. Un día se murió, Diego la hizo
cremar y en mi casa hay una cajita con la zarigüeya cremada; aún no puedo creerlo.
—Hoy, el único animal es un gato.
—Dos gatas. Princesa y Bimba.
—Decidiste no tener hijos, ¿por qué? —No es algo que se decide, es simplemente que no te dan ganas. Nunca sentí que hubiera tomado una decisión.
Siempre fue: no me interesa. Tengo amigas que se mantuvieron mucho tiempo en esta cosa de que voy a tener o no, y yo pensaba qué difícil debe ser tomar una decisión sobre eso, tener la duda; yo nunca tuve ninguna duda. El chip de la maternidad a mí me lo extirparon al nacer.
El lado vil —Dicen que duermes poco.
—No. Adoro dormir. Duermo poco cuando tengo mucho laburo.
—Dicen que comes escasamente.
—Como poquito. Pero una sensación que me resulta horrible es el hambre.
Cuando siento hambre y no como, me pongo de un humor que no me aguanta nadie. Por otra parte, yo no almuerzo. Lo mío es desayuno, merienda a las 5 de la tarde y cena. Me hace sentir muy bien.
—Sólo te vistes de negro y jeans.
¿No te gustan los colores? —Cuando estoy de viaje es más sencillo usar negro y colores oscuros, son más fáciles de combinar. En mi casa uso otra clase de ropa. Nunca me vas a ver con una falda llena de flores. O algo anaranjado.
—Has dicho, a propósito de tus perfiles, "nadie es muy bueno. Todo el mundo tiene sus lados viles". ¿Cuáles son los tuyos? —Tengo una cuestión muy jodida: la autocomplacencia de la gente me irrita muchísimo, la gente que se tiene pena que se queja, los llorones. Tengo también una parte muy desagradable, que tiene mucha gente que escribe: pongo ese tiempo y ese espacio de trabajo delante de un montón de cosas personales. Diego se lo toma de manera maravillosa.
—Sobre el desafío de retratarse a sí misma, Janet Malcolm escribió que la autobiografía es un ejercicio de autoperdón, que hay que narrarla como lo haría una madre: mirándose a uno mismo joven, con ternura y compasión.
—Mmmm... Me encanta ella, pero en el fondo es una gran moralista. Si pienso en mí, no sé si tengo esa mirada amorosa con la que yo fui, capaz de perdonarme todo. No creo en esa perspectiva de volver a verse a uno mismo como el niño que fue y darle un beso en la frente, si de repente uno era un hijo de puta en muchas cosas.
Mi mirada no sería edulcorada, porque yo tenía un infierno en la cabeza ya cuando tenía 15 años. Ninguna posibilidad de que vaya a ese pasado y diga: pobre niña o qué encanto de niña. Miro hacia atrás y no me veo como una adolescente; me veo como una mujer de 15 años, una mujer de 13 años, una mujer de 7 años.
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