Imprimir Cerrar |
|
Nosotros, reacios a cualquier sacrificio humano, hemos preferido sacrificar a la montaña misma".
Carlos Franz
Durante tres días diluvió sobre Santiago de Chile.
Los rayos deslumhraban y retumbaban los truenos. Luego cayó un granizo blando que se aposentó como nieve. Tras esos "efectos especiales" climáticos amaneció un día azul y dorado, radiante. El esmog había sido momentáneamente barrido por las tormentas. Era la mañana que había esperado durante mucho tiempo para subir a la torre.
La Gran Torre Santiago tiene 300 metros de altura. Es el rascacielos más alto de Latinoamérica, hasta ahora. Su construcción fue una audacia mayor en uno de los países con más actividad sísmica en el planeta. En la cumbre de esa torre hay un mirador que ofrece una vista en 360° de este extenso valle urbanizado y las cordilleras que lo rodean.
Al salir del ascensor súper veloz siento los oídos tapados y un leve mareo. Éste se convierte en vértigo cuando me acerco a los ventanales y mi vista cae al abismo donde yace la ciudad. Abajo las calles parecen surcos recorridos por escarabajos brillantes. Las puntas de mis zapatos rozan la lámina de vidrio que me separa del precipicio. Atemorizado, alzo la vista buscando un asidero visual en el horizonte cerrado por la cordillera de los Andes.
Sufro otro vértigo. Desprendiéndose del cielo azul, la cordillera se me viene encima. Liberadas del velo de contaminación que habitualmente las difumina y aleja, las montañas nevadas se han aproximado a la ciudad. Ahora, en esos macizos coronados de glaciares me parece ver un corro de viejos canosos que se han acercado para ver un accidente.
Nosotros somos ese accidente. Y aquellos montes nevados son los viejos dueños de este valle. Ellos han regresado y nos preguntan: ¿qué diablos hicimos con esta tierra? En este día despejado, la cima de la montaña El Plomo, de 5.400 metros, se observa con claridad. Provisto de unos binoculares intento divisar algún rastro del adoratorio incaico que fue descubierto cerca de esa cumbre en 1954. Ahí se halló el cuerpo intacto de un niño indígena, de unos ocho años, sacrificado ritualmente hace cinco siglos.
En los cañones de ese mismo macizo montañoso nace el río Mapocho. Éste surca el ancho valle aluvial de Santiago, de oriente a poniente, buscando una salida hacia el mar. Desde la Gran Torre puede observarse casi todo el transcurso sinuoso de esa escuálida corriente cobriza entre su nacimiento y su confluencia con el río Maipo. Los sacerdotes indígenas que sacrificaron a aquel niño en las escarpadas fuentes del río deben haber tenido una visión panorámica similar. Y también una visión espiritual que les justificara ese acto atroz.
La montaña es la madre del valle.
Los detritos de la cordillera rellenaron esta cuenca lentamente, durante millones de años, hasta formar el lecho fértil que ocupamos. La montaña también es la madre del río. Las ingles de sus barrancos recolectan el agua de las lluvias y la dejan escurrir hacia nosotros. Sus nieves —perecederas o eternas— nos aseguran el riego en las estaciones secas.
Si la montaña envía poco agua tendremos sed. Si nos manda demasiado, poderosos aluviones arrasarán el valle.
Nuestros antecesores propiciaban el favor de la montaña de un modo terrible: le sacrificaban lo que más querían sus hijos.
Nosotros, reacios a cualquier sacrificio humano, hemos preferido sacrificar a la montaña misma. Poco a poco ocultamos la cordillera tras una cortina casi constante de hollín y polvo suspendido que sólo poderosas tormentas consiguen descorrer. Después, quizás para consolarnos por la falta de esas cumbres que perdimos de vista, edificamos esta montaña artificial hecha de acero, hormigón y vidrio.
Según el historiador Flavio Josefo, la torre de Babel fue construida para burlarse de Dios. En caso de un nuevo Diluvio Universal, los babilonios planeaban encaramarse en su torre y desde ahí iban a reírse de los castigos divinos.
Hace unos tres años hubo otro diluvio en Santiago. El impredecible Mapocho bajó hinchado desde las alturas de El Plomo. Precisamente frente a la Gran Torre Santiago el río se desbordó, inundándola. En televisión pudo verse al todopoderoso dueño de ese edificio dirigiendo la construcción de defensas, hechas con sacos de arena, para salvar su torre.
Ya es pasado mediodía. La temperatura de la ciudad empieza a subir y con ella se alza el esmog. Las montañas blancas que se habían acercado comienzan a alejarse de nuevo. Pronto nuestro sucio horizonte cotidiano las borroneará casi del todo. Prefiero no quedarme a verlas desaparecer. Tomo el ascensor súper veloz, bajo y me alejo de la torre.
Copyright © 2022 · LITORALPRESS