El periodismo impresionista tiene sus limitaciones. Hecho con talento, ayuda a trasladar al lector a un tiempo y un espacio, a transmitir imágenes, sensaciones y olores. Incluso, bien escrito, permite el despliegue del huj bargo, este tipo de periopuede ser un camino lisis y se queda con, val dancia, impresiones, anécdotas, que por —y vividas— que sean no reflejan más que lo que el cronista experimentó. En el fondo, el periodismo impresionista corre siempre el riesgo, ya sea directa o indirectamente, de hablar más del narrador y sus circunstancias que del objeto indagado. Esto sucede, en alguna medida, con “Cuba. Viaje al fin de la revolución”, de Patricio Fernández. 0-7 S
El primero fue en 1992, en pleno Período Especial, luego que, caída la Unión Soviética, Cuba perdió su principal fuente de financiamiento. En aquella ocasión, Fernández mochileaba por México, cuando lo invitó a Cuba José Antonio Viera-Gallo, tío político y entonces presidente de la Cámara de Diputados en Chile, quien, a su vez, había sido invitado directamente por Fidel Castro. El segundo viaje se dio en 2009, como parte de la comitiva de la Presidenta Michelle Bachelet, viaje que terminó siendo memorable por el entusiasmo mostrado por la Presidenta en reunirse con Fidel, que entonces ya no ejercía como jefe de Estado pero seguía siendo Fidel, y, luego, por las declaraciones que el mismo Fidel publicaría en Granma al día siguiente de esta reunión, en que “promovía que
Chile le diera salida al mar a Bolivia” (página 41), reflexiones que no anticipó de manera alguna a Bachelet y, cuenta Fernández, amargaron a la comitiva presidencial. Los siguientes viajes no están tan claramente especificados, pero se advierten más como un continuo de estadías de diversa extensión que, en el relato al menos, comienzan a principios de 2015, cuando Barack Obama y Raúl Castro recién habían manifestado la voluntad de restablecer relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba, y llegan hasta abril de 2018, lapso en el que se reabrieron las respectivas embajadas, los Rolling Stones
tocaron en La Habana, murió Fidel Castro y Donald Trump asumió la Presidencia de Estados Unidos. Este último período justifica el título del libro y articula su sentido en gran medida. Sí, Fernández asiste a lo que parece ser, después de un régimen inamovible por más de 50 años bajo el control de Fidel Castro, un cambio en las condiciones políticas, económicas e internacionales de Cuba, un posible fin de la revolución. Con Cuba, sin embargo, nunca se sabe y Fernández lo relata con soltura, juego de piernas y fineza. Su crónica es generosa en situaciones en que la certeza con que se realizan las cosas en un
Esta reseña, incluida en “Estudios Públicos” 154, revisa de manera crítica el libro de Patricio Fernández, “Cuba. Viaje al fin de la revolución”.
Por Ernesto Ayala
País capitalista de Occidente parece desarreglada en Cuba. Así, un viaje en auto fuera de La Habana se puede calcular en distancia pero nunca en tiempo, porque la dirección del auto puede fallar, una rueda se puede pinchar o un diluvio puede inundar la carretera. Si se trata de comprar un plan para el teléfono móvil, el camino oficial y largamente burocrático se puede saltar pagando un dólar en el mercado negro, que te entrega una solución inmediata. Cuba, se sabe, es la tierra de la precariedad, de la improvisación, del acomodarse con lo que hay, del mercado paralelo y, por sobre todo, del tiempo: todo hay que hacerlo con mucho más tiempo del que tomaría en otro lugar de Occidente. Pero el tiempo a la vez sobra, ya que nadie parece hacer algo realmente productivo con el suyo. Más que una ética del trabajo, existe una ética del goce del momento y del arreglo entre amigos. Para un extranjero sometido al rigor y la velocidad extenuante de una sociedad capitalista, Cuba tiene, así, un inevitable encanto. No en vano dice Fernández: “¿ Por qué, si gobierna una dictadura, el viajero que llega experimenta una liberación?” (389). A eso se suma que en Cuba, como asegura el autor, el sexo “es una fuerza que los vincula a todos con una convicción sanguínea, superior a cualquier ideología” (82). Tiempo, calor y sexo, de hecho, configuran una suerte de paraíso para un hombre que aún conserva sus ímpetus. De hecho, Fernández llega a reconocerlo abiertamente, con no poco candor, mientras conversa con un par de amigos cubanos. Dice:
Nidia, una empleada de ferrocarril que comienza a coquetear con Fernández a partir de una llamada telefónica, le cuenta que recibe como sueldo 25 dólares al mes. “Ni para las celvezas alcanza.. . Yo lo hago porque si no me aburro. Después salgo en la tahde, busco un extranjero, y a diveltihnos” (155). De hecho, tener mil quinientos dólares al mes ni siquiera es trivial en Chile, donde los ingresos laborales promedio son de 554 mil pesos; es decir, de unos 830 dólares. Bastante más que en Cuba, es cierto, pero también exigen mucho sudor. Tener mil quinientos dólares al mes,
de libre disposición para gozarlos en La Habana durante sucesivos viajes, es, a lo menos, excepcional. Sumado a esto, Fernández no parece consciente de que justamente gracias a que Cuba es un país muy pobre todo ahí resulta más barato (incluido, hay que decirlo, el sexo). Francia fue muy pobre —y muy barata— después de la Primera Guerra Mundial, y eso explica que Hemingway, Dos Passos, Scott Fitzgerald y quién sabe cuántos miles de norteamericanos más pasaran allá largas temporadas a comienzos del siglo XX. Hoy en La Habana se “vive como rey” con mil quinientos dólares, porque hay millones que ganan menos de treinta dólares al mes. Si todos tuvieran acceso a esos mil quinientos dólares, vivir como rey exigiría muchísimo más y Cuba se parecería más a Hawái, Sicilia o las Seychelles. En otras palabras, la “liberación” que el viajero experimenta en Cuba o el entusiasmo que lleva a Fernández a describir La Habana como “el mejor lugar del mundo” tiene buena parte de su causa en un hecho muy concreto: la pobreza de ese país o, si se quiere plantear de manera inversa, la riqueza de quien lo visita.
La posición privilegiada de Patricio Fernández, sin embargo, no limita necesariamente sus observaciones ni su esfuerzo por transmitir parte del fracaso que ha significado la revolución:“En Cuba hoy es evidente que la Revolución acaba de perder su encanto. Su proceso de degradación no es nuevo, pero ahora se encuentra en una etapa terminal”. (369) Fernández, sin embargo, no define explícitamente en qué consiste ese fracaso, cuál es su naturaleza. Hay un aspecto económico que aparece en muchos de los testimonios que el libro recoge. Aunque más que quejarse de la pobreza, los cubanos refieren a las limitaciones que ella impone, a la falta de oportunidades para desarrollar sus inquietudes y talentos. Hay impresiones asociadas también a las limitaciones que impone una economía controlada centralmente, al limitado acceso a las comodidades de la modernidad, al estado paupérrimo en que se encuentran los servicios públicos, a una suerte de tiempo congelado de la isla. Ahora, estas impresiones están matizadas por la sencillez del estilo de vida cubano. Por ejemplo: “La pobreza, se aprende en Cuba, no es una condena. Se puede vivir con poco y mucha dignidad. Quizás no exista un mejor lugar en el mundo para los pobres”. (406) Parte de la fatiga que vive la revolución tiene, por cierto, un lado político. Aunque lejos de la fuerza con que lo
hizo Jorge Edwards en “Persona non grata”, Fernández describe cómo Cuba es una sociedad vigilada, controlada por un aparato de inteligencia muy institucionalizado y, peor aún, por ciudadanos que se vigilan a sí mismos: “El Líder es el Dios de un sistema panóptico, donde la vigilancia acabó por instalarse al interior de individuo. (.. .) El último grado de suspicacia establece que si alguien se atreve a mucho, es porque algún acuerdo tiene con la nomenclatura”. (243) En consecuencia, incluso entre amigos se evita la crítica al régimen. Así, no es raro que Fernández nunca encuentre entre los cubanos ansias de democracia, de representatividad ciudadana, de la necesaria rendición de cuentas de las autoridades públicas, aspectos que parecen mínimos en cualquier democracia vigente.
¿ Cómo logra desarrollarse un mínimo pensamiento crítico si no es posible discutir libremente lo que un vecino te dice, ni qué hablar de lo que viene escrito en el Granma? ¿ Qué sucede en una sociedad sometida a este tipo de limitación por sesenta años? ¿ Cómo se puede imaginar una democracia en esas condiciones? ¿ Qué posibilidades hay de que la élite reinante se abra al ejercicio de la soberanía electoral? En Cuba, el estándar básico de una democracia occidental tiene el aspecto de una utopía. No parece ser especialmente puntudo preguntarse por las consecuencias de largo plazo del pétreo régimen cubano. Si se puede postular a que cierto conservadurismo duro que aún patalea al interior de la derecha chilena es herencia de la dictadura de Pinochet, pese a los treinta años que han pasado desde entonces, ¿cuáles llegarán a ser las herencias internas de la dictadura cubana? Incluso, si un improbable régimen democrático comenzara mañana mismo en la isla, la estela de los Castro podría prolongarse por décadas.
“La Revolución es un bloque de granito que nadie quiere cargar. Parece una lápida. Y, no obstante, ese pueblo deprimido es formidable.. . Pueden ser muchas las necesidades, pero son muy pocas las urgencias. Les consta que hay
Ficha del autor
Ernesto Ayala. Periodista de la Universidad de Chile. Escritor. Autor de “Trescientos metros (2000), “Noche ciega” (2000) y “Examen de grado” (2006).
Un problema para cada solución, y se despreocupan. Últimamente, sin embargo, la despreocupación ha dado paso al desencanto”. (389) Fernández no lo dice directamente, pero no es difícil imaginar que este desencanto es lo menos que puede esperarse cuando se ha crecido bajo un régimen que, a lo largo de sus sesenta años, ha vivido de sembrar expectativas para luego justificar su desilusión: la zafra de los diez millones que nunca se logró, la alianza soviética que sucumbió al Período Especial, el desarrollo socialista nunca llegó por culpa del embargo norteamericano. Aunque es obviamente muy difícil de predecir, dado que no existe forma alguna de enterarse de las disputas de poder en Cuba, Fernández tiende a creer que la apertura del régimen a la actividad privada, a inversionistas y a Estados Unidos continuará progresiva pero lentamente, al ritmo cubano. Una hipótesis alternativa es ver que esta tímida apertura solo ha sido una nueva promesa, la creación de una nueva expectativa, sembrada de forma estratégica para tranquilizar tensiones internas, y que más temprano que tarde será desilusionada, bajo una nueva excusa. Por lo pronto, la Presidencia de Trump, que enfrió gran parte de lo que avanzó Obama, ya podría utilizarse como una nueva justificación.
ERRE
En otra parte del libro, el autor se suma alegremente al cliché de que en Cuba existe la mejor educación de América Latina. Dice: “Hablamos de un pueblo, en promedio, más instruido que cualquier otro de América Latina” (398). Sin embargo, la verdad es que no hay cómo saber si esto es cierto. Que ingenieros manejen “almendrones” o atiendan en restoranes no nos habla de la extensión o la calidad de la educación cubana, sino que de la falta de oportunidades para el desarrollo profesional. Cuba no participa de las pruebas internacionales que miden la calidad de la educación escolar, como PISA o TERCE, de manera que poco podemos saber sobre la capacidad real de sus estudiantes en matemática, lectura o ciencias naturales. Todo indica que Cuba sí ha logrado extender la educación a todos sus niños, pero respecto a la calidad de esa educación se sabe poco o nada. Fernández, por lo pronto, no entrega apunte alguno más allá del cliché citado. El estado de los derechos humanos en la isla es otro tema sobre el que sabe poco y nada, tanto porque —descontados algunos blogs de iniciativa grupal— no existen medios de comunicación independientes del Estado, como porque Cuba no permite la visita de observadores internacionales. Fernández habla del “pequeñísimo e irrelevante mundo de los «disidentes»” (398, las comillas son suyas) y describe a las Damas de Blanco, agrupación de esposas y familiares de presos políticos que existe desde 2003, como un grupo de señoras solitarias que no le importan a nadie. Por cierto, Fernández podría haberse tomado algo más en serio el tema. Por ejemplo, con la poca información que tiene a mano, así describe Human Rights Watch la situación en la isla hacia junio de 2017: “El gobierno cubano se apoya menos que en el pasado en encarcelamientos de largo plazo para castigar a sus críticos. Pero arrestos de corto plazo, arbitrarios, de defensores de los derechos humanos, periodistas independientes y otros han crecido en los últimos años. Otras tácticas represivas incluyen palizas, avergonzamientos públicos y despidos laborales”. Amnistía Internacional no apunta muy distinto. En su reporte de Cuba 2017-2018 dice: “Un gran número de activistas, tanto políticos como en favor de los derechos humanos, continuaban siendo objeto de hostigamiento, intimidación y detención arbitraria. La Comisión Cubana de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional, organización no gubernamental cubana no reconocida oficialmente por el Estado, registró 5. 155 detenciones arbitrarias en 2017, en comparación con las 9. 940 de 2016”.
Hay otras omisiones muy dudosas, casi sospechosas. Como bien señala el escritor Arturo Fontaine en un comentario sobre “Cuba. Viaje.. .” Fernández, pese a incluir una larga entrevista con el empresario Max Marambio como testigo privilegiado de la ilusión revolucionaria, nunca menciona en su relato al ingeniero chileno Roberto Baudrand, gerente general de Alimentos Río Zaza, empresa que Marambio compartía con el Estado cubano, investigada por la Contraloría General de la República, y que, como muchos recuerdan, apareció muerto en su residencia de La Habana el martes 10 de abril de 2010. Debido a la investigación en curso desde diciembre de 2009, Baudrand tenía prohibido salir de Cuba y había sido largamente interrogado al menos tres veces durante el mes previo a su muerte. ¿Marambio no tenía nada que decir al respecto? ¿ Fernández tampoco? ¿ No es acaso esa muerte un final definitivamente fúnebre para la historia de amor entre Marambio y la revolución cubana?
da cuenta de los usos
y costumbres actuales, en donde “la prostitución no solo vende sexo, sino también la ilusión de un noviazgo sincero” (84). Y reitera más adelante: “En La Habana es prácticamente imposible seducir a una jeva en un lugar público y tener sexo esa misma noche sin pagar. Les cuesta jugar a la seducción sin poner fichas sobre la mesa. Si cada cual se las arregla como puede, ellas han encontrado ese modo”. (406) No hay duda de que la situación está acertadamente descrita. Ahora, esto no es un problema para quien visite la isla, sino para quien vive en ella. Si se piensa un poco, qué puede decirse de una sociedad que invita a sus hijas —y a sus hijos también, por cierto— a prostituirse de manera casi institucional. Si esa es una de las maneras más seguras de salir adelante, resulta evidente que se trata de una sociedad con un problema estructural. El sexo en Cuba puede ser una fuerza “superior a cualquier ideología”, pero de ello no se desprende que haya que cobrar por entregarlo. La prostitución es materia de otro saco: resulta solo una forma certera de subsistencia. Su práctica debe ser algo triste, por lo pronto, para los padres de esas hijas (o hijos). Todo padre sueña para sus hijos un futuro más pleno y digno que el que le tocó vivir. Cuba, en lugar de alimentar esa ilusión, alimenta una resignación, que con no baja frecuencia debe tomar la forma de “como puta quizá conoce a alguien y se la lleva a un lugar mejor”.
N país que está a treinta minutos de Florida, en una situación privilegiada del Caribe, cuna de escritores, artistas y poetas de fuste, con una de las ciudades más bellas del mundo, no merece ese destino. Quienes se han mantenido gobernando el país por sesenta años son responsables de ello. En eso, Fernández acierta: “A diferencia de lo que pudo ocurrir cuando todo esto empezó, hoy es claro que la Revolución necesita a los pobres más que los pobres a la Revolución” (406). Al régimen hoy le conviene que los cubanos estén más preocupados de comer y sobrevivir que de la política. Dicho en corto, el régimen prefiere la prostitución a la disidencia. Sería algo radical afirmar que Fernández también lo prefiere así, pero su libro ciertamente transmite simpatía por el estado actual de la situación. Tal como está, Cuba luce como un país lleno de encantos. Diferente, capitalista, sería otra cosa.
"Estudios Públicos” es un revista académica y multidisciplinaria editada por el Centro de Estudios Públicos. El presente texto es un extracto. En paréntesis se indica el número de página del libro reseñado.