Para que nunca más
Introducción Desde que:entregué el mando del Ejército, en marzo de 2006, muchas personas vinculadas al mundo de las ideas, el periodismo y la historia me han propuesto escribir y dar testimonio de mis vivencias, especialmente de aquellas del período en que ejercí el mando de mi institución. Esas personas trataron de hacerme ver la necesidad de entregar un testimonio sobre el proceso de nuestra transición como rol que jugó el Ejército en ello.
En efecto, mucho se ha escrito de ese período, como asimismo de los años precedentes desde 1973 a 1990, pero en general el quehacer del Ejército y lo que internamente vivimos como militares quienes lo éramos en esos años, es abiertamente desconocido, supuesto o interpretado con poco asidero en la realidad. A casi veinte años de dejar las filas del Ejército, he aceptado finalmente la invitación de Alejandro San Francisco y me he aventurado en estas conversaciones y en su publicación. Sé que es una tarea compleja y que, lejos de darme satisfacciones, me traerá incomprensiones, críticas y falsas suposiciones acerca de mi intención.
Pienso que es necesario conocer las complejidades del quehacer militar en las últimas cinco décadas y comprender cómo fuimos parte de esta transición a la que, creo, también aportamos, así como contribuimos a la construcción de una democracia en forma y al posicionamiento del Ejército como una institución de todos los chilenos, centrada en el cumplimiento estricto de lo que la ley establece. Creo que la democracia la perdimos entre todos y siempre he reconocido nuestro rol en ello. Sin embargo, con la misma fuerza pienso que el retorno a la democracia y el compromiso con no repetir los hechos del pasado también lo hemos construido entre todos. En la dimensión militar me resultaba vital dar testimonio de la evolución y desarrollo del Ejército en estas décadas de quehacer castrense.
Fueron tiempos donde nuestra generación, y quienes nos antecedieron, nunca abandonó los cuarteles, la instrucción y el entrenamiento; estuvimos en la primera línea como comandantes de batallón y compañía, y como asesores de los cuarteles generales de unidades operativas en las crisis con el Perú y con Argentina.
Fuimos comandantes de unidades a lo largo de Chile y como generales en la transición, paralelacon el quehacer de la normalización de las relaciones civiles y militares, emprendimos la tarea de modernizar, transformar, desplegar, equipar e instruir al Ejército en un modelo propio del campo de batalla del siglo XXI.
Hoy la institución, sin temor a equivocarme, se encuentra en el nivel más alto de los ejércitos de la región En una conversación con el historiador Alejandro San Francisco, el excomandante en jefe del Ejército repasa su carrera, el rol de la institución durante la transición, su relación con Pinochet y expresidente Lagos, y su participación en el marco del caso Caravana de la Muerte. con niveles de clase mundial. Pienso que como país y como sociedad es conveniente conocer de esta dimensión desconocida para muchos y que tiene una importancia vital en brindar paz y seguridad a nuestros compatriotas. También emprendí esta tarea porque tengo un compromiso de por vida con todos aquellos que en estos largos años han sufrido nuestra tragedia como nación. Con todos, civiles y militares.
Con quienes hace cincuenta años estaban en uno u otro bando con visiones absolutamente antagónicas, con quienes fuimos enemigos o adversarios, con quienes perdieron sus vidas en esta lucha fratricida, con sus familias, y también con aquellos cuyas vidas hoy no son vidas —tampoco para sus familias— al estar cumpliendo penas por sus acciones del ayer.
También con todos quienes vivimos una vida que no fue la que soñamos, al Ficha de autor Alejandro San Francisco es profesor en la Universidad San Sebastián y la Pontificia Universidad Católica de Chile, y director de Formación del Instituto Res Publica. Director general de “Historia de Chile 1960-2010”, U. San Sebastián. quedar determinada por ese quiebre abrupto que nos dividió como sociedad. No busco un veredicto ni sobre los hechos ni sobre los actos individuales que nos llevaron a esa tragedia. No quiero hacerme adalid de uno u otro bando, ni otorgar la razón a unos u otros. Tampoco proclamar lo contra= rio: que las razones que unos y otros tuvieron establecen una suerte de empate moral en la responsabilidad de los hechos. Mi compromiso es con la no repetición, como país, como sociedad y como seres humanos, de la ruptura que Chile vivió. Como tal me motiva aportar a la esperanza que las actuales generaciones tendrán la capacidad y la voluntad que se necesita para no repetir aquello que muestras generaciones precipitaron o no pudieron controlar.
Ello exige conocer el ayer porque, si se desconoce o se tiene una visión unilateral, o peor, si se adscribe a una pretendida verdad oficial, se puede llegar, sin siquiera advertirlo, a renegar de lo obrado, glorificar aquello que se ajusta a nuestra visión e incluso retroceder en lo logrado. Y, lo que es peor, volver a caer en los errores del ayer que nos llevaron a la crisis que no fuimos capaces de sortear como una nación unida.
Recientemente, con ocasión de los cincuenta años del 1 de septiembre de 1973, pudimos conocer algunas, lamentablemente escasas, señales positivas: testimonios, estudios históricos y opiniones llenas de una mirada constructiva que daba cuenta del pasado como historia y se aventuraba a proyectar el futuro como proyecto inconcluso pero factible de alcanzar como nación.
Sin embargo, hay que reconocerlo, hubo también señales —y lo que es grave, algunas provenientes de sectores que ostentan importantes roles en las dirigencias encargadas de lograr consensos políticos— que dieron cuenta de que la fractura aún persiste.
Existen grupos que ejercen presión y copan espacios, bloquean el camino a una verdadera reconciliación y con ello postergan asegurar la no repetición de las causas, formas y graves errores que originaron y se proyectaron en los deleznables hechos posteriores a aquella pérdida de cohesión que nos sumió en la tragedia que vivimos como seres humanos y como sociedad. Ello lleva a que la reconcilia= ción y la no repetición, como objetivos, aún estén pendientes.
Una mirada que busque hacer un aporte a avanzar en la concreción de esos objetivos es parte fundamental de lo que me impulsa a dar este testimonio plasmado en las conversaciones que compartimos con los lectores. ¿Tengo un título o capacidad especial que me lleve a creer que puedo aportar algo respecto a tan complejos temas? Sin duda ninguno especial, solo una vivencia y un actuar. Mi vivencia fue la de conocer en toda su profundidad, en una etapa final de mi carrera, los dolores de este Chile tan querido. Mi actuar: aquel que asumí junto a mis camaradas de armas de la generación que constituimos el mando en los tiempos que lideré el Ejército. Y ese actuar se orientó a declarar enfáticamente que nunca más deberían producirse los hechos que vivimos, especialmente la intervención del n de septiembre de 1973 y la violación de derechos humanos.
Y al mismo tiempo reclamar de nuestros compatriotas que nunca más la violencia, la intransigencia, la falta de voluntad política, la incapacidad de lograr acuerdos y el fracaso de la política nos condujera a situaciones como aquellas a las que se nos condujo.
No tengo duda alguna ni de mi pensamiento ni de la posición oficial del Ejército de Chile que comandaba, con respecto a lo que es exigible a todo chileno: yo no dudo, ni dudó el Ejército hace veinte años, del imperativo moral y democrático de que nunca más en nuestro país la democracia sea violentada y destruida ni de que nunca más sea escenario de violaciones a los derechos humanos. Y ese compromiso del Ejército no fue solo una declaración o un gesto. Fue, y sigue siendo, una política institucional. Una que ha modelado el comportamiento de un Ejército que, actuando en el contexto de una democracia, se ha mostrado eficiente y se ha ganado el cariño y el respeto de todos los chilenos. Un Ejército que por décadas ha estado cercano a sus compatriotas, sirviendo a todos, disciplinado, solidario y comprometido en cumplir la misión que le impone el ordenamiento legal, alejado de todo quehacer político.
Un Ejército que ha hecho esfuerzos definitivos, concretos y mensurables para aportar todo lo que pudiera conocer a fin de contribuir a la verdad, la justicia y la no repetición, derribando toda barrera que lo impidiera. Hoy es un hecho indesmentible que en el Ejército existe un claro compromiso con la democracia y los derechos humanos, y un rechazo sin ambages a la vulneración de estos.
La reforma constitucional de 2005, que acabó con lo que caractericé como el protagonismo impropio de los militares en los asuntos políticos por intermedio de senadores institucionales y participación en un Consejo de «Para que nunca más. Conversaciones con Juan Emilio Cheyre», Alejandro San Francisco, Editorial Planeta, Santiago, 2023. seguridad Nacional, puso término también al capítulo de nuestra historia contemporánea en que los militares tuvimos un rol político. Mi mensaje y mi testimonio dicen relación con los principios y los actos que permitieron cerrar ese capítulo. Las tareas que quedan pendientes para cerrar también la división que nos separó hace cincuenta años, corresponden a otros: pienso que son la sociedad y los actores políticos quienes deben asumir esa tarea aún inconclusa.
También es verdad que, cuando se conmemoran cincuenta años del n de septiembre de 1973 —como ha ocurrido este 2023—, lejos de consolidarse la unidad y de sanarse las heridas del pasado, subsisten o aparecen nuevos signos de división. El pasado nos sigue penando y dividiendo.
La fragmentación, las visiones unilaterales, los proyectos refundacionales, la violen= cia, la falta de confianza en las instituciones, el deterioro de la política, imploran asumir las experiencias del ayer y jamás repetir lo que entonces hicimos. Los cincuenta años exigen unidad y no división, llaman a comprender al otro y no a erigirse como el poseedor del crédito que otorga el haber actuado correctamente. Exigen verdad para reconocer los errores y no achacar con simplismo para hacerlo.
A lo largo de los años que han seguido a mi declaración de hace dos décadas, y de manera más aguda aún en el período reciente, todos hemos podido observar que es posible hacer vibrantes declaraciones de respaldo a la estabilidad democrática y, al mismo tiempo, actuar de manera desestabilizadora de esa misma democracia. Ese tipo de actitudes no han sido exclusivas de quienes detentan una determinada ideología o se sitúan en un específico punto del espectro político: ha sido practicada por unos y otros. No puedo dejar de considerar, por ejemplo, a quienes, llegando a extremos insospechados, en octubre de 2019 actuaron con una violencia inusitada destruyendo todo lo que pudieran encontrar.
También podemos observar que sectores políticos, de distinto signo, no son capaces de llegar a consensos sobre temas en los que los no acuerdos generan inseguridad, dan pábulo a la violencia, provocan fracturas sociales o atentan contra la institucionalidad. Ellos no están obteniendo ventajas políticas de corto plazo o un mejor posicionamiento con respecto a alguna futura contienda electoral: están erosionando la democracia.
Por otra parte, pensar que la fórmula para asegurar la no repetición de la violación de derechos humanos se reduce al castigo a los culpables, abre espacios para retardar la comprensión de la gravedad de lo suced: do y asumir en toda su magnitud el compromiso consciente, razonado y definitivo con su no repetición en cualquier situación futura. Ello exige educación, actitud de vida, cambios culturales y no solo acusaciones o condenas. Por ello creo preciso insistir en que, para que nunca más se quiebre la democracia y se violen los derechos humanos, la sola palabra, por categórica y bienintencionada que sea, no basta. Asegurar la democracia y asegurar el respeto a los derechos humanos no es un asunto de declaracione: es asumir una forma de vida personal e institucional. No basta con declarar que nunca más violaremos los derechos humanos y que nunca más quebraremos la democracia. A no dudar es una declaración vital.
Sin embargo, creo que lo complejo no es decirlo o prometerlo, sino que construir, en el ámbito de nuestras competencias y responsabilidades, una verdadera cultura para que esa intención se transforme en una firme realidad y, al mismo tiempo, en una actitud personal. De allí que mostrar mi experiencia de ese ayer es mi apuesta, aspirando a que en algo contribuya a nuestra unidad. Es lo que tratamos de hacer en el Ejército a partir de nuestra declaración de Calama: pasar de las palabras a la acción decidida y al logro de objetivos concretos. Aspiro a que aportar con una mirada franca, que devele realidades que otros desconocen, olvidan o abiertamente no quieren o no pueden ver, pueda resultar útil para nos, para comprendernos, para perdonarnos. Invito a leer estas páginas. Cada uno se formará una impresión de los momentos de vida que aquí comparto y tiene todo el derecho a formarse opinión de ello. Lo único que puedo asegurar es que esa es la verdad de cada caso o situación que expongo. Y también que los fundamentos que entrego son los que movieron mis decisiones. Termino esta introducción agradeciendo a quienes me han ayudado a vencer mis resistencias a dar este paso.
Con su insistencia han logrado orillarme a mirar el pasado con la intención de ayudar, en algo, a construir el futuro, que ya no es tarea nuestra sino de quienes hoy son los actores en este Chile tan querido.
También debo reconocer y valorar a quienes me acompañaron en mi vida militar, especialmente en los años de mando del Ejército, ya que lo que se pudo construir no fue mi idea ni mi obra, sino nuestra idea y nuestra obra; asimismo, a las chilenas y chilenos que, desde diferentes posiciones, comprendieron, apoyaron o justipreciaron el actuar del Ejército.
Y, por último, y no menos importante, también agradecer a aquellas y aquellos, muy cercanos a mi vida, que han conocido que no es fácil, seguro, cómodo ni glamoroso vivir junto a un hombre que cree estar entregado a un ideal que no está dispuesto a transar.