Autor: Por Valeria Barahona
Roberto Merino camina sobre su memoria de niño
UNO DE LOS BORRADORES DEL LIBRO “MUNDOS HABITADOS” FUE PERDIDO POR EL FALLECIDO EDITOR Y ESCRITOR GERMÁN MARÍN. TAMBIÉN A MERINO SE LE PERDIERON DOS VECES SUS ANOTACIONES.
No de los libros más conocidos del columnista de Las Últimas Noticias y docente de la Universidad Diego Portales (UDP) Roberto Merino es “Todo Santiago”, crónicas que en las librerías son recomendadas como una guía para conocer la capital de Chile. “A pesar de que tengo una cierta identificación con Santiago, tengo vínculos con el campo por los viejos, por todos lados.
Mi familia es un poco huasa”, afirma el escritor que hace unos días publicó “Mundos habitados”, una novela fragmentaria donde, de acuerdo a sus recuerdos infantiles -contados con la inocencia de aquellos díasexplora los vericuetos de lo que era la capital a mediados del siglo pasado.
“Los apuntes se llamaban “Antes de la memoria”, una especie de memoria heredada”, agrega el autor, ya que el texto comienza con los recuerdos de su abuelo, el primero en migrar del campo a la ciudad.
La niebla de Chillán y Talca antecede a la de Santiago en invierno, a lo largo de un relato contado por escenas, con “epifanías que no tienen vínculos inmediatos, sino que aparecían desde los sueños, los estados de ánimo. Con esto traté de ser lo más objetivo posible para registrar, a través de la escritura, la configuración de esas escenas. Muchas veces no sé si realmente ocurrieron así, pero es así como se me aparecen”, agrega el escritor. En esta exploración de la memoria, dice Merino que “hay un personaje que se desprende de Nino Bravo. Ahí traté de registrar lo que yo me imaginaba a cierta a edad, en una cuestión fantasiosa, mental, que no le comunicaba a nadie.
No tenía forma, porque hubiese sido muy absurdo que le contara a un amigo que me imaginaba una casa donde viEl cronista y académico de la UDP publicó “Mundos habitados”, una novela sobre la niñez, la familia, las casas de adobe, el campo y la ciudad en la segunda mitad del siglo XX. vía un gallo que era igual a Nino Bravo.
Muy raro. ¿Qué realidad es esa? Esa cuestión sucedió en mi cabeza no más, hace muchos años, y de alguna manera persiste, porque cuando escucho las canciones se me aparecen las imágenes: una casa en la playa condensada con una casa del interior, como el mecanismo de los sueños.
Por eso, si fuera una autobiografía tendría un orden y objetos de atención muy distintos”. - En la novela dices “me percibía muy solo, como la mayoría de los niños”. - Uno tiene terror a ser considerado raro. Los niños suelen ser muy convencionales, les desespera lo extraño. De ahí creo que viene la experiencia del bullying: al que no responde a ciertos patrones, lo molestan. Claro que hay que establecer grados también, porque una cosa es un empujón y otra el hostigamiento sistemático.
Alguna vez fui a reclamarle a mi papá que mis primos me molestaban y me dijo “eso es porque te quieren, si no te quisieran, no te verían”. No le dio ni una importancia, me lo peloteó.
Hoy eso sería incorrecto, pero lo que he pensado El gatito Adelanto dellibro “Mundos Habitados” Por Roberto Merino a memoria es equivalente a unos aposentos vacíos, confundidos sus planos por las ventanas entreabiertas de los patios, la duplicación de los espejos, los vidrios opacos de las mamparas. Es esto: transparencia y opacidades. Portazos fantasmas, a veces una forma humana inusitada en el patio del fondo con la última luz de la tarde. Los relojes y su insistencia vacía de las medias horas, los campanazos en la noche, percibidos entre varias capas de sueño. Habría que establecer los puntos de succión psicológica de la casa.
Cuando vi al gatito por primera vez también vi por primera vez las baldosas verdes del patio por donde venía caminando, y las tablas del piso del hall, y un mueble y un rincón revestido de madera oscura junto a los cuales pasó.
De rodillas en el suelo, jugando concentrado con un pato xilófono, tuve que darme vuelta bruscamente para seguir la trayectoria de esa persona oscura, totalmente desconocida y muy indiferente, con ojos como bolitas de vidrio y orejas puntiagudas. Mi mamá dijo que era el gatito, que vivía en la casa con nosotros.
La Jueña, que ese día tenía el pelo negro y un delantal a cuadrillé, y estaba cerca, agachada como se hace para mirar guaguas o gatitos, era mi prima y también vivía en la casa con sus padres y hermanos. Sus piernas eran blancas, largas y flacas. Las enredaba. Ella era amable y hablaba desde arriba de sus piernas. (Tengo la sensación de recordar la primera vez que me fijé en algunas cosas, con mi mamá cerca diciendo los nombres. El sol, por ejemplo. Bajo el parrón en el patio de atrás.
Mi mamá me sentó en un piso en uno de los manchones de sol, con un chaleco azul con botones y el pato xilófono —siempre estaba cerca —. Dijo la palabra por primera vez para mí. Después vinieron: los abejorros, la harina tostada, los arbustos). Los primeros árboles en los que me fijé fueron los manzanos de los dibujos de los libros.
Había algo, una imagen, no sé especificar dónde estaba, por el momento es algo flotante, un niño colorín con camisa a cuadros, un conejo con su casa jaula de la que sobresalía el heno y al fondo los manzanos cargados de frutas rojas. Tamborcito y blanco rojo de metal y de cuero, casco militar. En una de las piezas con las puertas abiertas al sol de la mañana, mi primo Pipiano, que duerme ahí me enseña amablemente a hacer el redoble.
Una mañana feliz jugábamos con la Jueña a Bernardo O'Higgins (yo) contra La Bruja (ella). Se trataba de que el otro no lo derribara a uno del sofá, cuyo respaldo era la Cordillera de Los Andes. Me veo gateando frenéticamente sin avanzar mientras mi prima me empuja tratando de tirarme al suelo. Me imaginaba investido de las responsabilidades de Bernardo O'Higgins, en un campo abierto argentino con arcos de merengue celeste y la Virgen del Carmen proyectada sobre las nubes. Es curioso que mi padre no aparezca en mi memoria sino hasta mucho después. Una mañana estaba regando el pasto del fondo y le pregunté cuántos años tenía. Lo recuerdo sujetando la manguera con una camisa verdosa de manga corta diciendo treinta y tres. Padre tardío. Otra mañana, nublada, estaba jugando en la entrada de la casa con un autito rojo, sobre las baldosas de ajedrez, y mi padre tocó el timbre. Vi su silueta difuminada por los vidrios opacos de la mampara. ROBERTO MERINO DICE EN SU LIBRO QUE SE PERCIBÍA SOLO, “COMO LA MAYORÍA D ELOS NIÑOS”, Y QUE SE HABÍA INVENTADO UN PERSONAJE QUE VIVÍA EN SU CASA Y QUE ERA IGUAL A NINO BRAVO. “Uno puede diseñar su destino, pero la memoria familiar siempre está como un lugar al que cuando uno se cansa, regresa”. “Uno tiene terror a ser considerado raro.
Los niños suelen ser muy convencionales, les desespera lo extraño”. es que mi papá estaba atento alos grados (de molestia) y lo que no quería es que aprendiera a victimizarme. - Quería que supieras defenderte. - Como todos los fenómenos, esto es gradual y podía tener razón, que eso fuera una forma de integración como yo era el más chico. A propósito del libro, una prima me llamó muerta de la risa por las bromas pesadas que se hacían en la casa. Pensaba que era cuestión de ella no más, como cuando mi abuelo me regaló al viejo de la carretela.
Uno puede diseñar su destino, pero la memoria familiar siempre está como un lugar al que cuando uno se cansa, regresa, por lo cual es una zona misteriosa donde siempre hay cosas ocultas que indagar. - Hace unos días dijiste que se te olvidó incluir un epígrafe del psicoanalista Wilhelm Stekel: “Todo niño es un pequeño espía”. - Es preciosa esa frase. La tenía anotada y trabajé harto en el armado del libro. Empecé en el año 1996, aunque los textos se perdieron tres veces. Está hecho de anotaciones de épocas distintas. Es difícil darse cuenta porque el libro, como objeto, es mágico: crea una especie de homogeneidad. - El que las páginas estén diagramadas todas iguales, numeradas, a uno como lector lo tranquiliza. - Totalmente. Juan Luis Martínez (“La nueva novela”) me hizo notar ese fenómeno, que nunca aparece lo fragmentario del proceso, lo que actúa, los desagrados, las intenciones. Todo eso queda cubierto por una especie de continuidad. Aparte está lo poco cuidadoso que fui con los textos, los computadores, nunca los respaldé.
Hasta Germán Marín (quien, como editor, firmó el contrato por el libro) me perdió un manuscrito, entonces esta novela apareció en las novedades del año varias veces (ríe). - Marín, aparte de ser también el autor de “El palacio de la risa”, fue secretario de Gabriel García Márquez. ¿Hubo algún asomo de esa memoria en tu proceso? - Él estaba nervioso porque tenía que ir a Argentina a presentar un adelanto del libro. Por tontear le dije que se trataba de un japonés que llegaba a Chile y perdía la memoria. Marín le puso cosas de su cosecha y, según él, los argentinos quedaron interesados. Mi editor actual, Aldo Perán, se asomó al contrato de 2006 (que firmé con Marín), donde figuraba el título “Mundos habitados”. Ni yo me acordaba, pero me pareció adecuado. - ¿ Esantinatura escribir? - Totalmente.
Por eso escribo en los cafés (como el Tavelli del Drugstore, en Providencia, donde es frecuente encontrar al autor). Me da como espanto ver que pasé cinco horas totalmente aislado del mundo, perdido en un ruido interior. Es una culpa, en realidad, de no estar disponible, de la vida retirada.
Hay algo obsceno ahí, (Jorge Luis) Borges (“El Aleph”) decía que no podía entender eso de Fray Luis de León, que era una suerte de sacerdote de las letras, devoto del trabajo, un tipo que recorta el mundo y se concentra en ser escritor. No es mi caso, me distraigo con el fútbol, pasa alguien y saluda, pero para eso usaba unos audífonos apagados.
Un psicólogo me dijo que lo que se buscaba en estos lugares, mientras el resto está en la oficina, trabajando, es la soledad del anonimato, una soledad con compañía distante, donde uno hace autoevaluaciones, repasa su vida, los procesos que hay en el libro. Es crucial saber cómo uno soporta su propia cabeza.
Si escuchas las radios de los taxis, hay un horror al silencio, a la pausa, porque cuando uno queda en silencio, con uno, puede ser estremecedor. - ¿ Crees que la pandemia disparó la locura, cuando en los primeros confinamientos se escuchaba la ciudad en silencio? - Sí, claro. Era muy increíble. Ese recuerdo tiene algo de, aparte del miedo, ver cosas que no se veían, como las formas de las casas, las rutinas de los vecinos, el ruido del edificio, se produce una hiperlucidez, una sensibilidad. Fue de lo más extraño. Los días posteriores al bombardeo a La Moneda pasó algo parecido, uno no podía salir. Recuerdo, cosa que no conté en el libro, la noche del 12 de septiembre hubo balas en mi calle. Parece que había unos tipos desde la cúpula de una iglesia, por los techos, y mi papá puso colchones en las ventanas para intentar aplacar si pasaba algo. Se produjo una gran intimidad, la casa era la protección, un núcleo, un lugar en el mundo, pese a todo.