Autor: El presagio de Mishima
TRAS LA RUTA DE LOS PIRATAS, con sorpresas y presagios
TRAS LA RUTA DE LOS PIRATAS, con sorpresas y presagios Si la primera escala de nuestro itinerario nos dejó en las nubes, llegar a la capital de Bahamas, Nassau, fue algo brusco. En el bullente puerto atracaron a la vez no uno, sino varios cruceros, y muchos miOCEAN CAY. Esta pequeña isla privada de MSC en Bahamas es la viva estampa del edén. NASSAU. Curiosos personajes circulan por el centro. MERCADO. Esta feria artesanal en Nassau reúne a creadores y viajeros. TURCOS Y CAICOS. Esta escala fue una sorpresa no planeada en la ruta. VICTORIANA. La arquitectura de estas casas se mantiene intacta. les de viajeros inundaron las coloridas calles de arquitectura victoriana de este antiguo territorio de ultramar británico que se independizó en 1973. Hoy forma parte de la Commonwealth y se maneja por la izquierda. Lo que explica tal vez las ensordecedoras sirenas de ambulancias, pues muchos turistas arriendan autos. En el centro, que está muy cerca del puerto, destacan iglesias de piedra, bellas casonas patrimoniales, tiendas de diamantes y una feria de artesanías, pero su máxima atracción es el Museo de los Piratas.
Trae al presente los años dorados de la piratería en Bahamas, y evoca las pillerías de bucaneros y corsarios de diversas banderas para quedarse con las riquezas de esta isla, así como ocurrió en todas las del Atlántico norte y el Caribe. Después, siempre caminando, llegamos a la concurrida y festiva playa de Junkanoo. Justamente, toma su nombre de la fiesta tradicional de Bahamas, un carnaval con alegre música local, el TROUVADORE. Frente al faro se hundió en 1841 un barco esclavista. plando el solemne espectáculo del mar desfilando ante nosotros. Competía con los shows musicales a bordo; el veredicto fue complejo. Un mandamiento de los viajes en crucero es tomar solo las escaleras para desplazarse, en este caso, por los dieciséis pisos de la nave. La idea es hacer ejercicio y evitar atochamientos en ascensores, gimnasios y otros espacios comunes.
Solemos también pasar de las tiendas, pero, como buena empresa europea, MSC nos compensó por el cambio de itinerario con una cifra no menor para gastar a bordo; así que se nos fue harto tiempo buscando regalos.
Apenas alcancé a leer una novela corta de Yukio Mishima, Papillon, sobre una cantante de ópera, un amor prohibido y un mar impetuoso, cargado de presagios oscuros. ¿Por qué había traído ese libro? No alcancé a analizarlo, porque el arribo a Gran Turca, la isla principal de Turcos y Caicos, era inminente. Navegaciones y regresos El centro, Cockburn Town, quedaba bastante lejos del puerto y el transporte público era inexistente, así que la mejor opción fue arrendar un carro de golf. También se maneja por la izquierda, pero nuestro carro no tenía el manubrio a la inglesa. A los diez minutos se puso a llover, y con viento, así que no se veía casi nada. Afortunadamente, había poco movimiento en la isla.
La primera vez que pasamos por Cockburn Town no nos dimos cuenta de que esa breve calle, muy linda, con casas de estilo victoriano que dan hacia playas infinitas la mayoría, pequeños y exclusivos hoteles, era el centro de Grand Turk. Luego había un par de tiendas de recuerdos, puestos de artesanía, y después el camino bifurcaba hacia el interior, hacia las salinas. Estas fueron el principal sustento de esta isla antes del turismo. Por cierto, los turcocaiqueños se opusieron a la independencia, prefieren seguir siendo terriPUERTO PLATA. Se recorre en coches de caballos o en descapotables de los años 50. EXCLUSIVO. Hora preferida para nadar en el MSC Seaside: al atardecer. goombay, que proviene de los antiguos esclavos africanos. Queríamos ir más lejos. Una artesana nos indicó dónde tomar un bus local, que por 1,5 dólares recorría Nassau. Fue una experiencia rara, porque en esta isla asociada al lujo, donde circulan limusinas y camiones, el bus era una vieja van destartalada. Iba depositando a los trabajadores en los grandes resorts y condominios instalados en torno a esta carretera de una vía, y todos parecían conocerse. Nos bajamos cerca de un hotel, y logramos posarnos en la playa del lado, bastante vacía e inmaculada. Pasamos el resto del día allí, disfrutando del inaudito color y temperatura de esas aguas. La próxima jornada tocaba día de navegación, que son momentos para descansar, leer, tomar sol y comer sin apuro. Algo muy agradable de este barco es que en el restaurante autoservicio uno podía llevar sus platos a las terrazas aledañas. Desayunamos, almorzamos y cenamos contemSAN FELIPE. Fuerte en Puerto Plata, construido en el siglo XVI. torio de ultramar británico y, culturalmente, comparten mucho con Bahamas. Burros que pastan por doquier aportan exotismo, pero llama la atención el estado de abandono de las casas, tierra adentro, y de sus habitantes. En cambio, el perímetro exterior de la isla resplandece.
Paró de llover y fuimos al extremo norte de la isla, al faro y su parque, donde un cartel menciona el hundimiento frente a su costa, en 1841, del “Trouvadore”, un barco ilegal que transportaba esclavos. Lograron salvarse 192 de ellos, que fueron liberados por Inglaterra, y poblaron Gran Turca. Intentamos conocer los alrededores, pero los caminos llevaban a misteriosas urbanizaciones incompletas ya de una costa más agreste. Nos devolvimos a una de las idílicas playas cercanas al centro, Pillory, hasta que se puso a llover de nuevo y el cielo se volvió tan negro que daba susto. Cuando reapareció algo de sol, fuimos a la playa más recomendada de la isla, la del Gobernador. Contravenía las leyes de toda república insular, puesto que no suelen estar cerca del puerto las mejores playas. Antes de partir, volvimos a Cooktown, y con sol nos pareció más bella aún la calle con sus casas y pequeños negocios, ya cerrados, pues eran casi las cinco de la tarde/ noche. Nuestro carro de golf fue la mejor entretención de esta escala, hasta que de pronto el motor no prendió más. Un risueño turcocaiqueño logró hacerlo partir, sacando aplausos entre los visitantes que quedaban. Como ya penaban las ánimas, reembarcamos. Puerto Plata, en República Dominicana, era la última parada. Resultó tener el más cuidado centro histórico, dispuesto en torno a una plaza, a la española, pero de arquitectura victoriana.
Se llega caminando desde el barco, y cada esquina es más colorida que la otra; luego visitamos la Fortaleza de San Felipe, que data del siglo XVI, y se construyó para defenderse de los feroces piratas y conquistadores de otros países. Tratamos a continuación de ir al teleférico que trepaba hacia las montañas, pero no estaba funcionando. Fuimos, entonces, a conocer parte de su sucesión de playas con un taxista encantador, José Lorenzo Morales, que nos mostró además el lugar donde atracó Cristóbal Colón.
La isla donde llegó el 12 de octubre de 1492 sería Guanahani, en el actual Bahamas, pero acá sostienen que al año levantó la primera villa aquí, cerca de Puerto Plata La Isabela, cuyas ruinas se pueden visitar. Tierra también habitada por el pueblo amerindio taíno.
Hoy, dos cosas sobresalen en esta ciudad: primero, la posibilidad de recorrerla en un descapotable de los años 50, con chofer, cual estrella de rock o magnate de la época de Trujillo (dictador dominicano cuyos últimos años Vargas Llosa evoca en La fiesta del chivo). La segunda, el puerto de turismo: incluye varias piscinas con hamacas, restaurantes, bares, tiendas y juegos de agua estilo Disneylandia. Volvimos al barco para subir a cubierta a ver el atardecer. Nos quedaba un día de navegación y el viaje acababa; había que disfrutarlo. La exposición al sol y ruido había sido suficiente, así que esperamos a que ambos se fueran de las piscinas. Nadamos bajo las estrellas, solos, en silencio. A la mañana siguiente, volvimos a Miami, melancólicos por lo rápido que se fue la semana.
Mas, poco después, el día que regresamos a Chile ocurrió un gran sismo cerca de estas islas, que amenazó con tsunamis en toda la frágil región. ¿Era el presagio del libro de Mishima? Respeto al océano, siempre. Toda belleza extrema es efímera, pero esta vez fue una falsa alarma. Larga vida a los reinos y repúblicas insulares, y a quienes surcan con respeto sus aguas. D. Cuando el plan es viajar en barco, uno propone y el mar dispone. Un inédito sistema frontal en Miami obligó a cambiar el itinerario de navegación del “MSC Seaside”, y fue lo primero que nos informaron al subir a bordo. Nuestra tercera escala no sería Puerto Rico, sino Turcos y Caicos. Bienvenido sea.
Siempre quise ir a esas islas a las que dieron ese extraño nombre, según la leyenda, porque a comienzos del siglo XVIII había muchos piratas otomanos en los océanos y les decían “turcos”. Lo de “caicos” viene de la lengua del pueblo originario, el taíno, y significa “cadena de islas”. Las llamaron así, entonces, para prevenir a los navegantes de no aventurarse por esas aguas: eran nido de piratas. Faltaban cuatro días para llegar, así que tuvimos tiempo de investigar su historia.
La primera escala era Ocean Cay, la isla privada y reserva marina de esta naviera italiana en Bahamas, y si bien había leído bastante sobre el proceso de restauración medioambiental de este lugar que antaño fue usado para fines industriales, el resultado impresiona. Es un ejemplo que contribuye a devolver la esperanza en el futuro del planeta, porque queda claro que el ser humano puede hacer cosas maravillosas cuando quiere. Antes, este cayo de 42 hectáreas parecía una fábrica al aire libre, y hoy llegamos a un pequeño paraíso. Da mucha alegría. Y paz. MSC, a través de su fundación, llevó a cabo un proceso científico y riguroso de restauración de aguas, corales, playas y vegetación, que se extendió de 2017 a 2019.
Tienen en curso además planes de manejo de los ecosistemas, en conjunto con universidades (incluso tres barcos de su flota de 22 funcionan a gas, y su meta es llegar al 2050 con cero emisiones). Esto trajo de vuelta a la fauna autóctona, por lo que no se siente como una “isla artificial”. De hecho, fue donde vimos más animales: una gran iguana, muchos pelícanos, una raya y un tiburón. Sí, y bien cerca.
Al finalizar el día, luego de recorrer las diferentes playas, todas de arenas albas y mar turquesa, fuimos a caminar a una laguna interior formada por una entrada de mar, que era el lugar más protegido de los vientos. Íbamos con el agua ya en las caderas, rumbo a una balsa, cuando vimos su silueta y la aleta blanca desplazándose a gran velocidad hacia el mismo lugar. A esa hora ya no había nadie en la playa, eran las cinco de la tarde, pero aquí oscurecía tipo seis. Quedaba solo una pareja en la balsa y nosotros, atónitos. Nos acercamos a un salvavidas que estaba guardando las últimas reposeras y le preguntamos si eso era un tiburón. Él, sin aspaviento alguno, dijo que sí, pero que ese era “amistoso”. El gran pez carnívoro/amistoso regresó, y se fue otra vez. Curiosamente, varios días después, conversando en el barco con una pareja chilena, nos dimos cuenta de que ellos eran quienes estaban en la balsa. No se enteraron de nada. En estas aguas hay tiburones, aunque pocos atacan. También es importante bañarse con prudencia en playas a mar abierto, igual que en la costa chilena. El respeto al océano es lo primero que se debe aprender al navegar. A pesar del susto, la estadía en este cayo fue reparadora. Extraerse del gentío y de la contaminación visual y auditiva de las urbes es un placer que corrompe.
Una navegación por el Caribe, partiendo del puerto de Miami, nos llevó a lugares recónditos, desde cayos vírgenes a islas urbanizadas y poblados históricos, donde la primera y última lección que aprendimos es a respetar al océano. TEXTOS Y FOTOS: Marilú O