Autor: JOSÉ JOAQUÍN BRUNNER
Columnas de Opinión: Violencia emblemática
Columnas de Opinión: Violencia emblemática La violencia extrema y recurrente dentro o en el entorno de los liceos emblemáticos de Santiago, identificada con la acción de los overoles o mamelucos blancos, es, seguramente, uno de los asuntos más complicados que afectan al sistema escolar. Lleva más de una decena de años encendiendo las alarmas de la agenda pública.
Efectivamente, ya a comienzos de la década pasada probablemente en reacción a la presencia cada vez más difundida de microviolencias individuales y colectivas, física, psicológica y digital, tipo bullying, maltrato y acoso se promulgó la Ley 20.536 sobre violencia escolar (2011). Al final de esta década, sin embargo, las cosas no parecían mejorar.
Una opinión pública entre atemorizada y encrespada facilitó la dictación de la Ley 21.118 (diciembre de 2018), llamada Aula Segura, que fortaleció las facultades de los directores de establecimientos en materias de expulsión y cancelación de matrícula.
El mensaje de dicho proyecto reconocía que “los últimos eventos de violencia ocurridos en algunos establecimientos educacionales del país han llegado a niveles tan graves que la legislación vigente ha sido superada”. Apenas un año más tarde, el 18-O de 2019 y las semanas siguientes, el propio Estado era sobrepasado en las calles y el orden cívico ya no solo escolar se venía abajo impactantemente. En paralelo seguían irrumpiendo los overoles blancos, atrayendo cada vez el foco de atención de los medios de comunicación, especialmente de la TV y las redes sociales. La semana que termina tuvo su dosis de bombas molotov en el entorno del Liceo Lastarria de Providencia.
El más grave de estos sucesos, se recordará, ocurrió en octubre pasado cuando cuatro estudiantes del Internado Nacional Barros Arana (INBA) quedaron en riesgo vital, y más de 30 de sus compañeros heridos, tras la explosión de un artefacto que manipulaban dentro del colegio, mientras se preparaban para una acción violenta en la vía pública.
Frente a estas situaciones, ya casi como un rito, padres y apoderados aparecen divididos; estudiantes y docentes no se hacen responsables; directores de los colegios se manifiestan impotentes y agotados; alcaldes o representantes de los sostenedores condenan vigorosamente la violencia y reciben el apoyo de los vecinos; parlamentarios llaman a conformar una comisión investigadora; el Ministerio de Educación declara no tener la tuición de los colegios involucrados; la prensa se agita y, al final, quedan suspendidas en el aire dos conclusiones. Por un lado, una estela declarativa en favor de mano más y más dura, y sanciones más fuertes. Por el otro, una sensación generalizada de que el problema no tiene solución y que no hay autoridad alguna de cualquier color político que logre detener ni revertir el fenómeno. En el lenguaje de las políticas públicas se califica a este tipo de problemas aparentemente irresolubles como perversos, tóxicos o híper complejos. Y, entre sus características, suele nombrarse una que llama la atención: la forma en que se describen estos problemas condiciona sus posibles soluciones. De allí precisamente la importancia de construir una visión compartida del problema, un diagnóstico de base; única forma para luego poder construir acuerdos en torno a las soluciones. A esta altura, nadie sostiene que estamos frente a algo distinto que a un fenómeno de extrema violencia. Nadie postula que hay aquí una manifestación de protesta, un legítimo rechazo o rebeldía frente a los establecimientos, una expresión de espontánea ira juvenil. Enseguida, dentro del amplio repertorio de la violencia escolar, se acepta que aquella promovida por los overoles blancos tiene características especiales.
Se trata de grupos de encapuchados principalmente estudiantes, según los reportes, pero además algunos jóvenes externos a los colegios que, cubiertos con mamelucos blancos para impedir su identificación, ejecutan “salidas” desde liceos emblemáticos portando y arrojando artefactos incendiarios (bombas molotov en particular) u otros elementos de alto riesgo.
Sus formas predilectas de violencia colectiva combina: i) violencia contra la propiedad (incendio de garitas, buses y mobiliario urbano; daños a accesos y dependencias escolares); ii) violencia interpersonal (agresiones y amenazas a profesores, funcionarios y asistentes de la educación, ocasionales rociamientos con bencina de directores e inspectores) y iii) violencia performativa en el espacio público (barricadas, uso de fuegos artificiales, artefactos incendiarios), donde se ataca símbolos del orden establecido: transporte público, señalética, monumentos, vehículos policiales, cuarteles e iglesias como parte de las estructuras que reproducen la dominación en la sociedad (y por eso generarían “violencia estructural”). De acuerdo con la información disponible, estos grupos son pequeñas redes de individuos (“colectivos”), actúan al margen de los órganos representativos del estudiantado y carecen de identificación con su colegio, situándose fuera de las normas de convivencia de la comunidad escolar. Son anómicos rebeldes que hacen de la acción violenta su ideología, entendida como un sentimiento de destrucción antisistema.
En días pasados, el ministro de Seguridad habló de “una heterogeneidad de organizaciones, muchas de ellas antisistema o anarquistas”. Llama la atención que estos grupos no logren ser identificados con más precisión y continúen actuando; incluso, últimamente, con mayor frecuencia que hace un año. Lo mismo, preocupa la escasa capacidad de reacción de la institucionalidad. Esta última, hay que decirlo, no ha funcionado. Al contrario, deja al descubierto una honda crisis de autoridad al interior de los liceos. Al final de esa cadena de mando fallida, el Estado aparece habiendo perdido en este ámbito el control efectivo de los medios de violencia. Es urgente, por tanto, aguzar el diagnóstico y establecer planes coordinados de recuperación del orden escolar en los liceos emblemáticos y similares. No pueden las autoridades seguir actuando como de costumbre, sin dimensionar la emergencia, descoordinadamente y repitiendo las mismas fórmulas fracasadas una y otra vez. No vaya a ser que llegue el momento en que una nueva autoridad decida intervenir expeditamente, con la fuerza y sin miramiento por reglas deliberativas y el juego habitual de la política democrática. Todo esto, además, con el beneplácito popular. A esta altura, nadie sostiene que estamos frente a algo distinto que a un fenómeno de extrema violencia.
Nadie postula que hay aquí una manifestación de protesta, un legítimo rechazo o rebeldía frente a los establecimientos, una expresión de espontánea ira juvenil.. N La violencia extrema y recurrente dentro o en el entorno de los liceos emblemáticos de Santiago, identificada con la acción de los overoles o mamelucos blancos, es, seguramente, uno de los asuntos más complicados que afectan al sistema escolar. Lleva más de una decena de años encendiendo las alarmas de la agenda pública. OPINIÓN A esta altura, nadie sostiene que estamos frente a algo distinto que a un fenómeno de extrema violencia. Nadie postula que hay aquí una manifestación de protesta, un legítimo rechazo o rebeldía frente a los establecimientos, una expresión de espontánea ira juvenil.