Entre Harvard y Chile: Universidad pública, pensamiento crítico y la avanzada libertaria
Entre Harvard y Chile: Universidad pública, pensamiento crítico y la avanzada libertaria Ezequiel Martínez Rojas Vicerrector de Investigación e Innovación de la UNAP civiles como coartada para ejercer coerción política. La paradoja que se despliega es particularmente reveladora.
Mientras se acusa a las universidades de adoctrinar, se erige desde el Ejecutivo una lógica monolítica del pensamiento que, lejos de resguardar la neutralidad, pretende disciplinar el debate académico e imponer un marco de obediencia doctrinaria. Esta no es una anomalía del populismo contemporáneo, sino la expresión coherente de una racionalidad autoritaria que concibe el pensamiento crítico como una amenaza y la autonomía institucional como un privilegio incómodo. En este contexto, la libertad académica deja de ser un derecho constitutivo de la vida universitaria para ser interpretada como una licencia disruptiva, susceptible de ser contenida o suprimida en nombre del orden.
Lo que está en disputa, por tanto, no se limita a un conflicto entre figuras o instituciones, sino que remite a la propia posibilidad de preservar un espacio social donde el pensamiento conserve su potencia emancipadora, su capacidad de interrogar lo establecido y de formar conciencia crítica en el seno de una sociedad democrática.
El caso de Harvard, por su visibilidad global, se erige en signo de época: lo que allí se juega trasciende los márgenes de una disputa local y coloca en el centro del debate contemporáneo la vigencia de la universidad moderna como garante de la razón pública y del conocimiento como bien común. Chile no permanece al margen de esta deriva. En la antesala de una contienda presidencial cruzada por el ascenso discursivo de las ideas libertarias más radicalizadas, los ecos de esta confrontación encuentran expresión concreta y preocupante.
La fascinación que ciertos candidatos y sectores políticos exhiben por figuras como Trump o Milei no es solo un guiño retórico, sino la articulación de un programa que busca redefinir, desde sus fundamentos, la relación entre Estado, sociedad y conocimiento.
En esa matriz, la universidad pública se convierte en blanco de deslegitimación, retratada como un enclave ideológico capturado por intereses “estatistas” o “progresistas”, cuando en realidad representa una de las pocas instituciones capaces de ejercer una crítica sustantiva al modelo económico y cultural dominante.
La retórica libertaria que alimenta este proyecto se sostiene en consignas eficaces pero profundamente reduccionistas: denuncia la “casta”, el “estatismo” y la supuesta inutilidad de los saberes no mercantiles, para promover una visión de la universidad como empresa de servicios, como centro de formación laboral subordinado a las demandas del mercado. En ese marco, las humanidades, las los estudios ciencias sociales, críticos o el pensamiento situado aparecen como residuos ideológicos que deben ser eliminados en favor de una supuesta neutralidad tecnocrática. Pero esa pretendida neutralidad es, en sí misma, una operación política: encubre el desmantelamiento de la función crítica de la universidad y la convierte en una herramienta de reproducción del statu quo. Desde esta perspectiva, lo que se observa no es una crítica legítima al funcionamiento de las universidades públicas, sino un intento deliberado por vaciarlas de contenido transformador.
La ofensiva libertaria no solo apunta al desfinanciamiento o a la privatización encubierta de la educación superior, sino a reconfigurar su horizonte epistemológico: sustituir el pensamiento crítico por la competencia individual, el saber situado por la eficiencia instrumental, la justicia social por la rentabilidad. En este escenario, la Universidad Arturo Prat, como otras univerregionales, sidades estatales representa una alternativa decididamente incómoda para el ideario libertario.
Su apuesta por un modelo de desarrollo educativo vinculado a los territorios, comprometido con la inclusión social y con el reconocimiento de saberes locales, interpela directamente las lógicas del extractivismo, la mercantilización del conocimiento y el elitismo académico. Esta apuesta no es solo programática, sino epistémica y política: propone pensar desde los márgenes, desde las zonas silenciadas del conocimiento, desde la pluralidad cultural y geográfica de nuestro país. Frente a ello, el avance de candidaturas que abrazan sin ambigüedades las ideas de Milei o Trump debe ser interpretado como una advertencia. Lo que se pretende no es solo reordenar el sistema universitario, sino redefinir el proyecto de sociedad: la universidad como eliminar espacio público deliberativo y convertirla en un engranaje funcional a los intereses del mercado. Ya no se trata de formar ciudadanos y ciudadanas, sino operadoras y operadores; ya no de pensar lo común, sino de reproducir lo dado. Defender la universidad pública en este contexto es una urgencia política. No se trata de preservar un patrimonio del pasado, sino de afirmar una visión del futuro.
Significa reivindicar la autonomía como condición de posibilidad del pensamiento libre, rechazar la subordinación ideológica del conocimiento, y asumir que la universidad es, antes que todo, una institución republicana que custodia y proyecta los valores de la deliberación crítica, la inclusión y la democracia. La historia ofrece lecciones claras: allí donde las universidades fueron silenciadas, las democracias se erosionaron. Por ello, el desafío actual exige coraje intelectual y compromiso cívico. No basta con resistir: es necesario articular un horizonte propositivo, capaz de movilizar a la comunidad académica, a los territorios, a la ciudadanía. Las recientes movilizaciones en Argentina y la digna postura de Harvard frente al poder político la universidad reafirman que sigue siendo una trinchera fundamental del pensamiento libre. En Chile aún estamos a tiempo. Pero el tiempo es ahora.
La universidad pública, aunque tensionada y frágil, permanece como uno de los últimos espacios de lo común, y en consecuencia, defenderla no es un gesto académico: es la posibilidad de sostener una democracia lúcida, plural y activa.
El reciente enfrentamiento entre la Universidad de Harvard y la administración del Presidente Donald Trump constituye un punto de inflexión inquietante y sintomático en las históricas, y siempre tensas, relaciones entre el poder político y las instituciones universitarias.
Más que una controversia acotada a las protestas propalestinas o a las acusaciones de antisemitismo, el episodio revela una tendencia más profunda: la ofensiva estructural contra la universidad como espacio de deliberación crítica, pluralismo epistémico y producción autónoma de conocimiento.
La amenaza de Trump de congelar más de dos mil millones de dólares en fondos federales a Harvard, amparándose en la existencia de un supuesto “ambiente hostil” hacia estudiantes judíos, constituye un gesto inédito tanto por su magnitud como por su carga simbólica: un intento explícito de subordinar la libertad académica a un alineamiento ideológico con el poder, instrumentalizando los derechos.