COLUMNAS DE OPINIÓN: Un proyecto peligroso
COLUMNAS DE OPINIÓN: Un proyecto peligroso Con todo, ese tiempo tampoco fue suficiente. Esta semana, el Consejo Fiscal Autónomo advirtió que el nuevo sistema (FES) está construido sobre algunas premisas más que discutibles. Recordemos los aspectos centrales del proyecto. Bajo el nuevo sistema, los egresados que se hayan acogido a él deberán pagar durante veinte años un porcentaje de sus ingresos en retribución, y ese pago se hará vía declaración de impuestos. Al mismo tiempo, las universidades no podrán cobrar un copago a los nueve primeros deciles, y el precio será determinado por el Estado.
La idea es evitar el déficit del crédito actual (déficit promovido por... quienes prometieron condonarlo). Sin embargo, el Consejo Fiscal Autónomo sostiene que este entramado posee varios supuestos dudosos, lo que naturalmente atenúa el argumento central (bajar la presión fiscal). En cualquier caso, el problema no es solo de números, y las derechas harían bien en comprenderlo. El nuevo sistema propuesto por el Gobierno adolece --al menos-de dos dificultades muy serias. La primera es que los egresados deberán pagar un monto que no se condice con el costo de la carrera cursada. De hecho, las personas podrían terminar pagando varias veces el valor de sus estudios. Para llamar las cosas por su nombre, esto supone aumentar fuertemente los impuestos sobre un solo segmento, sin justificación alguna.
En el fondo, se trata de un impuesto dirigido a un grupo específico, que cargará con una mochila más pesada que la del resto (¿ por qué no habría de pagar también un egresado con gratuidad que haya tenido buen retorno?). La solución a este problema es tan fácil como intragable para el Gobierno: un crédito blando (con garantía de pago). Mientras el Ejecutivo no se allane a considerar esta posibilidad, o dé buenos argumentos para descartarla, podemos dudar de sus intenciones. Esto se vincula con la segunda dificultad del nuevo sistema, que guarda relación con los efectos sobre el sistema universitario. En rigor, la propuesta oficialista busca adquirir mayor control sobre las instituciones, a través de un mecanismo tan viejo como el hilo negro: el control de los precios. En este sentido, el FES radicaliza la lógica de la gratuidad: el Estado (o, más bien, el burócrata de turno) estará encargado de determinar los ingresos de instituciones tan complejas como diversas. Desde luego, esto deja a la educación superior sometida al vaivén de factores cuando menos inciertos. Por de pronto, las instituciones deberán entrar a competir con otras prioridades sociales, para obtener fondos que les permitan realizar su labor.
Por mencionar un ejemplo, ¿cómo sostendremos la investigación de alto nivel si su financiamiento debe entrar en esa dinámica? Además, ¿es razonable que las universidades deban entrar en una contienda política para que Hacienda les asigne más recursos? ¿ No hay bienes valiosos que corren riegos en ese escenario? Como fuere, el hecho es que, en la pugna por los recursos escasos, el Estado asume un poder indebido respecto de instituciones que requieren autonomía para cumplir con sus fines. El caso de Estados Unidos es un buen revelador de las ambigüedades implícitas en la idea: si las universidades se vuelven incómodas para el poder, ya sabemos lo que ocurrirá. Sería cuando menos curioso que un gobierno, sin energías ni unidad interna, lograra aprobar un proyecto con problemas estructurales del calado que hemos mencionado. Permitir que este proyecto siga avanzando no solo equivale a regalarle un triunfo a una administración agónica, sino que también implica amenazar directamente la autonomía y el funcionamiento de las universidades chilenas. No es poco. n Quedan pocos meses para que finalice el período del Gobierno, y supongo que sus partidarios están algo decepcionados. En efecto, las promesas grandilocuentes, los sueños de transformaciones profundas y los anhelos de construir un nuevo país, todo eso quedó atrás: la nueva izquierda ha debido conformarse con administrar la realidad que tanto despreció. Sin embargo, en el oficialismo subsiste una luz de esperanza: terminar con el CAE. Si se quiere, se trata de la última bala, del gol del honor: es la promesa imposible de abandonar. Si algo de energía aún posee la actual administración, será destinada a este objetivo. Frente a él, palidecen la crisis de educación escolar, la primera infancia, los problemas en salud, y tantas --tantas-otras urgencias. Esto explica que la fracasada campaña de Gonzalo Winter haya recurrido al CAE para tratar de animar a los suyos: fue un esfuerzo postrero por recuperar la épica perdida. Si algo une a la generación que gobierna, es esta convicción: el crédito de Lagos es la bestia negra de los treinta años. Ahora bien, al mismo tiempo debe decirse que el esfuerzo por reemplazar el CAE constituye un buen resumen de los problemas estructurales de la administración. En primer término, porque --a pesar de ser prioridad absoluta-su envío al Congreso fue anunciado por el Presidente Boric recién en octubre de 2024. El motivo no es difícil de suponer: aunque la promesa electoral era la de condonar el crédito, el ministro Marcel fijó exigencias que demoraron la elaboración del proyecto. En términos simples: la ausencia de un trabajo previo, más allá de las consignas callejeras, acortó drásticamente los tiempos.
Un proyecto peligroso DANIEL MANSUY Permitir que este proyecto (que crea el FES) siga avanzando no solo equivale a regalarle un triunfo a una administración agónica, sino que también implica amenazar directamente la autonomía y el funcionamiento de las universidades chilenas. No es poco. OPI NIÓN.