Autor: POR Sofía Beuchat. FOTO: Sergio Alfonso López.
Catalina Droppelmann “El delito de la mujer es muy castigado porque es contraintuitivo”
¿ QUÉ LLEVA A LOS JÓVENES A COMETER DELITOS Y, TAMBIÉN, A DEJAR DE HACERLO? ES LA PREGUNTA QUE MARCA EL TRABAJO DE ESTA PSICÓLOGA DOCTORADA EN CRIMINOLOGÍA POR LA U DE CAMBRIDGE Y DIRECTORA DEL CENTRO DE ESTUDIOS JUSTICIA Y SOCIEDAD DE LA UC. EL PROCESO PARA DEDICADOS AL DELITO ES MÁS LAS MUJERES, ESPECIALMENTE EN ENTORNOS VULNERABLES, ADVIERTE.
Ecién comenzaba la reforma procesal penal cuando la psicóloga Catalina Droppelmann —reconocida en 2022 entre las 100 mujeres líderes de Chile por El Mercurio y Mujeres Empresarias— pasaba sus días en el Hospital Psiquiátrico del Salvador, en Valparaíso. Interesada en los cruces entre justicia, salud mental y entorno social, atendía a personas infractoras de la ley.
Quería saber qué las hacía caer en el mundo del delito, pero sobre todo qué podía ayudarlas a salir de él, Hoy, Catalina es directora ejecutiva del Centro de Estudios Justicia y Sociedad de la UC, tiene un Ph.D.
En Criminología por la Universidad de Cambridge y un libro publicado, por ahora, solo en Inglaterra (Transitions out of Crime: New Approaches on Desistance in Late Adolescence”, Routledge, 2022). En sus páginas se registra su CRIMINÓLOGA: “Para que una persona joven deje de delinquir, se tiene que instalar una pregunta clave: ¿ qué tipo de persona quiero ser? No qué está bien y qué está mal, sino qué quiero ser”. investigación, realizada entre 2012 y 2015, en torno a 320 jóvenes infractores de la ley en Chile, con foco en las comunas de menores ingresos de Santiago.
El 80% de ellos había cometido delitos contra la propiedad, que son los que más se llevan a cabo en Chile. —Siempre me llamaron la atención las cárceles, los hospitales psiquiátricos, lugares donde están confinadas las personas más excluidas. Yo había entendido, y me queda mucho más claro trabajando con estas poblaciones, que los determinantes sociales del delito son lo más importante —dice en su oficina en el Campus San Joaquín. Según explica, los jóvenes que caen en la delincuencia siguen un patrón común.
La curva comienza alrededor de los 12 años, con las primeras infracciones a la ley; tiene su peak entre los 17 y los 21 años y después comienza a disminuir hasta que, a las 28 años, el 85% de quienes comenzaron a cometer delitos en la infancia o la adolescencia deja naturalmente de hacerlo. ¿Por qué? Porque alrededor de los 21 años el cerebro alcanza la madurez psicosocial, asentando las capacidades de planificar y pensar a futuro. También porque a esa edad se da el inicio de la vida laboral y aumenta la participación social, política y comunitaria de las personas y, con ello, la aceptación de las normas. Con todo, Catalina advierte que el surgimiento de la narcocultura podría estar cambiando un poco este modelo.
Y, además, podría aumentar la participación de mujeres en el mundo delictual, que hasta las últimas cifras disponibles (2021) se mantenía más bien baja: a nivel global, no son más del 10% de la población penal. En Chile la cifra oscila entre el 7 y el 8%; el 43% de ellas está presa por delitos relacionados con la ley de drogas y el 83% es madre.
El proceso de dejar atrás el delito, que en criminología se conoce como desistimiento, tiene tres etapas: la primera es dejar de delinquir, o sea, que se produzca un cambio conductual; la segunda es identitaria e implica no seguir viéndose como alguien que infringe la ley, y un tercer elemento, el más difícil, es que la sociedad reconozca el cambio.
En todas estas etapas, advierte Catalina, “están profundamente ancladas las nociones y expectativas relacionadas con el género”. Por eso, el proceso es mucho más complejo para las mujeres, especialmente en entornos vulnerables. —Lo que vimos en nuestro estudio es que las chicas, a diferencia de los hombres, eran más conscientes de su dificultad para resistir las tentaciones del delito —explica—. Vivían el proceso encerradas, hasta 7 meses sin salir ni un solo día.
Su narrativa era: si salgo, me voy a olvidar de que soy mamá, me voy a lanzar a la droga, me voy a volver loca y no voy a volver nunca más, Lo que vimos en los hombres era distinto.
Para ellos el tema era manejar heroicamente su capacidad de resistir: yo paro cuando quiero, a mí nadie me dice lo que tengo que hacer. —¿ Cuánto pesan en esto los estereotipos de género? —Los hombres en general evitan la etiqueta, como diciendo “igual tengo partes buenas”, “siempre fui buen padre” o “buen vecino”. Esas “partes buenas” son lo que ancla su transición hacia dejar el delito. En cambio, en el caso de las mujeres hay una doble transgresión: el delito mismo, que es una transgresión a las normas, y la transgresión simbólica, a lo que se espera de una mujer.
Para la sociedad, el delito de la mujer es muy castigado porque es contraintuitivo. —¿ De dónde viene esa diferencia? —De la culpa por no cumplir con los roles de género socialmente aceptados, por ejemplo defraudando a los padres o con hijos en un centro de protección. Es tan difícil para ellas darle un sentido a su pasado que lo reniegan. Sus transiciones son muy rápidas y hacia la ética del cuidado, en la esfera de lo doméstico. No hay muchos roles de otro tipo disponibles para ellas: siempre es cuidar a otros, cocinar... —Según las cifras, las mujeres cometen menos delitos y menos graves.
Se podría pensar que su proceso de desistimiento sería más fácil que el de los hombres. —Es al revés, porque muchas veces se quedan atrapadas en vidas muy vacías, y las oportunidades para delinquir aparecen como una puerta para salir de ese destino asociado al género. Muchos hombres pasan una etapa de involucrarse en situaciones pseudo-ilegales que les hacen más fácil la transición. Por ejemplo, dejan de robar, pero se meten a trabajar en una disco ilegal. Las transiciones radicales son complejas de mantener, porque tienes que transicionar hacia algo, y en las mujeres ese algo no está construido, más allá de estar en la casa.
Incluso la oferta de reinserción laboral para ellas es estereotipada: hay manicure, embellecimiento de la mirada, cocina. —¿ Por qué no les ofrecen otro tipo de opciones? —Cuando preguntas por qué no hacen una oferta, por ejemplo, de soldadura, que sería perfecto porque rápidamente ganan buena plata, te dicen: es que las chiquillas no piden eso. Hay una acomodación marcada por una estructura muy patriarcal. Cuando les preguntaba qué querían ser, para qué eran buenas, sus respuestas eran siempre sobre la casa y sobre cuidar a otros. En cambio, al hablar de su pasado delictual, decían que nunca se habían sentido más respetadas, más autoeficaces y más con el control de sus propias vidas que cuando robaban. Ahí descubrían, por ejemplo, que eran buenas para planificar, porque muchas veces las mujeres asumen roles de organización en las bandas delictuales.
La evidencia que maneja Catalina Droppelmann muestra que las mujeres que cometen delitos han tenido, en mayor proporción que los hombres delincuentes, historias de abuso o violencia: las cifras oscilan entre el 60 y el 70%. En ellas, las experiencias de victimización son un correlato importante. —Muchas veces estas historias traumáticas hacen que ellas no puedan establecer vínculos estables, o que terminen en situación de calle y que eso las lleve al consumo de droga, a las conductas delictuales o la prostitución. También se da una normalización de conductas equivocadas, porque siguen vinculándose con entornos violentos, con parejas que también las violentan.
El círculo de la violencia es muy difícil de romper cuando hay historias tempranas de violencia, —¿ Eso es diferente en el caso de los hombres? —Ellos también viven historias de violencia, pero la proporción es menor: llega a un 40%. En su caso, lo que más suele haber son experiencias de negligencia parental.
El hecho de ser papá, cuenta la criminóloga, ayuda a los hombres a dejar de cometer delitos solo cuando hay un vínculo real con los hijos, algo que buscan cada vez más, en la medida que crece la valoración social del rol de padre.
En las mujeres, ser madre no es siempre un factor protector. —En su caso, se da un ciclo vicioso —advierte la psicóloga—. A muchas pueden negarles el cuidado de sus hijos por su historia delictiva, y eso las hace desistir. Pero a veces no pueden dejar de delinquir en términos absolutos, por la necesidad de proveer para sus hijos. No cometen delitos graves, pero siguen siendo, por ejemplo, mecheras.
Lo hacen mucho para Navidad y los cumpleaños de los hijos, para darles regalos. —ó La cultura de consumo incide en estas trayectorias delictuales?—Estamos en una sociedad donde soy valorado en tanto consumo y muestro la compra. Es el caso de los chiquillos que se pasean con el auto robado por la población: hablan de tapizarse para referirse a la ropa, a las joyas. También muchas mujeres comienzan a delinquir en la adolescencia por una necesidad de ropa, de productos de belleza. Roban, reducen las especies y después se van al mall porque esa experiencia les da satisfacción; es la fantasía de caminar por el mall con las bolsas llenas. Esta conducta está asociada al embellecerse. En ciertos grupos más desaventajados, la belleza es su único capital, porque no tienen capital social, ni cultural. Sienten que es lo único que tienen disponible para explotar. —El cuerpo, no la cabeza. —Es lo que pueden poner en el mercado: la imagen y el estatus que te da. Con los noticiarios llenos de noticias sobre portonazos, encerronas y asaltos, pareciera que para muchos los valores tradicionales, como el ser honesto, han perdido influencia. Pero, según Catalina, esto no es del todo cierto. Lo explica así: —La teoría dice que en quienes dejan la vida delictual hay una transición hacia una moral más convencional. Pero un hallazgo súper importante de mi estudio fue que quienes se mantenían delinquiendo no eran radicalmente distintos desde lo moral que quienes desistían. Estas personas podían tener conductas súper morales con sus hijos, sus cercanos, sus vecinos. Podían sentir generosidad, empatía, y seguir delinquiendo. No veían ninguna disociación en eso.
Justificaban el delito con frases como “pero si igual soy buen padre”. Piensan: ¿ qué importa que le robe la cartera a la vieja cuica en el mal? Igual tiene plata, no le va a afectar. ¿Qué importa que me lleve el auto, si lo tienen asegurado? Esta estrategia ya es parte de la cultura. Por otro lado, muchos relatos hablan también de que hay ciertos códigos.
Por ejemplo: “yo robo, pero no hago daño”. —Eso parece estar cambiando, dado el nivel de violencia que se está viendo y el surgimiento de delitos como el sicariato. —Lo que hemos podido pesquisar en nuestro centro es que hay una tendencia hacia más violencia y un mayor uso de armas en la comisión de delitos. Pero es algo que hay que estudiar, porque las estadísticas tienen cierto rezago. También hay que ver qué significado está teniendo la violencia en los jóvenes, que probablemente puede ser distinto de lo que yo vi, cuando el ídolo era el lanza internacional.
Suponemos que hay una mayor penetración del crimen organizado, que tiene otras lógicas. —En este escenario, muchos apuntan a los inmigrantes. ¿Qué evidencia hay al respecto? hay datos que nos permitan concluir que las personas migrantes cometen más delitos o que expliquen el aumento de la violencia en la comisión de delitos.
Lo que sí sabemos es que solo el 7% de los adolescentes condenados por el sistema de justicia juvenil son migrantes y que por razones obvias hay una mayor concentración de estos casos en la zona norte.
Hemos visto que los delitos cometidos por jóvenes migrantes son menos violentos que los cometidos por jóvenes chilenos, pero los equipos que trabajan con ellos tienen la creencia de que son más violentos y más complejos de intervenir; por eso, el año pasado estuvimos diagnosticando la situación de estos jóvenes y generando estrategias para trabajar de una manera intercultural.
Droppelmann aclara que con los recursos y tecnologías disponibles hoy no es posible saber qué proporción de los migrantes que llegan al país participa en hechos delictuales. —Muchos piden más “mano dura”. A la luz de los estudios que conoce, ¿cuál es su opinión al respecto? —Hay grandes temores en la sociedad, que despiertan ese clamor por un endurecimiento de las penas.
Pero lo que yo he investigado, en el caso de los adolescentes, es que si tú encarcelas a los que delinquen entre los 16 y 21 años, justo en su transición hacia el desistimiento, es muy probable que bloquees ese proceso.
Por eso, dice, los organismos internacionales y las convenciones relacionadas con el interés superior del niño apuntan a que la pena privativa de libertad tiene que ser el último recurso. —Se deben promover medidas alternativas al encarcelamiento. Estas no son, como la gente tiende a pensar, un perdonazo. Bien implementadas, tienen un delegado que acompaña y también controla el cumplimiento de la sanción. Puedes incluir programas de inserción laboral, de rehabilitación de drogas, lo que sea acorde a la persona y favorezca un proceso de reinserción.
La cárcel, en cambio, tiene efectos criminógenos; genera y profundiza situaciones de exclusión social, rompe los vínculos. —El proceso de desistimiento, ¿es similar al de las adicciones? —Hay que entender el consumo de drogas como una enfermedad crónica; es complejo dejar atrás el consumo.
Por eso se pasó de trabajar con un enfoque que se basaba en “la droga es mala, no consumas”, a uno de reducción de daño, donde se espera que las personas dejen paulatinamente de consumir, y pasar de drogas duras a drogas blandas ya se considera un éxito terapéutico. Esa idea, en el mundo del delito, es súper difícil de incorporar, porque la delincuencia genera daños sociales. Pero muchas veces las personas, cuando dejan de delinquir, lo hacen de manera paulatina y eso genera cambios importantes.
Según Catalina Droppelmann, este proceso dura en promedio unos tres años, cuando por lo general los jóvenes entran y salen del delito. —Les da mucha ganancia, no solamente en términos económicos: es una instancia para ejercer control, el poder, para tener experiencias de movilidad social y construir una identidad. Dejar de delinquir es una pérdida importante. Lo entienden como un duelo. —Si estuviera en sus manos, ¿qué cambiaría para que más delincuentes pudieran dejar atrás esa vida? —La delincuencia está presente incluso en las sociedades más avanzadas. En Chile, quizás lo que más urge es que el Estado se haga presente, tanto a través de la policía como de los mecanismos de protección social.
Hay temas estructurales que tienen que ver con derribar las desigualdades que se asocian con la marginalidad y la falta de oportunidades: mejorar el acceso a mecanismos de protección social, desarrollar más programas de prevención y, en el caso de las mujeres, avanzar en el tema de los cuidados.
Pero finalmente, para que una persona joven deje de delinquir, se tiene que instalar una pregunta clave: ¿ qué tipo de persona quiero ser? No qué está bien y qué está mal, sino qué quiero ser, y qué hace —o no— una persona como la que yo quiero ser. M