Crónica de una familia EXPULSADA DEL CERRO CHUÑO
Crónica de una familia EXPULSADA DEL CERRO CHUÑO Ya en el cerro Chuño, la familia Hernández Herrera notó que era frecuente que por el sector transitaran vehículos que iban a botar cachureos a los terrenos baldíos de la parte alta, por lo que un día la pareja decidió seguirlos para ver qué era lo que desechaban. Al escarbar se sorprendieron. Acá la gente bota cosas buenas, que se pueden arreglar, que se pueden vender y sacar provecho dice la madre, contando que entre los objetos suelen hallar equipos tecnológicos, como celulares. Nosotros vimos que si se lavaban quedaban como nuevos y lo empezamos a hacer.
Esto, sostiene, le permitió dejar de tener que bajar a la ciudad para trabajar como ambulante, pues pudo quedarse en casa vendiendo en el mismo barrio lo que recogía junto a su marido y estar pendiente de sus hijos. Es que ellos querían estar mucho en la calle, porque eso era puro juego dice Yaniree. Pero a mí no me daba confianza. La mujer cuenta que en el sector abundaban el alcohol, las drogas, las fiestas y las personas armadas.
Su hija Yannielys, la mayor de cuatro hermanos, admite que vivir así era muy difícil para un niño: “A veces sentía miedo por la delincuencia... En la noche se ponía peligroso”. Su madre asiente y recuerda que todo empeoró cuando empezaron a aparecer cuerpos al interior de la toma. Entre los vecinos entonces se hablaba. Decían: “Pasó esto, mataron a fulano ahí” reproduce.
Y yo pensaba, “no, ya con esto de que están matando a la gente aquí, que están robando, es que van a tumbar las casas”. ARERREHZEDNÁNREHAILIMAF En Chile hay 1.428 campamentos en los que viven 120 mil familias, de acuerdo con el último catastro de la Fundación Techo, que precisa que el 24% de sus habitantes son menores de edad. Según su informe, entre 2023 y 2025 se cerraron 346 tomas, de las que menos de un tercio se hizo porque sus residentes recibieron una solución habitacional formal. El 70% restante fueron porque en ellas se realizaron desalojos, traslados o, simplemente, hubo migración entre asentamientos.
Cuando se ejecutó el desalojo en Chuño, en noviembre del año pasado, el Ministerio de Bienes Nacionales, la delegación regional y la Fiscalía aseguraron que la demolición de las 3,7 hectáreas se planificó “durante varios meses”. Esto contrasta con lo observado en terreno por la ONG World Vision y la Defensoría de la Niñez, quienes acusan que en la diligencia no se veló por el resguardo y la integridad de los cerca de 300 niños y adolescentes que vivían ahí, dejándolos en el desamparo y, a muchos, en la calle.
Los niños se encontraban saliendo de clases, entonces no había una oferta desde la institucionalidad ni del Estado para la protección a esa infancia critica Stephanie Coscing, ariqueña y coordinadora nacional de proyectos especiales de World Vision Chile. El desalojo fue de gran impacto, con una gran cantidad de niños que necesitaban asistencia en elementos básicos, como agua potable, alimentación, atención en salud nosotros pasamos de atender 70 a alrededor de 200.
Con 40 años de trabajo en el país, desde 2019 que el foco de la organización en la macrozona norte está puesto en la crisis humanitaria desatada por las migraciones y, especialmente, su impacto en la infancia.
Sostienen que en este desalojo ni siquiera se consideraron inicialmente albergues para proteger a los desplazados, lo que para Coscing resulta más grave si se considera que se trata de un sitio en que existe crimen organizado. “Se expuso a las familias y a las infancias que no tenían ningún involucramiento con la delincuencia”, critica la encargada. “Estos niños quedaron en la más absoluta indefensión”, coincide el Defensor de la Niñez, Anuar Quesille, quien añade que existe una “falla estructural en la política pública” en la realización de estos procesos.
A su juicio, en muchos de ellos, el Estado falta a las leyes y convenciones internacionales de protección a la infancia que el país se ha comprometido a cumplir; y advierte que este mismo marco jurídico reconoce a los niños migrantes como “un grupo que requiere protección reforzada”, pues, “cuando hay una afectación en ellos los problemas se agudizan” por las condiciones en que han vivido. Nosotros hemos conversado con los niños, niñas y adolescentes para saber qué sienten ante estos despojos cuenta el abogado. Y nos manifiestan que les producen sentimientos de rabia, de frustración ante las instituciones, tanto por el hecho como por las consecuencias de los procedimientos. Durante el desalojo en el cerro, los dos hijos mayores de Yaniree sufrieron el robo de sus útiles escolares, por lo que dejaron de asistir a clases y quedaron finalmente repitiendo de curso.
La familia quedó en la calle, aunque una persona les facilitó un terreno en una parcela cercana donde con algunas tablas levantaron una pieza en que caben solo las camas del matrimonio y los cuatro niños, que tienen entre 12 y 1 año. Así viven hoy.
Por suerte para los Hernández Herrera, el clima ariqueño es benigno y pueden hacer gran parte de la vida en un pequeño patio en el que instalaron la cocinilla, habilitaron un lugar para comer y taparon un espacio que otorga algo de privacidad y opera a modo de baño. En él se lavan y hacen sus necesidades dentro de bolsas.
Yaniree y su marido siguen dedicados a la recolección y venta de enseres, y si bien afirman que la competencia en el rubro aumentó, cuentan que les alcanzó para comprarse un “camioncito” que usan para transportar lo que encuentran y que con lo que consiguen pueden, por ahora, subsistir. Sus cuatro hijos, en tanto, están en el colegio y en jardines infantiles y su madre evita que se la pasen en la calle para no exponerlos a la delincuencia.
“Se lo pasan encerraditos”, dice ella, que a su vez lamenta que muchos de quienes cometen delitos en el sector sean compatriotas suyos, pues “por culpa de ellos después lo pagamos todo a todos nos meten en el mismo saco”. Sin desconocer la existencia del problema, tanto en World Vision como en la Defensoría de la Niñez y en Techo coinciden en su temor a que durante la campaña presidencial y parlamentaria de este año se haga una asociación entre delincuencia, migración y campamentos, lo que podría derivar en posturas extremas que terminen afectando los derechos y el vivir de las personas honradas, que, insisten desde las tres entidades, son la amplia mayoría. Yeniree admite que si debe seguir viviendo en el cerro Chuño ella preferiría regresar a Venezuela.
Saca cuentas y calcula que si vendieran el vehículo les alcanzaría para el viaje y asentarse en su natal San Carlos, pero luego recula cuando piensa en que sus niños allá no tendrían la atención de salud ni la educación a la que pueden acceder en Chile.
“En Venezuela, las escuelas no dan clases porque no les pagan a los profesores”, afirma la madre, quien entonces se resigna y comenta que su meta inmediata es reunir el dinero para comprar materiales y pagarle a alguien para que construya un segundo piso y habilitar dos habitaciones. “Es que la niña se siente incómoda”, dice. Su hija Yennielys asiente y explica que le gustaría tener una casa grande, pero no en Chuño, sino que en un lugar en que no deban comprar agua y la tierra no esté contaminada.
Le gustaría que ese lugar fuera Venezuela, en la casa de su abuela, a la que extraña, y donde abundan los pollitos y los árboles. venezolanos, oriundos de la ciudad de San Carlos, en el estado de Cojedes, una zona que se caracteriza por sus amplias llanuras y bosques. Por la crisis social y económica en su país decidieron emigrar. Llegaron a Chile en 2021.
AELOREIVAJOCSICNARF Una familia venezolana en situación irregular cuenta el traumático desalojo que vivieron hace unos meses, en el cerro Chuño de Arica, un sitio contaminado que se convirtió en base de operaciones de un brazo armado del Tren de Aragua, Los Gallegos.
Los Hernández Herrera relatan el drama de convivir con la delincuencia y el impacto de quedarse en la calle y perder hasta el uniforme escolar de sus hijos, en un procedimiento que critican tanto desde la Defensoría de la Niñez como desde la ONG World Vision. “Estos niños quedaron en la más absoluta indefensión”, dicen en los organismos.
POR LEO RIQUELME Cuando en la tarde del martes 19 de noviembre de 2024, los hermanos Yennielys y William Hernández Herrera regresaron del colegio, se encontraron con un barrio repleto de máquinas, con gritos y protestas en las calles, con carabineros, detectives y funcionarios del Estado tratando de aquietar los ánimos y con el cementerio ardiendo en llamas. William empezó a llorar cuenta su madre, Yeniree Herrera, de 28 años, sobre lo que veía en su hijo, de 7.
Él se asustó mucho y me preguntó: “Mamá, ¿nos van a tumbar la casita de nosotros también?”. Ese día fue el segundo de varios que tardó en materializarse en Arica el desalojo de 146 lotes que ocupaban irregularmente al menos 150 familias, casi todas ellas de origen venezolano, en el cerro Chuño, una zona con prohibición de habitabilidad desde hace más de una década por sus suelos atestados de polimetales. Esta vez no solo la contaminación motivaba la expulsión.
El operativo de desalojo fue coordinado entre el Ministerio de Bienes Nacionales, la Delegación Regional Presidencial, la Fiscalía, Carabineros y la Policía de Investigaciones, en un intento por ponerle atajo a un barrio que estaba tomado por la banda delictual Los Gallegos, un brazo armado del Tren de Aragua. Yannielys, la hija mayor de la familia, nacida hace 12 años en Venezuela, cuenta que cuando ese martes llegaron las máquinas apenas tuvieron tiempo para sacar sus cosas y sintió pena. Su madre afirma que los saqueos fueron brutales y en ellos perdieron ropa, muebles y comida que tenían almacenada, utensilios de baño, refrigerador y hasta los uniformes y cuadernos del colegio de los niños. Ese día, los Hernández Herrera vieron a su padre llorar. Mi esposo se preguntaba: “¿ Dónde voy a meter a mis hijos ahora?” relata Yeniree. Yo, en cambio, no lloré Yo quería mudarme de ahí.
Yeniree y su familia son venezolanos oriundos de la ciudad de San Carlos, en el estado de Cojedes, una zona que se caracteriza por sus amplias llanuras y bosques, con una población estimada en 140 mil habitantes, quienes viven, fundamentalmente, de lo que generan sus cultivos y animales. “Allá hay árboles por todos lados, muchas fincas”, explica Yaniree desde Arica, donde vive con su familia en situación migratoria irregular. Su hija Yennielys cuenta que les habla a sus hermanos de los animales que había en la casa de su abuela en San Carlos, cuando vivían allá. La crisis social, política y económica que arrastra Venezuela llevó a esta familia a emigrar, en 2019. Tras pasar por Colombia y Ecuador unos meses, se asentaron en Lima, Perú. El padre de Yaniree conducía un mototaxi y ella vendía mazamorras moradas en una cadena de locales callejeros. Junto a su pareja y sus dos hijos mayores estuvieron en dicho país hasta 2021, del que partieron cuando la situación económica empeoró y no les alcanzaba ya para pagar un alquiler. Nos vinimos caminando por Bolivia, entramos a Chile por Colchane. Hubo que pagarle a alguien para que nos pasara y daba miedo porque también podían robar y era de noche cuenta Yaniree. Yo entré embarazada, pero pensaba: “Diosito siempre cuida a sus guerreros”. Por ser época de pandemia, a su ingreso al país la familia fue derivada a una residencia sanitaria, para que hiciera una cuarentena preventiva. Luego de salir del hotel, la mujer fue llevada por su esposo al hospital de Iquique para que diera a luz a su tercer hijo. Cuando recibieron el alta, la familia estuvo cuatro meses en la ciudad, gracias a un arriendo financiado con platas de Naciones Unidas. Solo portaban 80 mil pesos que habían traído desde Perú y el vivir cotidiano lo costeaban con los dulces que vendían en la calle. Tal como dictaba el plan, cuando el aporte de la agencia internacional se acabó, los Hernández Herrera tomaron sus pertenencias y partieron a Arica, donde ya estaba asentada su cuñada.
Un par de meses después, en los que nuevamente se dedicaron a la venta de dulces, se radicaron en un terreno que les vendieron por 300 mil pesos en el pasaje 8 del cerro Chuño, donde instalaron de a poco una casa que les costó 50 mil pesos y que levantaron con sus manos cuando regresaban de trabajar. ¿Y cómo era vivir en ese lugar? Bueno, al principio con miedo, pero después uno se va habituando y ya. ¿Qué les daba miedo? Porque se veían muchas cosas, cuando estaban esas primeras personas de aquí, que eran malos y se veían muchas cosas ellos andaban con pistolas en la calle y cosas así, entonces, una a las 8 de la tarde ya tenía que estar encerrada.
De acuerdo con investigaciones de la Fiscalía, cerro Chuño era entonces el cuartel principal de la banda Los Gallegos, una organización vinculada al Tren de Aragua a cuyas decenas de integrantes se les atribuyen homicidios, secuestros, tráfico de drogas y de migrantes, entre otros delitos graves. Según las policías, en esos pasajes de tierra estos delincuentes habilitaron casas que destinaron a torturar y hasta a enterrar los cuerpos de sus víctimas. Era la peor cara que había mostrado hasta entonces el crimen organizado en Chile. Yaniree, situaciones así, ¿le tocaba verlas en Venezuela o después en Perú? No, ni en Lima ni en Venezuela. El cerro Chuño fue terreno fértil para la construcción de viviendas sociales entre 1989 y 1995.
En los años venideros, muchos de sus habitantes comenzaron a enfermar debido a su exposición a polimetales, ya que sus casas estaban levantadas sobre suelos que, según estudios de la época, recibieron hasta fines de la década de los 80 unas 20 mil toneladas de plomo, cadmio y arsénico, provenientes del desecho de la producción de una minera sueca.
La situación llevó al primer gobierno de Sebastián Piñera a iniciar en 2012 un proceso de demolición de las casas y erradicación de sus familias, lo que fue continuado por la segunda administración de Michelle Bachelet. Sin embargo, muchos de sus habitantes no se marcharon, disconformes con las soluciones propuestas y la carencia de proyectos inmobiliarios en el resto de la ciudad.
Pero no solo eso, un estudio de campo de la Universidad Central detectó que en 2016 el cerro estaba repoblándose a punta de tomas iniciadas por migrantes provenientes de Colombia, República Dominicana, Ecuador, Cuba y Haití. Dicho proceso se aceleró a partir de 2020, con el arribo masivo de venezolanos, quienes hoy son amplia mayoría. Yeniree cuenta que ella no quería vivir ahí. Nosotros intentamos buscar en todos lados, más en el centro, que era donde vendíamos chupetas, pero nunca nos dejaron arrendar explica. Nos pedían contratos, papeles y esas cosas que nosotros no teníamos.
De acuerdo con el último catastro nacional de campamentos 2024-2025, dado a conocer la semana pasada por la fundación Techo-Chile, la mitad de quienes viven en estos asentamientos se encuentran por debajo de la línea de la pobreza y aunque cerca del 90% cuenta con empleo, casi el 50% no tiene un contrato formal. Según este instrumento, para un 80% de sus habitantes no existe otra opción más que residir en estas condiciones. “William empezó a llorar”, cuenta su madre, Yeniree Herrera, sobre lo que veía en su hijo, de 7. “Él se asustó mucho y me preguntó: Mamá, ¿nos van a tumbar la casita de nosotros también?”.. Los Hernández Herrera son