El cumpleaños de John: la historia personal de un sobreviviente de Antuco
El cumpleaños de John: la historia personal de un sobreviviente de Antuco Especial de prensa: a 20 años de la Tragedia de Antuco El cumpleaños de John: la historia personal de un sobreviviente de Antuco Juvenal Rivera Cada Cada 17 de mayo, John Quezada Cortés Cortés cumple años, pero no lo celebra. No puede. Peor aún, a medida que se acerca la fecha, la angustia lo consume: duerme poco, casi no habla, y se encierra en un silencio mustio y profundamente sombrío. No tiene ánimo. Esa sensación lo agobia, lo mortifica y lo persigue, no lo deja en paz, aunque siempre ha intentado que sea distinto. Su angustia tiene una fecha exacta de inicio: mayo de 2005. Ese año John cumpliría 19 años y estaba en la montaña. Todo parecía perfecto, demasiado perfecto. Era la primera vez en su vida que estaba en la cordillera, era la primera vez que veía la nieve caer. Estaba fascinado. Imposible olvidar algo así. Para un joven de una familia pobre de Mulchén, ese evento de la naturaleza era un privilegio que antes no había tenido. Esa primera vez permaneció permaneció despierto toda la noche esperando la caída de las primeras plumas de nieve. Desde ahí, la nieve nunca más se detuvo. El 17 de mayo, día de su cumpleaños, seguía cayendo y acumulándose por todos lados, transformando el paisaje de negro volcánico a uno blanco nival. Era mágico.
En mayo de 2005, John estaba en la montaña montaña porque estaba en el refugio militar en el sector de Los Barros, la zona cordillerana de la comuna de Antuco, a poco más de mil 300 metros sobre el nivel del mar. No estaba solo ni en familia. Estaba con otros 400 conscriptos del Regimiento de Montaña Nro. 17 “Los Ángeles” incluido el primer contingente de mujeres en la historia de la unidad militarque estaban preparándose para ser soldados.
Después de 40 días de preparación, los conscriptos ya habían aprendido a disparar, a armar y desarmar desarmar su fusil con rapidez, a desplazarse en todo tipo de terrenos, a trabajar en equipo y a entender (y respetar) las jerarquías militares.
Pero para muchos también para el soldado soldado Quezada-, conocer la nieve y estar en ese paraje cordillerano eran una experiencia única, aunque él y sus compañeros de la compañía Andina debieran pasar las noches en carpas situadas en una amplia explanada frente al refugio cordillerano. En el recinto militar de gruesas paredes de hormigón dos pisos y un subterráneo, solo se hospedaron los oficiales e instructores. Los soldados debieron hacerlo a plena intemperie, incluso cuando comenzó a nevar. Estar en la montaña era una cuestión excepcional. En los años anteriores, la preparación preparación militar básica se realizaba en Laguna Verde, un predio distante unos 25 kilómetros al norte de Los Ángeles, cercano a los populares populares Saltos del Laja. También está cercano a un relleno sanitario.
Justamente la cercanía a ese botadero de basura fue la razón para que los mandos militares descartaran ese lugar por el riesgo de contagio con virus hanta, enfermedad provocada por un pequeño roedor roedor que puede ser mortal. La alternativa fue echar mano al refugio militar en la montaña, a 113 kilómetros al oriente de Los Ángeles, en la comuna de Antuco.
En los primeros días de mayo, el batallón de conscriptos, oficiales e instructores a cargo del mayor Patricio Cereceda, un oficial oficial de Estado Mayor recién graduado con las mejores calificaciones de la Academia de Guerra del Ejército fue transportado en desvencijados desvencijados camiones hasta el refugio militar situado en el extremo oriente del lago Laja, con vista a ladera este del volcán Antuco y a la Sierra Velluda, que frisan los 3 mil metros sobre el nivel del mar. Buena parte del paisaje se asemeja a un desierto. Alguno que otro arbusto, también los coirones. Los geólogos han explicado que las gigantescas erupciones volcánicas ocurridas millones de años atrás definieron la fisonomía de esa zona. Sin embargo, un último gran cataclismo, ocurrido hace apenas 6 mil años, moldeó y suavizó el paisaje al punto que las bandas indígenas nómades pudieron cruzar la cordillera. John ingresó al regimiento a principios de abril. Se enlistó porque en ese tiempo pensaba que la conscripción podía ser una buena antesala para postularse a la Escuela de Carabineros. Ahora no recuerda porqué quería vestir el uniforme verde, pero esas fueron sus intenciones iniciales. Muchos de sus compañeros tenían razones similares para hacer el servicio militar: hacer carrera dentro del Ejército, como instructores y clases. O Carabineros o en Gendarmería. Al cabo, era una manera de salir de la pobreza. Para John también era una forma de cumplir un deber con la patria. Él y cientos de jóvenes de entre 18 y 19 años hicieron fila para inscribirse de manera voluntaria voluntaria en el servicio militar. En marzo de año fueron aceptados con más de los 90% de los ingresos lo hizo motu proprio. La mayoría de ellos salvo contadísimas excepciones eran de barrios periféricos de Los Angeles; otros tantos de comunas vecinas, como Cabrero, Mulchén, Quilleco, Nacimiento, Laja y San Rosendo. Varios eran campesinos. Los seleccionados fueron recibidos en los primeros días de abril en el regimiento “Los Ángeles”, situado ubica en el extremo norte de la avenida Ercilla. Después de una breve presentación en el gimnasio, desfilaron a paso marcial en el patio de honor del regimiento. Esa vez se despidieron de sus madres, de sus padres, de sus pololas, de sus amistades, de sus seres queridos. Una vez adentro y ya con la tenida de soldado, debieron someterse a un rigoroso acondicionamiento físico. También aprendieron a desfilar y a reconocer los grados militares, a cuadrarse frente a los rangos mayores. Después de la primera salida de franco, a fines de abril, retornaron a la unidad, ya sabiendo que debían continuar su preparación preparación en la montaña. Dos semanas después, una vez terminada la revista de reclutas (una dura prueba de resistencia), les comunicaron que volverían al regimiento. Después tendrían algunos días para estar con sus familias, aprovechando aprovechando el feriado del 21 de mayo. El retorno implicaba una marcha entre los refugios de Los Barros y La Cortina, siguiendo el camino por la falda del volcán Antuco, con el lago Laja a los pies. Después continuarían en camiones del Ejército que los llevarían hasta la entrada a Los Angeles. Ahí, el contingente completaría el último tramo en un desfile que cruzaría la ciudad hasta llegar al regimiento. 17 DE MAYO DEL 2005 El 17 de mayo, dos unidades salieron hacia La Cortina. Las compañías de Cazadores y de Plana Mayor y Logística emprendieron el camino. El día siguiente sería el turno de las compañías de Morteros y Andina. Al subsiguiente subsiguiente lo debería hacer la de Ingenieros.
John recuerda que ese 17 de mayo, su instructor instructor le ordenó que se presentara al mando ¡ nstalado en el segundo piso del refugio para recibir el saludo de cumpleaños del mayor Patricio Cereceda, comandante del batallón. Era un ritual que el máximo oficial al mando se tomara unos minutos para expresar sus parabienes a los conscriptos que celebraban su cumpleaños. John cuando se presentó ante el mayor Cereceda, él estaba ebrio. Solo fue un muy escueto “feliz cumpleaños” recibió como saludo antes de ordenarle que se devolviera. devolviera. Beber era una práctica muy habitual en las campañas militares entre oficiales e instructores. instructores. Después del saludo, John se reunió con sus compañeros para preparar el equipo y bajar a primera hora de la mañana. Al día siguiente, madrugó para ver la salida de la compañía de Morteros. Luego lo haría la suya, la compañía Andina, pero primero debieron retirar equipamiento de uno de los camiones que quedó enterrado al intentar cruzar el estero cercano. Aunque el agua estaba gélida y les llegaba hasta la cintura, debieron hacer MUCHOS DE LOS SOBREVIVIENTES de aquella fatídica marcha ha vuelto a la cordillera.
Sin embargo John, nunca ha podido volver a la montaña.. El cumpleaños de John: la historia personal de un sobreviviente de Antuco lo porque era la orden de sus superiores y las órdenes estaban para cumplirse, no para cuestionarse, por muy estúpidas que fueran. Cerca de las 8,30, la compañía Andina, al mando del capitán Claudio Gutiérrez, inician la marcha.
La nieve que John vio caer con suavidad, esa mañana era arrojada con fuerza descomunal por el gélido viento cordillerano a los rostros de los soldados que iniciaban la caminata. 19 DE MAYO DEL 2005 Cuando John se sentó en la camilla de la enfermería del regimiento y se comió un plato de vieneses con puré y un tacho de sopa, ya era la noche del miércoles 19 de mayo. Recién en ese momento comenzó a comprender lo que había vivido. Hasta ese minuto, todo le parecía un sueño, algo irreal, imposible. O una pesadilla, la peor imaginable. Habían pasado 36 horas desde que él y sus compañeros iniciaron una marcha hasta el refugio La Cortina, que debía ser una caminata caminata rutinaria, sin imaginar lo que le esperaría en el trayecto. Cuando fueron apareciendo los cuerpos diseminados de los soldados de la compañía de Morteros en medio de la tormenta, John pensó que se trataba de una broma cruel de sus mandos. Ya lo habían hecho durante la instrucción cuando a él y sus compañeros les hicieron creer que una granada había explotado explotado y herido a un conscripto que se veía todo ensangrentado. John se asustó y pensó lo peor pero después todos se rieron de buena gana. En esa vorágine del viento blanco, nadie reía, nadie se detuvo a decirles que era un nuevo timo, aunqueJohn creyera que eran maniquíes que simulaban gente muerta. Solo caminó. Su mente se negó a creer lo que estaba viendo. Sí, el frío era atroz. La nieve golpeaba el rostro como agujas, empujadas por un viento inclemente, brutal y eterno que se inició a poco de salir del refugio Los Barros. Ellos iban con más de 40 kilos de equipo en la espalda y al cabo de unas horas, ya eran presa de la extenuación. Varios comenzaron a caer por el agotamiento. Sí, para John era una pesadilla, es una pesadilla, se repetía a sí mismo en medio de la tormenta. Su mente pareció desacoplarse de la realidad para obviarla e imaginar que nada estaba sucediendo, que era una mentira, un mal sueño. Fue su forma de evitar que el pánico lo paralizara y la desesperación lo hiciera flaquear; fue su manera de escapar de la muerte.
Esa noche él y sus compañeros pasaron la noche en un refugio abandonado, que distaba a un par de kilómetros de su destino final, Los conscriptos entibiaron sus ateridos cuerpos gracias a una gran fogata hecha con la madera alquitranada que arrancaron de la estructura, estructura, que expelía un humo negro, penetrante. Nadie debía dormir esa noche, fue la orden de sus instructores. Pero John cerró los ojos y dormitó un rato. Cuando despertó, no veía absolutamente nada. Estaba ciego. El humo espero le provocó un cuadro severo de queratitis. queratitis. No veía nada, caminaba a tientas, solo escuchaba las órdenes, las voces y el llanto de sus compañeros. Seguía sintiendo ese frío horroroso. Pero aún quedaba un tramo de dos kilómetros por recorrer para llegar a salvo al refugio La Cortina. A él le pusieron un lazarillo que lo tomó de la mano y le ayudó a completar el tramo faltante.
Después, lo hicieron subir a un camión y fue recibido entre aplausos por los cientos de personas que estaban en la entrada al regimiento, a la espera de saber cuándo volverían los soldados que estuvieron la montaña. John llegó al regimiento “Los Angeles” en la tarde del 19 de mayo. Su ceguera temporal lo llevó de inmediato a la enfermería de la unidad militar.
Si antes negó que los cuerpos que iba encontrando en la nieve fueran soldados muertos, recién ahora comprendía que no eran maniquíes, que no era una broma, que nadie le diría riendo que no se preocupara.
Recién cuando se sentó en la camilla de la enfermería del regimiento, bajo techo, con el cuerpo exhausto, la ropa empapada y la piel marcada por la nieve y el frío extremo, su mente ya no pudo protegerlo. El blindaje emocional que lo había mantenido en pie se resquebrajó. Y con eso, llegó el verdadero dolor. Uno a uno comenzaron a aparecerse los rostros de los aquellos que no regresaron. Rostros de compañeros con los que había compartido el rancho, el cansancio, las bromas bromas y el miedo. Su mente volvió a la marcha, a los cuerpos inmóviles que vio caer y que creyó no reales. A esas figuras que, en su delirio acicateado por el frío, pensó que eran maniquíes puestos por los instructores para sembrar el pánico. Pero no lo eran. Eran sus amigos. Y estaban muertos. Desde entonces, él siente que la muerte lo acompaña como una sombra silenciosa. John Quezada fue uno de los primeros conscriptos conscriptos en ser diagnosticado con estrés postraumático y terminó internado en la unidad de psiquiatría del Hospital Militar. Estando ahí le dijeron que podía encontrarse con el mayor Patricio Cereceda, responsable de la orden de marcha, que también estaba en el mismo recinto de salud. El mismo oficial que el día anterior a la caminata lo saludó medio borracho por el día de su cumpleaños. Después Después de un tiempo, a John lo mandaron de vuelta a casa, en Mulchén. Nunca más volvió al regimiento. Nunca más volvió a ser el mismo.
Entonces llegó el golpe más cruel de todos: la culpa del que vuelve con vida. ¿Por qué él y no otro? ¿ Qué hizo distinto? ¿ Por qué no ayudó a ese conscripto que pedía detenerse? ¿ Por qué no cargó al que cayó a su lado, aunque su propio cuerpo apenas respondiera? ¿ Podría haber hecho algo más? La culpa lo tomó entero. Lo carcomió en silencio. Se preguntó si alguien lo miraba distinto, distinto, si lo señalaban con los ojos, si pensaban que había abandonado a los suyos. No hubo palabras directas, pero él lo siente así. Carga con la sospecha del juicio ajeno, aunque nadie lo hubiera acusado de nada. Como si sobrevivir fuera una falta, como si seguir vivo implicara un precio moral. Así lo sintió desde el primer momento, desde el instante en que dejó la enfermería del regimiento, dos semanas después después desu cumpleaños, cuando abordó el bus para irse a su casa. Con su uniforme militar, se subió a un bus y se sentó al fondo. Sentía las miradas de los demás pasajeros, no faltaron los que le preguntaron si había estado en Antuco. Él respondió con silencios. Llegando a Mulchén, se bajó mucho antes y camino hasta su casa para despejarse un poco en el trayecto. A John Quezada le daba vueltas a vueltas a la razón por la que salvó de morir. “Tengo el defecto que darle muchas vueltas a las cosas, incluso si no son mías”, reconoce. La idea de ser responsable de lo ocurrido se le repetía una y otra vez. Esa sensación lo ha perseguido por años.
Porque en la guerra guerra invisible que libró en la montaña, donde muchos murieron allá arriba, él empezó a sentirlo después, día tras día, atrapado en ese momento congelado del que nunca pudo volver del todo. 10 AÑOS DESPUÉS “Van diez años de la tragedia de Antuco. Nunca he ido a alguna ceremonia ni nada porque mi cumpleaños es el 17 de mayo. Mal que mal, es como si fuera el 18. Se junta un sinfín de cosas en mi cabeza, no puedo pensar. pensar. Perdona, pero son pensamientos que a la fecha me acomplejan. Tal vez son tonteras mías, no sé. Es como nacer en un mal día. Mis días se vuelven más grises. He estado a punto de mandar a la chucha todo, pero no quiero hacer sufrir a mis padres que es lo único que me mantiene. El 90% de mi vida pienso en la muerte, en mi muerte. Tal vez debí quedarme allá arriba. No sé por qué bajé si la mierda de vida que tengo no lo vale. Lo que más quiero es morir, pero la verdad es que no sé cómo hacerlo. No le echo la culpa a Antuco, pero no sé, antes no era así. Lloro y no sé por qué. Es como una historia de nunca acabar.
Perdona por aburrirte con mis palabras, necesito hablar con alguien, a lo menos decir lo que pasa”. (Texto enviado por John Quezada el 15 de mayo de 2015) 20 AÑOS DESPUÉS En 2025, John Albert Quezada Cortés sigue manteniendo esa mirada de niño y una voz se rezuma timidez, pese a su porte y contextura: contextura: mide 1,80 de estatura. Vive con sus padres en la calle Los Nogales de la apacible villa La Granja, en Mulchén. No tiene hijos. Tampoco se ha casado ni tiene pareja (tuvo un amor, pero no fue correspondido). Sí tiene un auto y un perrito. Con un par de amigos los únicos que los siete amigos de verdad se reúne de vez en cuando a conversar y beber. Trabaja hace siete años en una tienda que vende alimentos para perros y gatos. Sus propietarios saben de su historia con la tragedia de Antuco. Es habitual que el 18 de mayo, en un nuevo aniversario de la tragedia, lo dispensen de ir a trabajar. No le hacen preguntas porque entienden su situación. “Me han tenido mucha paciencia”, diceJohn por las veces en que llegó a trabajar pasado de tragos. Antes de la tienda de mascotas, tuvo múltiples múltiples oficios.
Fue guardia en faenas mineras que estaban en zonas desprovistas de verdor verdor y naturaleza, también de un hospital; fue banderero en las faenas de una carretera; estuvo pegando baldosas en la construcción de un supermercado. Muchas veces estuvo desempleado. En 2013 terminó su cuarto año de educación media.
Dice que se está quedando ciego, que atribuye atribuye a la queratitis, la misma que le provocó la ceguera temporal por varios días debido al daño provocado por el humo de la fogata encendida en el refugio abandonado. Aunque ese calor le salvó la vida a buena parte de la compañía Andina, a varios les dejó esa secuela. A veces, especialmente en los días fríos, aparecen aparecen los dolores: en las rodillas y la columna vertebral. Duerme mucho. Las pesadillas a veces lo vuelven a llevar a la montaña.
Es muy reacio a recibir atención para su salud mental, pese a que “peleó con mis demonios a diario”. “Aunque estoy bien, la gente que sabe lo que pasé no me mira muy bien, me ven como si fuera un cobarde que no fui capaz de salvar a nadie. Ni casi me salvé a mí mismo. Es difícil difícil por ese lado, pero igual hay excepciones. A veces pienso porqué estoy vivo y aun no pillo la respuesta. Estoy en eso. Tal vez debí quedarme allí. Lo bueno es que tengo trabajo y me concentro en eso”. Desde el 2005 que no celebra su cumpleaños. cumpleaños. Desde esa misma vez que no ha vuelto a Antuco ni ha participado en alguna ceremonia conmemorativa. Tampoco ha vuelto vuelto ver la nieve caer. Reflexiona: “Estar en la nieve es una experiencia hermosa si es por vacaciones. Se puede disfrutar. Pero cuando está en una tormenta, roba el alma, es fría, juzga lo bueno y lo malo. Es como agujas que se clava en el alma”. NS.