Renacer en ARUBA
Renacer en ARUBA Sus plumajes tienen los intensos colores del cielo arubano al atardecer y parecen ensayar posturas de maestros yogui. Son los 7:30 am en esta pequeña isla frente a Oranjestad, y justamente en media hora más nos darán una clase de yoga. No la dirigirá un flamenco, como el que vemos, sino una instructora de Venezuela, país que en días despejados se ve desde estas costas. Lo más cerca que había logrado estar de estas bellas aves había sido en las lagunas altiplánicas de Atacama. Acá, bañarse con flamencos, en este mar turquesa, resultó tan regenerador como la sesión de yoga. Por cierto, la clase al aire libre tuvo por música el canto de decenas de pájaros, el viento matinal, un suave oleaje y un inesperado chubasco. Aruba es una isla muy seca y por lo mismo el agua que cae se recibe como una bendición. Apenas se sale del aeropuerto Reina Beatrix uno se siente bien. Esta brisa tibia, cuando se viene del frío, susurra bonbini, “bienvenidos” en papiamento, el idioma local. Mas, no nos trajeron a hacer turismo, sino a relajarnos. Un contundente programa de bienestar organizado por la Autoridad de Turismo de Aruba convocó a cinco afortunados periodistas de Brasil, Colombia, Perú, Argentina y Chile. El wellness trip nos vino bien a todos, e incluía un circuito gastronómico de primer nivel. Nuestra anfitriona, Paula Ochoa, hija de colombianos, nacida en Aruba, combina en su persona la calidez latinoamericana con la alegría de las Antillas y la eficiencia holandesa. La perfecta mezcla de estas virtudes es lo que hace el encanto local. Alojamos en el Renaissance Wind Creek Aruba Resort, que está frente al mar, en el centro de Oranjestad. La pequeña ciudad, de arquitectura neogótica holandesa pintada en tonos pastel, es como una torta de novios que se recorre y saborea sin prisa. Las playas de nuestro resort están en la pequeña isla de los flamencos, a la que se accede en lanchones que salen cada quince minutos de un embarcadero situado en la planta baja del hotel. En cosa de un abrir y cerrar de ojos, uno se interna en otro mundo. Si la ciudad ya es bastante tranquila, en esta ínsula, que lleva el nombre de Renaissance, en efecto uno podría renacer. Además de estos delicados flamencos, hay decenas de iguanas, unas lagartijas azulinas propias de Aruba, peces multicolores y muchas aves cantarinas. Frondosos árboles y palmeras circundan la arena alba de las dos playas: la de los flamencos, menos profunda, ideal para niños; la otra, para nadar a gusto. Este paisaje, más reposeras, quitasoles, restaurantes, el spa y un horizonte impoluto nos anclaron allí.
Gastronomía selecta Almorzamos el día que llegamos en un chiringuito frente a la bahía del Gobernador, West Deck, donde nos hicieron una sabrosa degustación de especialidades locales: camarones, calamares y pescados con salsas de coco y ají de papaya. Y nos hicieron tomar una cerveza que venía en botella, cabeza abajo, adentro de un copón de limonada: la birrita. Muy refrescante. Esa noche cenamos en un fino restaurante peruano, Lima Bistró, con excelentes ceFEÉRICO. El centro de la capital y su arquitectura neogótica holandesa en tonos pastel. L O I F N A I T S I R C hacen inclinar los árboles. Tal como en Patagonia.
Al partir, pasamos a la famosa Eagle Beach, reconocida como una de las mejores playas del mundo, donde en efecto hay muchos kilómetros de aguas translúcidas antecedidas por una ancha franja de arenas finas, blancas y maravillosas. Frente a ellas, numerosos condominios y hoteles de cadenas internacionales aportan un ambiente festivo y colorido. De pronto, nos sorprendió encontrar unas barreras en las playas: son para proteger a las tortugas cuando están desovando, y los nidos de los shoco. Estos son unos búhos pequeños propios de la isla, vivarachos y de penetrante canto.
Era tentador quedarse en la zona más cosmopolita de Aruba, pero nosotros nos volvimos adictos a nuestra pequeña isla de flamencos, y a cada tiempo libre nos arrancábamos a sumergirnos en sus aguas circulares, amnióticas y silenciosas.
Al caer la tarde fuimos a Barefoot, un elegante restaurante al cual se puede ir descalzos porque las mesas se han instalado en la playa misma (en Surfside Beach), en un emplazamiento que es ideal para admirar la puesta de sol. Corría una agradable brisa, y pedí una sopa de tomates a la arubana, y una ensalada con mariscos locales, deliciosa. Navegación y pintura La mañana siguiente contenía el plato biches y platos de gran factura, un buen ejemplo de su internacionalizada cocina.
En todos lados comimos bien, incluyendo el restaurante autoservicio de nuestro hotel, y una excelente “picada” de comida saludable, Eduardos Hideway, donde nos tomamos además unos shots de jengibre, cúrcuma y lima, para sobrevivir a los aires acondicionados. De ahí nos fuimos al museo y fábrica de Aloe Vera, una industria importante y antigua de Aruba.
Recorrer las plantaciones y las instalaciones donde se producen cremas, lociones, jabones y todo tipo de productos de belleza no fue tan entretenido como lo que hicimos nosotros: preparamos nuestra propia crema exfoliante con extractos naturales de aloe vera, coco, crema y azúcar en bruto. Cada vez que la apliquemos, recordaremos este especial momento en esta finca arubana barrida por vientos que de la Guajira colombiana. En este museo hay diversos objetos arqueológicos muy bien dispuestos, una choza en palma, una gruta subterránea de agua y una muestra sobre los carnavales. Son largos: “El último comenzó a mediados de noviembre del año pasado, y duró hasta marzo”, nos contó Michel, encargado de la sala. Quedaba una hora para retomar fuerzas, en la piscina, mirando el mar, para ir a prepararse para la última cena. Nos dieron un broche de oro magistral. El restaurante se llama Infini, está en un edificio en la frontera de Eagle y Palm Beach que no llama mucho la atención. Mas, ofrece una cena/degustación en ocho tiempos concebida por Urvin Croes, chef arubano formado en parte en un hotel holandés laureado con una estrella Michelin. Él es uno de los impulsores de Aruba como destino gastronómico, y este combina muy bien con los programas de bienestar. Pensar que los españoles la consideraron “isla inútil” porque no encontraron aquí recursos valiosos... Plato a plato comenzamos a ascender al cielo; copa a copa también, porque el maridaje es perfecto. No es una experiencia barata, pero al menos una vez en la vida uno debiera conocer lo que es la cocina de este nivel. Se basa en productos locales de la mejor calidad, en combinaciones y preparaciones que acentúan los sabores a un punto inimaginable. Glorioso final; tocaba dormir para partir temprano al aeropuerto, con alma, corazón y estómago bien contentos. Quería despedirme de los flamencos, pero no alcanzaba. Volé pensando en ellos y en un texto de Gabriela Mistral que dice que la “paz, alegría y elevación” se potencian gracias al contacto con la naturaleza. También gracias a la meditación, los masajes, el arte, la navegación, la buena comida, y la conversación fecunda con nuevos amigos. Como todo siempre termina demasiado pronto, habría que agregar los buenos recuerdos. Muchas gracias, mashi danki Aruba, por crearlos; nos hacen mejores personas.
Lo que se veía por la ventanilla, es aquello que describió el poeta arubano Quito Nicolaas: “Olas, echando espumas, / ensortijadas por/ mis recuerdos”. D fuerte del programa, porque navegaríamos en un velero hacia Mangel Alto, en el sur de la isla, para hacer snorkeling.
Paula nos fue a buscar sumamente temprano y puntual, como siempre, para depositarnos en el All For You (de Tropical Sailing), donde nos recibió el capitán André Franken, un arubano/holandés simpatiquísimo, y su tripulación compuesta por Vito y Roger. Dejamos rápidamente atrás la coqueta ciudad para pasar frente a su planta desalinizadora de agua que es un orgullo nacional, y luego vino una sucesión de islotes. Pronto llegamos a nuestro destino, donde solo hay arrecifes de coral y bastante más oleaje de lo esperado. Nos sumergimos y el espectáculo bajo el agua es digno de una película que debería llamarse Azul. Conmueve la cantidad de tonos que puede tener un color; no había ningún pez ni trozo de mar del mismo azul que el otro.
Tragamos tanta agua salada que la garganta se limpió y al remontar a bordo nos recibieron con un Aruba Ariba, que lleva ron blanco, vodka, crema de plátano, jugos de naranja, piña y limón, granadina y un toque del licor local, el coecoei. Nos trajeron más aperitivos, almuerzo y bajativos.
Luego desplegaron las velas y me fui a tender en la proa hasta llegar a puerto, dividida entre el placer de este instante de soledad marina, y las ganas de volver al jolgorio de este grupo de humor inquebrantable.
Esa noche estábamos invitados a una sesión de pintura en IndrArt Studio, que debía servir para vaciarnos la mente (quedaba poco allí, en realidad). Disfrutamos la experiencia y también conocer a los dueños de casa, una artista de Trinidad y Tobago y un chef arubano, Indra y Ferri Zievinger.
Ella nos contó que no solo se enamoró de su marido sino de Aruba entera, de la amabilidad de su gente y del papiamento, “que es como un canto”. Nos despidieron con una rica cena casera, y no es por nada que IndrArt Studio tiene completos los cupos de sus talleres hasta enero.
Meditación y banquete final Amanecimos aún más temprano, porque teníamos reservada una meditación con cuencos tibetanos en la playa, pero unos chubascos postergaron un poco los planes, y partimos a recorrer el norte de la isla, con su emblemático Faro California, hasta que escampó. Nos esperaba otra venezolana, Janine, de Natura Yoga Club, quien nos instaló a meditar bajo unos árboles de kwihi (se parecen a los chañares). Aquí el viaje fue hacia el interior. Nos habríamos quedado allí para siempre, pero unos nuevos chubascos nos devolvieron al itinerario. Lo siguiente era un masaje de relajación en el spa de nuestro hotel, y me acogió Alaina, arubana encantadora y con manos de ángel.
Me dejó sin poder hablar ni moverme durante un buen rato, como en una dimensión paralela Me recuperé porque quería conocer dos museos que estaban cerca, el arqueológico y el histórico, ambos muy interesantes; en especial el primero, por la conexión entre los arubanos y otros pueblos amerindios. De hecho, ante su fachada hay una canoa que fue donada por la comunidad wayuu HUELLAS. Oranjestad no oculta su herencia de Países Bajos. PRÍSTINA. Eagle beach es considerada una de las mejores playas del mundo. BUS. De las muchas formas de recorrer Aruba, esta es favorita de los jóvenes. VELERO. Navega hasta unos arrecifes de coral solitarios para practicar esnórquel. VARIEDAD. Hay lugares muy animados en el centro de Oranjestad, así como espacios para la quietud. FLAMENCOS. Al amanecer dominan la playa de una isla frente a Oranjestad. FRENTE AL MAR. La piscina del Renaissance Wind Creek Aruba Resort. MEDITACIÓN. Con cuencos tibetanos y en la playa: una experiencia regeneradora. Cinco días en esta apacible isla antillana, hoy un país autónomo del Reino de los Países Bajos, bastaron para desintoxicar mental y físicamente a un estresado grupo de periodistas viajeros. Todo gracias a un programa de bienestar holístico memorable. Y la isla en sí. TEXTOS Y FOTOS: Marilú Ortiz de Rozas, DESDE ARUBA.. HUELLAS. Oranjestad no oculta su herencia de Países Bajos. PRÍSTINA. Eagle beach es considerada una de las mejores playas del mundo. FLAMENCOS. Al amanecer dominan la playa de una isla frente a Oranjestad. BUS. De las muchas formas de recorrer Aruba, esta es favorita de los jóvenes. PRÍSTINA. Eagle beach es considerada una de las mejores playas del mundo. MEDITACIÓN. Con cuencos tibetanos y en la playa: una experiencia regeneradora. FRENTE AL MAR. La piscina del Renaissance Wind Creek Aruba Resort. VELERO. Navega hasta unos arrecifes de coral solitarios para practicar esnórquel. VARIEDAD. Hay lugares muy animados en el centro de Oranjestad, así como espacios para la quietud. BUS. De las muchas formas de recorrer Aruba, esta es favorita de los jóvenes.