COLUMNAS DE OPINIÓN: Ni barricadas ni mano dura: el bien común como camino
COLUMNAS DE OPINIÓN: Ni barricadas ni mano dura: el bien común como camino C hile no necesita salvadores ni demagogos, ni discursos mesiánicos que prometen cielos nuevos mientras el país arde. Necesita hombres y mujeres con vocación de servicio, experiencia en el Estado y templanza en el alma. Personas con respeto por la historia, y con el coraje de construir con otros. Elegir a alguien moderado no es rendirse ni resignarse: es elegir el realismo, la esperanza concreta y la gobernabilidad posible. En los últimos años, Chile ha transitado por una peligrosa pendiente de polarización, crispación y maximalismo político.
Desde el movimiento estudiantil de 2011 --recordado por gestos tan simbólicos como el de una estudiante secundaria arrojando un vaso de agua a la entonces ministra de Educación-hasta los procesos constitucionales fallidos de 2022 y 2023, hemos sido testigos de cómo una generación forjada en el conflicto y en la lógica de la barricada llegó al poder sin haber aprendido todavía el arte del diálogo, la gobernabilidad ni la construcción común. La llamada "generación del 2011" irrumpió en la escena pública con fuerza, denunciando un modelo que había profundizado desigualdades y demandando, con justa razón, mayor justicia social.
Sin embargo, ese movimiento, cuya bandera fue inicialmente la gratuidad en la educación, derivó con rapidez hacia una estética de la confrontación, donde la toma de recintos, la presión callejera y la deslegitimación de las instituciones se convirtieron en prácticas habituales. De ahí emergieron muchas de las figuras que hoy ocupan cargos en el Congreso, en el Ejecutivo y en la administración pública.
El problema no fue su irrupción --necesaria en un país con deudas sociales profundas--, sino la consolidación de una cultura política que valora más el conflicto que el acuerdo, la pureza ideológica más que la responsabilidad democrática, y la épica del desorden más que el trabajo institucional silencioso. Esa cultura encontró su máxima expresión en el estallido social de octubre de 2019: una explosión real de malestar ciudadano, pero también una peligrosa validación de la violencia como herramienta legítima de presión política. Durante meses, sectores relevantes de la clase política e intelectual decidieron mirar hacia otro lado o, derechamente, romantizaron la destrucción como una forma de justicia.
Se justificó la quema del Metro, las agresiones a Carabineros, los saqueos y el caos, bajo la consigna de que "Chile despertó". Ese clima fue el caldo de cultivo de una Convención Constitucional dominada por una izquierda radicalizada que, en 2022, propuso un texto refundacional, identitario y profundamente ideológico, sin afán de síntesis ni de inclusión. El país respondió con claridad: el 62% rechazó una propuesta que dividía más de lo que unía. Un año después, el péndulo giró hacia el otro extremo: una nueva propuesta --liderada por una derecha inflexible-cayó en el mismo error, con un texto rígido y excluyente, igualmente ajeno al sentir mayoritario. Dos fracasos consecutivos, por parte de ambos extremos del arco político, deberían bastar para que entendamos que no hay futuro en los atajos ideológicos ni en las verdades únicas. Trabajar por el bien común del país Sin embargo, Chile conoce otro camino.
Durante más de dos décadas, la Concertación y luego la centroderecha agrupada en Chile Vamos supieron sostener un país que, con todas sus limitaciones, logró avances reales: estabilidad política, crecimiento económico, reducción de la pobreza y expansión de derechos sociales. Entre 1990 y 2010, Chile avanzó de manera sostenida gracias a una política de acuerdos, donde centroizquierda y centroderecha supieron encontrarse en un amor compartido por el país, más allá de sus diferencias. Por supuesto, ese período no estuvo exento de errores, desigualdades persistentes ni casos de corrupción. Pero como en toda democracia real, Chile fue gobernado por seres humanos, no por ángeles. La democracia convive con la fragilidad y el pecado. Lo importante es que esos errores no se naturalicen ni se oculten, sino que se enfrenten con responsabilidad y con vocación de corregir el rumbo. El resultado fue un país que avanzó. Imperfectamente, sí. Pero avanzó. Hoy, en cambio, vivimos un clima de permanente enfrentamiento. Una izquierda que ha extraviado el horizonte del diálogo y se enreda en discursos identitarios sin eficacia real. Y una derecha tentada por la arrogancia de "la mano dura", incapaz de leer el hastío ciudadano frente a los discursos del odio y la exclusión. Ambos extremos parecen más interesados en imponerse que en encontrarse. Mientras tanto, el ciudadano común está cansado. Ese que vive con sueldos justos, que madruga para tomar el Transantiago o la micro rural, que estudia, cuida a su familia, trabaja y apenas llega a fin de mes. No quiere más épicas vacías ni refundaciones ideológicas. Quiere vivir en paz. Quiere seguridad, educación de calidad, salud digna, crecimiento económico, oportunidades reales. Y sabe, tal vez con más lucidez que las élites, que eso solo es posible si volvemos al diálogo, al pacto, a la moderación. Chile no necesita salvadores ni demagogos, ni discursos mesiánicos que prometen cielos nuevos mientras el país arde. Necesita hombres y mujeres con vocación de servicio, experiencia en el Estado y templanza en el alma. Personas con respeto por la historia, y con el coraje de construir con otros. Elegir a alguien moderado no es rendirse ni resignarse: es elegir el realismo, la esperanza concreta y la gobernabilidad posible. Optar por líderes moderados no se traduce en tibieza ni ambigüedad moral. Es, por el contrario, asumir con coraje el compromiso político más exigente: trabajar por el bien común en un país fracturado. Desde Aristóteles, el bien común ha sido entendido como aquello que permite a todos los ciudadanos desarrollarse plenamente como personas en la polis.
Tomás de Aquino lo reafirma al decir que el bien común es más divino y más estable que el bien individual (Suma Teológica, I-II, q. 90). En la Doctrina Social de la Iglesia, se entiende como la suma de condiciones que permiten a cada uno alcanzar su perfección más plena (Gaudium et Spes, 26). Pero en los últimos años, ese horizonte ha sido desplazado por lógicas tribales y narcisismos ideológicos que vacían la política de su vocación de servicio.
Como advierte el Papa Francisco en Fratelli Tutti, "el bien común no puede alcanzarse sin una opción preferencial por el diálogo como forma de encuentro" (n. 217), ni sin una ética que supere la cultura del descarte y la indiferencia. La política auténtica, dice Francisco, es "una de las formas más altas de la caridad" (n. 180), pues exige entrega, escucha, paciencia y capacidad de tejer consensos duraderos. Jacques Maritain, uno de los inspiradores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, entendió que la democracia solo es sostenible cuando se funda en el bien común y en una espiritualidad del encuentro. Paul Ricoeur habló de una "ética de la responsabilidad", y Jürgen Habermas, desde una tradición secular, defendió el diálogo libre y racional entre ciudadanos como base de toda legitimidad democrática. Frente a este panorama, elegir moderación no es una renuncia a las transformaciones que Chile necesita. Es la única vía para hacerlas viables y justas en un contexto complejo y plural. No hay justicia sin conversación, ni cambios reales sin negociación. La radicalidad que hoy necesitamos no está en el grito ni en el dogma, sino en la valentía de volver a poner el bien común por encima de las trincheras. POR SOLEDAD ARAVENA TEÓLOGA ACADÉMICA DE LA UCSC Ni barricadas ni mano dura: el bien común como camino.