También los árboles hablan
También los árboles hablan L ei una vez, en un libro del gran novelista portugués y Premio Nobel de Literatura, José Saramago, que cuando su abuelo, ya anciano y viudo, se convenció de que moriría al dia siguiente, recorrio con lentitud la parcela donde vivió toda su vida para despedirse con prolongado abrazo de sus árboles. En rigor, se aferro a cada uno de los estriados y roñosos troncos, movido por la gratitud que sentia por la silenciosa belleza y compañía que le habían dispensado. Ya no le quedaban amigos, todos habían partido. Y el abuelo murió al dia siguiente, tal como lo había intuido. Desde que lei aquel párrafo del portugués, nunca más pude ver los árboles de la misma manera. Antes pasaba yo ante ellos sin pensar mucho, la verdad sea dicha, sobre ellos. Simplemente estaban alli, siempre hablan estado alli. Pero desde entonces los contemplo de otro modo, en especial a los de mi jardin. Aprendi a verlos en su exquisita singularidad y empecé a sentir enorme cariño y respeto por ellos. No sólo por su maciza, desinteresada y muda presencia, sino también porque me recuerdan que para ellos debo ser un ser demasiado transitorio. Desde entonces, cuando paseo entre mis árboles pienso a menudo sobre su longevidad.
Supongo que nos observan como lo que en rigor somos, pasajeros en breve tránsito por este mundo, seres que, tras unos noventa años máximo, sino mucho antes, suelen marcharse sin despedirse y para no volver jamás. Imagino que por lo mismo los árboles son sabios, observadores y pacientes, unas existencias resignadas estoicamente a su perpetua inmovilidad, pero conscientes de que atesoran en su interior un instante de eternidad. Lo cierto es que hay árboles que, por genética, viven sólo cuatro o cinco decenios, pero otros duran milenios, y siempre enraizados en el mismo lugar.
Es decir, bien conocen el mundo circundante, lo que los humanos a menudo no logramos. "Los árboles meditan en invierno, gracias a ello, florecen en primavera, dan sombra y frutos en el verano, y se despojan de lo superfluo en el otono", escuché decir por primera vez, en mi juventud, caminando por los bosques de TuPOR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR. ringia, entre las ciudades de Jenay Weimar. Sospecho que ese dicho anónimo, que expresa el amor de muchos pueblos europeos por el bosque, anido en algún pliegue mio. Mi madre respetaba la monumentalidad de los árboles, pero lo suyo eran las flores y plantas. Fue a la primera persona que le of decir que las plantas hablaban, y confieso que pensé que deliraba y yo como era un niño, preferi no contrariarla. Y de verdad, cuando las regaba y cuidaba, les ponía discos de musica clásica y les hablaba. La verdad es que, como las huellas dactilares, cada tronco es diferente., irrepetible. Algunos árboles resisten el devenir del tiempo conservando un tronco terso y lozano, otros en cambio como los olivos y espinosno disimulan los avatares de su existencia, para sobrevivir se retuercen resistiendo como sea. Son además perseverantes.
Dejan que los años pasen y le esculpan en el tronco surcos profundos, de los cuales se enorgullecen. ¿ Quién tiene una vida sin cicatrices? La escritora alemana Christa Wolf dice en una novela que las ramas desnudas de los árboles en invierno son rayos que lanzan al cielo, asi como las raices son rayos que envían al fondo de la Tierra. Considero a los olivos y los espinos voluntades honestas.
Lejos de ellos cualquier intento por aparentar, disimular los golpes y las vicisitudes de la vida, el implacable litigo de la sequía o el abrazo gélido del invierno, o el cruel aliento de la canícula o todo el padecimiento que les infligimos. Sus troncos hablan de existencias sufridas, melancólicas, indoblegables y de modestia inspiradora. El olivo, por cierto, nos habla de historia profunda y los orfgenes greco-romanos y judeo cristianos, entre otros, de lo que denominamos, la civilización occidental.
Desde su indudable longevidad, su aparente muerte en invierno y renacimiento en primavera, los árboles infunden esperanza, nos hablan de ciclos, hacen patente nuestra humana fugacidad y nos instan a reflexionar sobre nuestra existencia y el sentido de ella.
Asi puede surgir en uno la conciencia de que para los árboles -como para las tortugas o los papagayossomos presurosos beduinos que pasamos, lo cual puede inducimos a contemplarlos con respeto y a pensar sobre nosotros mismos. Nos sentamos a la sombra de un árbol copioso sólo porque alguien dejó caer allí, hace mucho tiempo, una semilla. Otros dicen que una semilla contiene muchos bosques. El árbol habla de tiempos remotos, del devenir, de refugio, del resurgir anual y el concatenamiento de las generaciones. Algo que por cierto me sorprendió aunque no tanto, fue enterarme de que investigaciones cientificas recientes han detectado que los árboles «hablan. entre si. Lo hacen a través de tres lenguajes: intercambio quimico, impulsos eléctricos y ultrasonidos. O sea, mi madre tenía razón. Con las casas que habitamos ocurre algo similar. Muchas han sido construidas antes que naciéramos y a menudo, especialmente en Europa o Asia, persisten durante siglos, y sus paredes han sido testigos del transitar de generaciones. Por eso la demolición de casas viejas para levantar desangelados edificios suele entristecernos y dejar desamparados. Hace poco, mientras recorriamos la ciudad natal de mi esposa, decidimos visitar la casa donde creció. Cuando llegamos a la esquina de la propiedad, nos sorprendió verla cercada por paneles de una constructora que apenas dejaban ver el tejado de la casa. Mi señora tocó al portón, y el cuidador -era domingonos dijo que por órdenes superiores no podía permitir el paso a nadie ajeno a la obra, y que mejor volviésemos el lunes. Quince dias despues, tras regresar de la colonial Antigua, vimos con espanto que la casa y sus árboles yan hablan sido derribados y sus restos retirados.
De golpe entendió mi esposa que la modernidad le había arrebatado no sólo el escenario de la niñez y adolescencia en ese barrio ahora salpicado de exclusivos edificios, sino también la posibilidad de instalar sus recuerdos en el sitio en que habían sido presente y dejado impronta en su identidad. Supongo que de la conciencia de que los árboles nos trascienden y revelan nuestra fugacidad se llega a admirar a la madera, expresión de que ni muertos mueren. Creo que fijarnos bien en los árboles junto a los cuales pasamos nos ayuda a ser sensibles, pero no sólo ante la naturaleza, sino también ante los seres humanos. Mi padre amaba y entendia de árboles y por ello de nobles maderas.
Su padre había sido carpintero de barcos en la época del tránsito de los veleros a los vapores, cuando las naves, construidas con mucho maderamen, precisaban llevar abordo a carpinteros para reparaciones urgentes en medio del océano. Por eso, el abuelo navego por los mares del mundo, desde Nueva York a Shanghai, y desde Punta Arenas a Estocolmo.
Incluso atraco un día en la magnifica costa de Cantabria para visitar el entonces pueblo de Ampuero, quese extiende en la frontera entre Cantabria y el Pais Vasco, lo que mueve a algunos a sostener que los de alli son vascos y a otros que son cántabros, pero los de Ampuero, porfiados como son, replican orgullosos: ¡ Somos de Ampuero! Ahi llegué yo también un dia, aunque un siglo después que el abuelo, para ver el lugar rodeado de bosques y proximo al mar cantabro, de donde habían salido los Ampuero a América.
Fue un tal Gascón, astillero de Ampuero, por cierto, quien construyo la carabela La Pinta, que era la más veloz de la flotilla del Almirante Cristóbal Colón, formada además por la Santa Maria y La Niña. Los de Ampuero eran, aun conservan esa fama, intrépidos navegantes. Cantabria se parece en clima, paisajey pescadosy mariscos, a Chiloé, y está rodeada por densos y verdes bosques.
Tal vez, mi amor por los árboles viene del Colegio Alemán, de mi abuelo navegante, la memoria genérica de Cantabria, la lectura de Saramago y también de mi madre, que respetaba a los árboles y le hablaba y ponia música a las plantas..