UNA ISLA EN EL PANTANO: La controvertida fórmula DEL LICEO SIMÓN BOLÍVAR
UNA ISLA EN EL PANTANO: La controvertida fórmula DEL LICEO SIMÓN BOLÍVAR A esta hora, un grupo de alumnos pinta un mural en el patio del Liceo Simón Bolívar. Otros, de enseñanza media, hacen remolinos de papel para decorar una ceremonia de la básica. En una sala de música suena un cover de Los Prisioneros, mientras en el patio algunos juegan a la pelota. Hay chilenos, haitianos, venezolanos, colombianos.
La mayoría, dicen desde el equipo de Convivencia, son chicos tranquilos, hijos de familias trabajadoras de la misma población, aunque también hay estudiantes con trayectorias más complejas: algunos tienen a sus padres en la cárcel, otros viven con sus abuelas, varios están judicializados y están expuestos e involucrados en situaciones de alto riesgo, como robos y uso de armas. El Simón Bolívar es un colegio antiguo. Muchos vecinos han pasado por sus salas y aún conservan algún lazo con él, ya sea como exalumnos, apoderados o funcionarios. En una población marcada por la violencia y el abandono, el liceo ha logrado mantener cierto prestigio y respeto, incluso entre quienes transitan por caminos más hostiles. Es temprano en la población El Castillo, en La Pintana. El liceo queda a pocas cuadras del sector conocido como El Pantano, una zona encajonada entre Avenida Santa Rosa y el Acceso Sur. Hace 19 días, un operativo terminó con nueve detenidos en este mismo sector. La policía llegó con helicópteros, perros y drones para recuperar autos robados, e incautar armas y drogas. Todo eso, dice Loreto Ugalde, directora del liceo, es parte del paisaje habitual. Tiroteos, ajustes de cuentas, funerales narco que interrumpen la vida de la comunidad y de este colegio científico-humanista enclavado en una de las zonas más complejas de la capital. Sin embargo, aquí dentro ocurre algo distinto.
El colegio ha contenido la tensión externa con decisiones estructurales que han implicado modificar, incluso, lo que se enseña y cómo se enseña. "Es una burbuja", dirá luego Silvana Sánchez, presidenta del Centro de Padres, contrastando esa realidad con el panorama nacional: mientras Chile acumula más de 12.000 denuncias por violencia escolar en un año y un tercio de los estudiantes presenta inasistencia grave, el Simón Bolívar parece haber encontrado una fórmula para mantenerse en pie. --Nosotros sabemos que nuestros alumnos son otros niños cuando salen de aquí y muchos se mueven con el lenguaje de la calle y el código de la calle --dice Giovanna Guzmán, psicóloga del ciclo de básica--. Pero acá dentro son niños, y hacemos todo para que puedan serlo al menos por un rato. La pregunta que se hacen todos es a qué precio. Y qué están dejando atrás para mantener esa calma. Curriculum oculto La convivencia escolar en Chile atraviesa uno de sus momentos más críticos. En 2024, se registraron 13.970 denuncias por conflictos de convivencia escolar, un aumento del 12,9% respecto al año anterior y la cifra más alta registrada hasta ahora. Solo en el primer trimestre de 2025, ya se acumulan 2.501 casos, lo que representa un incremento sobre el 14% en comparación con el mismo periodo del año anterior.
En ese contexto, el Liceo Simón Bolívar parece una excepción: no hay peleas en los pasillos, no hay profesores agredidos, no hay estudiantes expulsados por actos de violencia, a pesar de las tensiones propias del escenario vulnerable en el que se encuentran. Así lo aseguran su directora y personal a cargo. --La única forma de sostener esto era dejar de apretar --reconoce Loreto Ugalde, la directora--. No podíamos exigir académicamente. Si lo hacíamos, esto se rompía. Desde 2019, cuando asumió la nueva dirección, el colegio comenzó a operar con otros criterios. Además de la contención, el foco se desplazó a la permanencia de los alumnos. Eso ha significado asumir los imponderables del entorno y responder a ellos con flexibilidad: ante allanamientos, funerales narco o rumores de ajustes de cuentas, la ausencia de los estudiantes se comprende. Lo mismo cuando visitan a padres privados de libertad. --Muchos son hijos de gente que está en la cárcel. Muchos hijos --dice Carmen Cortés, encargada de la biblioteca, la funcionaria más antigua del liceo--. Por ejemplo, los martes, aquí por curso faltan como diez alumnos cuando van a ver a los papás. El liceo trabaja con el currículum nacional vigente. Lo que se ha hecho, explican del Servicio Local de Educación (SLEP) El Pino, es flexibilizar ciertos contenidos, atendiendo a las características y necesidades de los estudiantes. Esto no significa dejar de lado el currículum, aseguran, sino más bien adaptarlo para que los aprendizajes sean posibles en ese contexto. Geraldine Ulloa, de 16 años, estudiante de tercero medio que llegó al liceo escapando del bullying en otro colegio, lo explica así: --Aquí los profes te conversan, te apoyan, te preguntan por tu vida. Eso no me había pasado en el otro colegio. Si ven que estás bajo en una materia, te hablan, te ayudan con más tareas. No son estrictos como en otras partes, son un diez con nosotros. Eso hace que todos estemos más tranquilos. Sabe, también, que muchos de sus compañeros arrastran vidas difíciles. Algunos viven con familias, otros están solos. --Yo vivo con mi papá, mi mamá y mi hermano. Llego del colegio, me baño, me pongo el pijama y hago tareas. Quiero estudiar para prevencionista de riesgos, pero, claro, tengo compañeros que ni piensan en estudiar ni en trabajar. Dicen que no tiene sentido. Igual respetan a los que tenemos otra vida.
Hay cariño. --Acá dentro, incluso quienes son de otras culturas, otras etnias, o tienen otras orientaciones, se sienten seguros --dice Carmen, la encargada de la biblioteca--. Tenemos estudiantes LGBT+, no binarios, que en otros espacios son objeto de burla. Pero aquí, al menos, hay respeto. Esa atmósfera de resguardo emocional también obligó a redefinir lo pedagógico. La profesora Valentina Valdés lo vivió en carne propia. Cuando llegó, se encontró con cursos completos de enseñanza media que no sabían sumar. Y tuvo que decidir entre seguir el currículum o empezar desde cero. --Trabajé con material de cuarto básico --recuerda Valentina--, con operaciones básicas, sistemas numéricos. Me senté con la gente de UTP y les dije: tenemos que armar un plan. No podemos plantearnos trabajar para el Simce si los niños de cuarto medio ni siquiera tienen una base. En ese ejercicio, fue discriminando contenidos. Enseñando lo imprescindible para que, si alguno lograba avanzar hacia estudios superiores, tuviera herramientas. Pero sin forzar. --Porque ahí entra en juego la tensión que se puede generar --agrega Valentina--. Eso lo conversamos con los colegas en otras instancias. Al mismo tiempo que uno contiene, también trabaja con miedo. Por eso no es posible forzar y eso es lo que acá el colegio entiende como necesario para mantener una especie de tregua en relación a lo que pasa afuera del liceo. Aquí hay chicos que pertenecen a bandas rivales, pero dentro del colegio no se tocan. Ese enfoque, agrega la directora Loreto Ugalde, no es aislado. El equipo de convivencia ha diseñado un modelo de atención que no solo gestiona conflictos, sino que acompaña a los alumnos. Cada caso es seguido de cerca.
Las psicólogas, la trabajadora social, la orientadora, incluso el profesor de educación física, están entrenados para detectar señales de vulneración, activar protocolos, hablar con las familias y contener desbordes que pueden desencadenar actos de violencia. --La vida de estos niños es dura --dice Francisca Alvarado, trabajadora social del liceo--. Muchos tienen padres presos, muchos ya están judicializados, otros viven en residencias, hay niñas institucionalizadas que sorprendentemente son las que mejor rinden académicamente, ¿sabes por qué? porque están acompañadas en esas residencias. Muchos niños llegan a sus casas y no tienen a nadie que los acompañe en el proceso educativo. Después del fin de semana llegan descompensados. A veces no quieren ni entrar a clases porque vienen mal.
Tuvieron problemas con alguien, con algún familiar, y regresan totalmente desregulados. --Nosotros estamos ocho horas con ellos --agrega una integrante del equipo de convivencia--, pero después se van a sus casas y todo puede continuar allá. --Y afuera es la selva --resume otra profesional--. Allá se glorifica la muerte. Para algunos, el uso de armas es normal. Acá adentro intentamos que vivan otra cosa.
Valentina Valdés, que los ha acompañado en la sala y más allá, lo dice sin rodeos: --El problema es del sistema completo, y es mucho más grande, no solo de los profesores y menos de los estudiantes. El precio Lo que se ha construido en el Simón Bolívar es un sistema que funciona, pero que también renuncia. La escuela, dicen, ha dejado de ser un motor de movilidad para muchos de los apoderados y de los alumnos. Ellos han tenido que lidiar con eso abandonando la idea de formar al mejor alumno. --Antes soñábamos con que fueran a la universidad.
Hoy, con UNA ISLA EN EL PANTANO: La controvertida fórmula DEL LICEO SIMÓN BOLÍVAR Mientras las cifras de violencia escolar alcanzan récords históricos en Chile, un liceo en plena población El Castillo, en el corazón de La Pintana, ha logrado mantenerse al margen: no hay peleas, aseguran, ni expulsiones, ni profesores agredidos. Para sostener esa calma, ha debido aplicar un currículum que prioriza el vínculo y la contención por sobre las metas y exigencia académicas. Pero eso también ha abierto una tensión: cómo evitar que el colegio se transforme solo en una guardería, y al mismo tiempo recupere su sentido original como agente de movilidad social. POR ARTURO GALARCE. FOTOS SERGIO ALFONSO LÓPEZ "La única forma de sostener esto era dejar de apretar", explica la directora, Loreto Ugalde. De pie, de izquierda a derecha: Joyce Olivares, coordinadora del programa de integración; Claudio Abarca, encargado de convivencia escolar y Katheryn Pereda, jefa de la unidad técnica pedagógica. Sentadas, Loreto Ugalde y la inspectora, Camila Pinto. "Afuera es la selva. Allá se glorifica la muerte. Para algunos, el uso de armas es normal. Acá adentro intentamos que vivan otra cosa".. UNA ISLA EN EL PANTANO: La controvertida fórmula DEL LICEO SIMÓN BOLÍVAR que terminen cuarto medio --dice una integrante del equipo directivo. Varios profesores, cree Valentina Valdés, sienten que algo se está perdiendo en esa decisión que permite la sana convivencia del liceo. Esa duda, dicen desde el equipo directivo, no solo atraviesa a los que permanecen, sino también a los que se han ido o ni siquiera alcanzan a llegar por el estigma que carga la comuna. Camila Pinto, inspectora general del liceo, cuenta que algunos docentes ni siquiera alcanzan a hacer clases: llegan, observan el entorno, preguntan por los cursos y se van antes del primer recreo. Otros completan una jornada y no vuelven. Algunos duran semanas, incluso meses, pero se retiran por miedo, por agotamiento, o porque no están de acuerdo con bajar sus estándares ni con relativizar lo que exige el currículum.
Carmen Cortés, encargada de la biblioteca y testigo de décadas de cambios, lo resume con estas palabras: --Llegan jóvenes, muy entusiastas, pero sin saber dónde están parados --dice--. Cuando ven que hay estudiantes con causas judiciales, o que hay niños que se descompensan si los presionas, no aguantan. Y se van. Desde el equipo de convivencia también se reconoce esa tensión.
Lo que para el niño es un refugio, para el adulto puede transformarse en un lugar de desgaste emocional tratando de cubrir huecos del sistema que no le corresponden al profesorado. --Uno llega a su casa con una carga brutal --dice Valentina--. Porque son historias duras. Porque uno se involucra. Porque los quiere. Nosotros con mis compañeros hacemos terapia de grupo cuando estamos afuera. Hablamos mucho de esto, donde botamos nuestro estrés, la rabia, el enojo, la frustración que a veces tenemos, sobre todo con los padres de estos chicos. Silvana Sánchez, presidenta del Centro de Padres, lo observa desde su ángulo. Dice que hay apoderados que se aprovechan.
Que ven al colegio como un lugar seguro y estable, donde sus hijos están cuidados, pero no necesariamente donde se exige, dejando todo en manos del establecimiento. --Muchos lo dejan ahí ya porque aquí van a tener desayuno, almuerzo y van a estar cuidados --dice Silvana--. Pero no todos se preocupan de que aprendan. Desde la dirección lo saben. Por eso han puesto énfasis en construir algo más que un espacio de resguardo: una comunidad.
Atienden llamados y mensajes incluso los fines de semana, hacen seguimiento a niños que ya no están matriculados, y mantienen vínculos con exalumnos. --Nosotros seguimos en contacto aunque ya no estén acá --dice una profesional del equipo de convivencia--. Los seguimos esperando. Porque ese niño, tarde o temprano, va a necesitar volver. Esa lógica de contención ha sostenido al colegio durante años. Pero hoy, más que mirar hacia atrás, el desafío está en avanzar: quieren ser también un espacio formativo. Un lugar donde no solo se proteja, sino donde también se enseñe.
El problema, reconocen, es que no todo depende de ellos, pues no tienen control sobre lo que ocurre con los alumnos cuando cruzan la reja del colegio y regresan a sus casas. --Uno hace todo el esfuerzo acá, pero después ellos se van. Y allá no sabemos qué pasa --dice una de las profesionales--. Y eso cambia todo. Desde el equipo directivo también conocen esa frustración: --Cuando ves a uno en las noticias por un portonazo, te duele la guata --dice Loreto Ugalde--. Porque tú lo conociste: era cariñoso, respetuoso. Y ahora está preso. Algo que cuidar Cuando la dirección del Simón Bolívar asumió en 2019, solo 23 estudiantes llegaban a cuarto medio. Hoy, ese número ha subido a 32. En 2023, fueron 41. De ellos, 20 ingresaron a la educación superior y 16 continúan estudiando. No es una cifra espectacular en términos estadísticos, reconocen, pero para un colegio ubicado en una de las comunas más golpeadas por la exclusión, la deserción y la violencia, es casi un milagro.
Parte de ese logro ha sido posible gracias a iniciativas como el programa PACE (Programa de Acompañamiento y Acceso Efectivo a la Educación Superior), una política pública chilena que permite a estudiantes de liceos con alta vulnerabilidad ingresar a la universidad sin rendir la PAES, siempre que hayan demostrado compromiso, asistencia y rendimiento durante la enseñanza media. --Es súper fácil ingresar a la universidad a veces --dice Valentina Valdés, profesora de matemáticas--, pero el salir es un tema muy difícil. Muchos pueden acceder, incluso con programas como el PACE, pero después llegan y se dan cuenta que no están al nivel de lo que se les exige ahí. El colegio hace lo posible por acompañarlos incluso después de egresar. Valentina ha reforzado matemáticas con exalumnos que cursan carreras como ingeniería comercial. Lo hace fuera del horario, en los ratos que quedan, y no es la única profesora que lo hace. --Una de mis exalumnas vino el año pasado --cuenta--. Se sentía perdida. No entendía lo que le enseñaban. Y claro, el desfase era brutal. Le pedí ayuda al profesor de ciencia también. Lo hicimos entre los dos. Los casos como el de esa alumna son frecuentes.
Llegan a la universidad arrastrando vacíos que no se cerraron a tiempo: años sin profesores estables, currículums recortados para no fracturar la convivencia escolar, estrategias de contención que, si bien los mantuvieron a salvo, no siempre lograron prepararlos. --Hay estudiantes que entran y simplemente no les da --dice una integrante del equipo directivo--. No porque no tengan talento, sino porque no tienen el conocimiento o las herramientas para mantenerse. --Una cosa es enseñarles de aquí a cuarto medio y después dejarlos solos en la vida --agrega Valentina--. Ahí es cuando se revienta la burbuja que ellos tienen acá en el colegio. Salen a la vida y se encuentran con una realidad súper distinta. Y al final se sienten botados y no saben qué hacer. No tienen muchas veces herramientas, no necesariamente académicas, sino otro tipo de herramientas para enfrentarse a esta vida de adulto. Silvana Sánchez, presidenta del Centro de Padres, lo resume así: --Me da pena --dice--. Porque uno los ve como niños acá, y después sabe que están haciendo otra cosa afuera.
Si la casa fuera igual que el colegio, con el mismo cariño, sería todo muy distinto. --Ellos tienen esta choreza que incluso a uno le da miedo a veces --dice Valentina Valdés--, pero en el fondo son niños que nadie les entregó nunca respeto ni cariño.
Hace una pausa y pregunta: --Eso igual es fuerte, ¿o no? Algunos docentes se retiran por miedo, por agotamiento, o porque no están de acuerdo con bajar sus estándares ni con relativizar lo que exige el currículum. "Nosotros sabemos que nuestros alumnos son otros niños cuando salen de aquí y muchos se mueven con el lenguaje de la calle y el código de la calle. Pero acá dentro son niños, y hacemos todo para que puedan serlo al menos por un rato", dice Giovanna Guzmán, psicóloga del ciclo de básica..