Autor: JOAQUÍN GARCÍAHUIDOBRO
Columnas de Opinión: La universidad ahogada
Columnas de Opinión: La universidad ahogada Harvard, Columbia y las otras grandes universidades norteamericanas enfrentan un verdadero ataque de drones por parte de Donald Trump, que lleva a que el tema de la autonomía de la educación superior haya vuelto a ser objeto de nuestra preocupación. Sin embargo, me temo que esta es solo una parte del problema. Resulta necesario preguntarse: ¿ qué hizo posible esta situación que parece una auténtica pesadilla, como bien saben los estudiantes chilenos que se disponían a estudiar en ese país? Esta historia tiene una precuela. La mayoría de esas universidades se han dedicado durante décadas a practicar la cultura de la cancelación. Las preferencias ideológicas de los académicos no tienen nada que ver con aquellas que mantiene la mayoría de los ciudadanos. “No conocemos a nadie que haya votado por Trump”, me decían desconcertados unos profesores amigos. El suyo no es un caso excepcional de desconexión entre el mundo universitario y el ciudadano común. Todos sabemos que allí, al menos en humanidades, las posibilidades de hacer carrera si uno no tiene las ideas “correctas” son bajísimas.
Se ha impuesto hasta un modo de hablar, hay gente que puede y otra que no puede dar una conferencia en un campus y los contenidos de los programas son examinados por toda clase de censores. No vaya a ser, por ejemplo, que alguien ponga en la bibliografía más varones que mujeres. Los estudiantes judíos lo han pasado mal, muy mal, porque muchos ven en ellos a un Netanyahu en potencia.
En ese contexto, es natural que mucha gente de a pie se pregunte: ¿ esas son las universidades que constituían un motivo de orgullo nacional? Trump no podría incurrir en todas estas desmesuras si no tuviera apoyo en una población que está hastiada por la arrogancia de las élites progresistas. El problema es que la respuesta, el wokismo de derecha, es una pésima solución. Hay, sin embargo, otras razones que explican que esas universidades sean hoy tan vulnerables: su enorme dependencia de los fondos públicos. Como los rankings se determinan especialmente por la investigación y esta es una actividad cara, las instituciones académicas se han transformado en unas máquinas de tragar dinero. Aquí no basta con lo que pagan los alumnos o aportan los donantes, de modo que se recurre al Estado. Hasta que llega un gobernante que se aburre de este juego.
Para las universidades, depender del Estado puede ser muy peligroso, porque las autoridades cambian, de modo que su libertad, que parecía tan grande, en el fondo pende del hilo de unos humores que pueden ser muy mudables. Existe, con todo, una razón más profunda que explica esos pies de barro. Aunque al ciudadano medio le parezca rarísimo, gran parte de las universidades no saben qué son ni para qué existen. Durante siglos se pensó que eran instituciones donde profesores y alumnos se reunían con el propósito de buscar y difundir la verdad. Pero ahora estamos en tiempos escépticos y relativistas y muchos académicos están convencidos de que la verdad no existe o, al menos, de que resulta peligrosa. Se repite como un mantra que si alguien pretende poseer la verdad es un totalitario en potencia, que tratará de imponerla a los demás. Es curioso cómo tanta gente inteligente puede tragarse tamaña desmesura. Las universidades son más grandes y tienen más medios que nunca en su historia, pero parecen adolescentes desorientados, porque no saben quiénes son ni para qué están. Las personas e instituciones con identidad débil se tornan vulnerables. Muchas han reaccionado transformándose en grandes empresas.
Así, aparece un amplio mercado de rankings, artículos indexados y procedimientos de acreditación donde se pregunta a las casas de estudio cuáles son los insumos y procesos que emplean para sacar un “producto”, como si se tratara de fabricar unas salchichas que deben tener todas el mismo perfil de egreso, que es aquello que demanda el mundo profesional. La universidad actual ha dejado de ser un lugar de hombres y mujeres libres. Quien se dedica simplemente a cultivar el saber y a atender bien a sus alumnos es un bicho raro.
Si a los profesores se nos evalúa por la investigación, ¿qué incentivo tenemos para hacer clases en los primeros años, los más importantes? La queja de los estudiantes en las grandes universidades del Primer Mundo es generalizada, ya que se manda a dictar esas clases no a los profesores que tienen más conocimiento y experiencia, sino a principiantes, que algunas veces son muy buenos, pero no siempre. ¿Cómo se defienden las universidades en este contexto? Bajando la exigencia, de modo que todos estén contentos. Por eso apreciamos un alza generalizada del promedio de notas en la mayoría de las universidades del mundo. No a causa de que los estudiantes sean más trabajadores o inteligentes, sino porque ellas se han rendido a las demandas del alumno-cliente, que quiere tener un título fácil y prestigioso a la vez. No, no culpemos solo a Trump.
Él simplemente es una persona que no tiene mucha cultura y que, a la hora de enfrentar un problema muy real (el hecho de que el Estado esté financiando un sistema universitario que presenta graves anomalías), ha decidido cortar por lo sano y, como dice una antigua expresión alemana, ha “tirado al bebé junto con el agua de la bañera”. n.