Autor: María José Navia
Columnas de Opinión: Las lecturas de Mario Vargas Llosa
Columnas de Opinión: Las lecturas de Mario Vargas Llosa La columna de Mario Vargas Llosa fue muchas cosas pero, primero que todo, fue un lector. Un lector feliz y admirado que le dio un lugar a sus lecturas en cada cosa que escribía.
Es lo primero que dijo en su discurso de recepción del Nobel: “Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de La Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida”. En la carrera de Letras, en la UC, era lo primero que encontrábamos.
Antes que sus novelas tan elogiadas (“Conversación en La Catedral”, “La ciudad y los perros”, “La fiesta del chivo”; libros todos que serían lecturas obligadas en clases, por esos años) lo que leíamos del autor peruano era el primer ensayo de “La verdad de las mentiras”. La puerta de entrada al mundo de este autor era a través de sus ojos lectores.
Eran palabras que se quedaban con uno para siempre y nos invitaban a pasear por los distintos textos dedicados a sus escritores favoritos y sus obras: Thomas Mann, Joseph Conrad, William Faulkner o incluso algunas mujeres (aunque hay que reconocer que no abundan mucho las autoras entre aquello que escribe y cita): Virginia Woolf, Isak Dinesen, Doris Lessing. Vargas Llosa lo decía desde un comienzo: “En efecto, las novelas mienten no pueden hacer otra cosa pero esa es solo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que solo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es”. El autor habla nunca dejó de hacerlo de la importancia de las ficciones. Las que creamos y las que nos rodean.
Escribió que “lo que somos como individuos y lo que quisimos ser y no pudimos serlo de verdad y debimos por lo tanto serlo fantaseando e inventando nuestra historia secreta solo la literatura lo sabe contar”. Quizás por eso en muchos de sus libros se transmite esa sensación de grandeza. De un escritor que sabía la importancia de lo que estaba haciendo. Y, sobre todo, la importancia de pertenecer a una tradición, a una historia entretejida por otros autores con quienes la conversación y la deuda debía ser permanente.
Algo que, según expresó en el mismo discurso, empezó a hacer incluso de niño: “Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final.
Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras”. Por eso, en medio de sus novelas, la publicación de ensayos.
Como “La verdad de las mentiras”, o “La tentación de lo imposible” (su meditación sobre “Los miserables”), o, mi favorito: “La orgía perpetua”. Leerlo en el metro atraía todo tipo de miradas de curiosidad o reprobación en mis tiempos de universidad. El título, sin embargo, de nuevo nos volvía a las lecturas, al homenaje, a ese breve agradecimiento inmenso que puede ser un epígrafe.
En “La orgía perpetua”, Mario Vargas Llosa analiza con ojo experto (pero no por eso menos enamorado) Madame Bovary, y, para eso, comienza con un epígrafe de una de las cartas de su autor, Gustave Flaubert (a quien llama su maestro). Allí se lee que la única manera de soportar la vida es sumergirse en la literatura como en una orgía perpetua. El recorrido que hace Vargas Llosa por la novela es deslumbrante. Te hace pensar que leer es irse a vivir a los libros que leemos, abrir todas sus puertas y ventanas, espiar rincones. Abandonarse. Y Vargas Llosa se rinde frente a esta novela que lee desde la fascinación erudita y, también, desde la herida.
Cuenta que, a veces, cuando se siente desdichado, vuelve al momento en que Emma Bovary, perseguida por sus acreedores (pues sus anhelos románticos no van solo de amor y deseo sino de consumo y lujo) va donde sus amantes para pedirles ayuda y entonces entiende lo profundo de su abandono. En ese rechazo, para Vargas Llosa, se concentra toda la intensidad de la desdicha. Y eso, extrañamente, lo devuelve a la vida. Lo salva. Se ha hablado esta semana de las novelas y personajes más importantes creados por Mario Vargas Llosa pero para mí, su mejor personaje ha sido siempre el lector. Ese lector (complejo, apasionado y a veces contradictorio, como todo lector) que Vargas Llosa fue construyendo, de a poco, en su obra. El lector que aparece en sus ensayos como una invitación a volver a mirar, pero que también se asoma en los ecos de la escritura de otros en sus propias obras. Yo no sé qué libros se leen de Vargas Llosa hoy en los colegios o universidades.
Sé que se lee menos de lo que se cree y me pregunto cómo serán esas nuevas lecturas, cómo se acercarán las nuevas generaciones a esta conversación infinita: si empezarán por las adaptaciones al cine de algunas de sus novelas, si preferirán los audiolibros y que sus palabras (en voces de otros) los persigan y hechicen como fantasmas; si se acercarán con curiosidad a sus novelas, de ambición de gigante, o, como yo, se quedarán con el escritor que sigue leyendo, que nos invita a volver siempre a la literatura de otros y otras, para que nos cambie.
Se ha hablado esta semana de las novelas y personajes más importantes creados por Mario Vargas Llosa pero para mí, su mejor personaje ha sido siempre el lector.. Hace una semana nos enteramos de la muerte del escritor peruano Mario Vargas Llosa y en medios y redes se ha hablado de sus novelas, de su premio Nobel, de sus opiniones políticas. Hoy quisiera rescatar su faceta de lector.