COLUMNAS DE OPINIÓN: Literaria
COLUMNAS DE OPINIÓN: Literaria Marco López Aballay, Escritor culturadiaguita@gmail.com Literaria En el taller de poesía se hacía llamar `Literaria' y aseguraba que el arte de escribir constituía un acto de fe, aunque también romántico y en ocasiones, hasta revolucionario. Otras veces decía cualquier cosa con tal de participar y seguir la ruta de una conversación sin sentido. En la tercera o cuarta sesión de taller no pude evitar observarla y me fijé que hablaba sola. O tal vez lo hacía como cualquiera de nosotras. Y mientras sonreía miraba al cielorraso, pero a nadie parecía importarle. En algún momento me acerqué y traté de entender sus palabras que sonaban como cataratas y no conducían a ninguna parte. Ya cerca de ella pude corroborar lo que algunas compañeras aseguraban: halitosis. Entonces aguanté la respiración y le dije que bueno conocerte. Y rió, o al menos eso creí. Una tarde el taller se suspendió y Literaria me invitó a dar vueltas como trompos por el centro de la plaza. Acepté de buenas ganas, porque tenía interés en su amistad y además no quería encerrarme en casa tan temprano. En algún momento se sinceró y dijo que aquel lugar apestaba, por decir algo le aseguré que también estaba chata del taller y los poemas rimbombantes que flotaban sobre la mesa. Dudé si se refería a la plaza o a la ciudad y cambié rápidamente de tema, ofreciéndole una pitada de marihuana.
A la quinta vuelta nos percatamos que no quedaba nadie, excepto un perro gigante que nos miraba de reojo e imaginé a mis amigos desparramados por el mundo y que, literalmente hablando, llevaban una vida de perros. No sé en qué momento mi acompañante comenzó a tambalearse de un lado a otro, suplicando por favor que la tomase de la mano. Obedecí como si fuese mi abuela la que ahora estaba en peligro.
Acto seguido me dijo que, de aquí en adelante, debía llamarla por su nombre y apellidos verdaderos: Carmen Liquitay Aguilef. ¡¿Cómo?! ¿Cómo qué? ¿ Cómo debo llamarte? Agaché la mirada y sentí un trueno en el pecho, que bien podría ser un flechazo o un puntapié, porque de pronto Literaria me pareció la mujer más hermosa del universo, y sin pensarlo dos veces, la besé. Lo que recibí fue un beso largo, tibio y ácido y sentí la halitosis como bola de fuego que entraba por la garganta y salía por la nariz. No sabría explicar el porqué, pero sentí compasión por ella y por todas las féminas del mundo. Después de las caricias y los besos, me entregué a la tarea de llevarla a su casa, pues estaba tiritona y su cuerpo parecía gelatina. Una vez arriba del bus se quedó dormida y despertó a sobresaltos mientras aseguraba que estábamos a las puertas del apocalipsis, puesto que la tierra desaparecería en cualquier momento. Antes de bajar pidió por favor que la tomase de la mano y la cintura. Me ha dado una de mis crisis, dijo con voz pastosa. ¡No me sueltes! Y la llevé en andas a su casa. La poesía de Martínez, Literaria, me parecía triste e incolora, de poco vuelo y además panfletaria, como canción de protesta y cebollera. Hablaba de la contaminación ambiental, el planeta que caía a pedazos y las transnacionales que mataban su espíritu rebelde e indomable, y la falta de agua amenazaba con secarnos hasta los huesos. Todo cabía en sus versos: activismo ambiental, naturaleza viva y muerta, aire, tierra, fuego, viejos estandartes de una lucha ancestral que, a mi parecer, a ninguna de las integrantes del taller importaba. Entre sus alocuciones aparecían nombres que desconocía: Rigoberta Menchú, Berta Cáceres, Bartolina Sisa y tantos otros que entrechocaban con las paredes de mis pensamientos. Carmen Liquitay Aguilef recitaba con rabia y blanqueaba los ojos como si aquello fuese un orgasmo. Y eso sí me gustaba. En una sesión de taller las poetas fueron duras con ella: argumentaron que sus poemas eran de poca monta, sonaban a lugar común y era evidente la falta de estética literaria. Carmen Liquitay sonrió burlonamente y no dijo ni media palabra más. Al mes siguiente desapareció del taller y también de mi vida, la que ahora caía a pedazos..