Editorial: Última Cuenta Pública
Editorial: Última Cuenta Pública Por mucho que se quiera revestir con símbolos, cifras y consignas, toda cuenta pública presidencial es, en esencia, un juicio a la gestión del poder. No solo a los logros concretos o a los anuncios por cumplir, sino también a la forma en que un mandatario ha entendido su rol y el vínculo con la ciudadanía.
La última cuenta pública del Presidente Gabriel Boric, que marcó el cierre de su ciclo ante el Congreso, dejó en evidencia las luces y sombras de un mandato que, pese a sus avances, ha estado tensionado por la falta de consensos amplios, una ciudadanía exigente y un centralismo que sigue reproduciendo inequidades. El Presidente apostó por un tono decididamente político.
En más de dos horas de discurso, destacó los acuerdos alcanzados con la oposición que permitieron sacar adelante proyectos de ley complejos, aunque también envió un mensaje claro a la ciudadanía en medio de un año electoral.
“¿Hubiésemos pagado la deuda histórica a los profesores, sacado adelante la reforma previsional, recuperado el diálogo social, o elaborado una Estrategia Nacional del Litio que no dependa solo del mercado?” Y la respuesta: “Creo honestamente que no, porque los gobiernos encarnan y expresan proyectos distintos”, no deja espacio para ambigüedades. Boric quiso dejar instalado un relato de identidad, diferenciación y legado. Nadie puede negar que hubo avances relevantes. La ley de 40 horas, el aumento del salario mínimo, la reforma previsional en curso, y las más de 60 leyes vinculadas a la modernización institucional frente al delito son logros reales. Pero la cuenta pública no es solo una rendición de resultados; es también un acto de transparencia frente a lo que no se logró o directamente fracasó. Y en eso, el balance quedó cojo.
Boric evitó mencionar los escándalos que han impactado a su administración Procultura, licencias médicas, casos de corrupción en reparticiones públicas, optando por una mención general a una agenda de probidad que suena a poco frente al nivel de descomposición que parte importante de la ciudadanía percibe en la política. En materia de seguridad, si bien destacó la creación del Ministerio respectivo y el reforzamiento a las policías, los indicadores de percepción ciudadana muestran que ese esfuerzo aún no se traduce en tranquilidad. Más grave aún es que las expectativas en materia de crecimiento económico y reactivación del empleo sigan siendo eso. Pero quizás lo más preocupante para quienes vivimos en regiones es que el discurso presidencial volvió a evidenciar el profundo sesgo centralista de la política nacional.
De hecho, ayer la notoriedad de Ñuble no vino por un anuncio del Ejecutivo para nuestra región, sino de una acción aislada y cuestionable: la diputada Sara Concha levantó la bandera de Israel en pleno salón de honor, en un gesto que poco tiene que ver con los desafíos reales de sus representados y más con la importación de conflictos internacionales para fines simbólicos. El Presidente cerró su última cuenta pública apelando a las convicciones que lo llevaron a La Moneda.
Pero su legado no se medirá solo por los proyectos que enumeró, sino por su capacidad -o falta de ellade haber tendido puentes y generado transformaciones sostenibles en un país que pide diálogo, eficacia y equidad.
Los gobiernos pasan, las cuentas presidenciales y promesas también, mientras para Ñuble las respuestas a las grandes preguntas sobre su postergado desarrollo siguen pendiente.. Un sistema presidencialista como el nuestro amplifica la concentración del poder y los recursos en la capital, dejando a las regiones sin herramientas efectivas para incidir en las políticas públicas. La descentralización sigue siendo una promesa retórica en los discursos. Ayer no fue la excepción. EDITORIAL