Hacia el corazón de las FALKLAND
Hacia el corazón de las FALKLAND ETIHWNALLA AGENCIAS.
Para visitar a los pingüinos en Volunteer Point se debe contratar un tour, pues el acceso e colaboró en la identificación de los soldados caídos argentinos y en un proyecto (en el que participaron el gobierno argentino y los familiares de las víctimas) que buscó darles identidad a los “soldados solo conocidos por Dios”, es decir, aquellos que nunca fueron identificados. Como cualquiera de sus compatriotas, Agustina llama a la isla “Malvinas” y sostiene que los soldados descansan en territorio argentino. Al llegar al cementerio Darwin, emplazado en la pampa patagónica e invisible al ojo humano a menos que se tenga al frente, Agustina trata de no llorar frente a sus colegas. Ahora está ahí, con una copia de su libro en mano, en un día gris y helado, pensando en el frío que pasaron los jóvenes soldados argentinos, muchos de ellos recién egresados de la escuela. Las lápidas están hechas de granito negro, cruces anchas; unas pocas tienen objetos dejados por familiares. Entre ellas forman un semicírculo. Si antes la insignia “soldado solo conocido por Dios” aparecía frecuentemente, ahora, gracias a la identificación de los restos, es marginal. Agustina conoce las historias tras los nombres de las lápidas, sus amores de infancia, anhelos, sus baANADRASTEKINA rrios. Mira las inscripciones en silencio, entrecruzando sus manos tras la espalda. Antes de irse, toma fotografías para enviárselas a los familiares de los caídos. Dejamos el asfalto y entramos por un camino de tierra rodeado de hierba blanca y murtillas de Magallanes, una de las especies dominantes en la isla. El conductor dice que el trayecto desde Stanley a Volunteer Point toma dos horas, dependiendo del estado del camino, que a veces hasta deja atascados a los 4x4. El Land Rover la marca de vehículos que prácticamente todos manejan en las Falkland da saltos y se agita mientras avanzamos por la pampa desolada hacia la costa, donde apenas se ven algunas granjas. No hay recepción de teléfono. Este lugar es la razón que empuja a muchos viajeros a venir a la isla. Tan pronto bajamos del auto, vemos, a unos cientos de metros, la colonia más grande y accesible de pingüinos rey del mundo. El conductor pide que esperemos a que se retire un grupo de turistas para evitar un exceso de presencia humana. No hay rejas, ni guardias, ni infraestructura. Se oye de lejos un zumbido similar al de un panel de abejas o al de un ejército de drones. En la costa, algunos pingüinos rezagados caminan tierra adentro; otros se sacuden como si trataran de entrar en calor. Andrew, guía local, dice que en los últimos treinta años la colonia ha pasado de trescientos a más de dos mil ejemplares, en parte, gracias a que las agencias turísticas controlan la cantidad de visitas. “Si permitieran más gente, estos chicos se irían”, dice. Distribuidos en círculo en la arena, los pingüinos orientan sus picos hacia el cielo como si estuvieran captando una señal. Cuando se desplazan, lo hacen en fila india, balanceándose de lado a lado, alternando el peso de su cuerpo de izquierda a derecha. Sus movimientos son graciosos. Andrew los describe así: “Son distantes, se creen realeza, no les interesan los humanos, pasan al lado tuyo sin notarte. Se creen los mejores”. Mientras el tiempo pasa inadvertidamente, el resto del grupo se sienta en la tierra y observa sus aleteos, silbidos y colores relucientes. Ni el viento ni el frío se interponen. Andrew dice que los isleños ya no los notan; se han acostumbrado a la vida salvaje de las Falkland. Nuevamente, cuesta creer que sea cierto. D tural y deseable. Paula interviene: “En la ciudad hay mucho ruido, pero aquí recibimos visitas y probablemente hablamos más de lo que hablan ustedes en sus casas”. Aunque suena convencida, me cuesta creer que sea cierto. Por la noche, la falta de acontecimientos envuelve el paisaje estrellado y hace pensar en los matices del silencio. Quizá Bleaker no es solo para viajeros deseosos de encuentros espontáneos con la fauna salvaje pingüinos, cormoranes, ovejas y lobos marinos, sino también para aquellos que buscan retornar a un estado más simple y contemplativo. NAMHTAEH Y LLAS NAMHTAEH Y LLAS De vuelta en Stanley. Las fachadas blancas de la primera línea miran a una entrada de mar; más allá, a paredes bajas de roca, y a lo lejos, a los restos de un naufragio oxidado. Pasan veleros y un par de cruceros en los que viajan más personas que las que viven en las Falkland. Los navegantes deambulan como si estuvieran incómodos en tierra firme y se distinguen por su mirada extraviada. Los periodistas locales de Penguin News y FITV olfatean historias en las conversaciones ajenas de los pubs. Todos se conocen por nombre y apellido. En las horas ajetreadas, hay calles por las que no transita nadie. A las cuatro de la tarde casi todo está cerrado. En la periferia, en una calle severamente inclinada, vive Mike Butcher, isleño y dueño de una impresionante colección de esqueletos de ballena que se distribuyen en su jardín delantero a vista de todos. El pasto no ha sido cortado en meses. Su casa es de madera y techo verde claro. Alrededor de los huesos, todo tipo de cachivaches y vehículos desarmados. En la entrada, del lado de la rejilla que da a la calle, tiene un envase de plástico atado a un palo que a su vez está pegado a la cabeza de una ballena. Adentro se ven billetes y monedas, donaciones para su museo.
Cualquiera podría tomarlos, pero nadie lo hace (en una isla donde hay más trabajo que personas, nadie lo necesita). Mike, hombre de rostro hinchado y pálido, serio, que habla poco y a bajo volumen, comenzó hace veinte años su activismo contra la caza de ballenas. Tiene restos de orcas y de minkes, y también de arpones. Si preguntas por él en la isla, la gente hace un TNEMNREVOGSDNALSIDNALKLAF EGNARTSANIGROEG gesto que indica que hay algún tipo de chisme involucrado. La puerta de su jardín está abierta para cualquiera que desee ver de cerca sus colecciones. Por la calle donde vive Mike se ven algunas casas abandonadas, con la pintura desprendida y la madera descascarada.
Pegado a la ventana de una casa, un letrero escrito a mano reza: “A la Nación Argentina y su gente, serán bienvenidos en nuestro país cuando retiren sus demandas soberanas y reconozcan nuestro derecho a la propia determinación”. No es misterio que las heridas de la guerra de 1982 siguen abiertas. Frente al mar, cada año, los isleños se reúnen en torno al monumento de los soldados caídos. Muchos veteranos siguen vivos, otros eran granjeros que fueron tomados prisioneros.
El pasado late en las trincheras intactas donde se luchó cuerpo a cuerpo, en los restos de helicópteros que se estrellaron, en los mástiles, en las balas o en las minas que hasta hoy se siguen encontrando en las laderas. En la costanera, el Museo Histórico Dockyard reconstruye minuciosamente este pasado y relata las consecuencias de la “guerra de liberación”, como la llaman los isleños. En el grupo de periodistas invitados por la embajada británica se encuentra Agustina López, argentina, 33 años, autora de Darwin, una historia de Malvinas. Su libro cuenta la historia de un capitán inglés que “Aquí le llaman el taxi”, dice para aliviar ño de un consultorio en las Falkland/Malvinas. Es un mos a una sala de embarque del tamauruguayo Leo Lagos, mientras entrala tensión el periodista y comediante día ventoso y con riesgo de lluvia. En el counter, los empleados del aeropuerto charlan y ríen como amigos de la infancia, lo que no sería extraño en una isla de poco más de 3 mil habitantes. Uno a uno somos pesados para determinar nuestra ubicación en la aeronave Britten-Norman BN-2 Islander que nos llevará a la isla Bleaker. Deberíamos ser seis, pero la noche anterior se bajó una periodista brasileña que consideró el vuelo demasiado riesgoso. La avioneta, rojo brillante, bimotor, dos toneladas, capaz de transportar mil kilos, aguarda en la pista como una gaviota descansando en la arena. Diseñada en los años 60, solía transportar entre ocho y diez personas, pero ahora que la gente es más pesada lleva un máximo de seis. Parece una reliquia de museo. El piloto, Dion Robertson, nació en la isla y tiene 34 años. Es alto, de barba colorina y muy articulado, como la mayoría de la gente que hemos conocido. Revisa números y anota datos en un cuaderno. Se ve casual y animado. “Todo en orden”, dice. Afuera, el viento golpea y mueve ligeramente la aeronave. En los asientos traseros, mientras comenzamos a movernos, se oye a alguien decir que la avioneta “parece de juguete”. Dion informa que tendremos que alejarnos de la costa para evitar el viento de las montañas. El despegue pasa desapercibido. En segundos, nos elevamos como un pájaro ingrávido que se deja arrastrar hacia arriba por una corriente de viento.
A más de cien metros del suelo, Stanley, la capital del archipiélago, no es más que una pequeña colección de casitas de techos coloridos al borde del mar, poco más que una cuadra de una gran ciudad. Avanzamos hacia el océano, rumbo a una isla que no se ve. Dion vuela manualmente bajo las nubes para evitar turbulencias. Dice que pilotar automático no tiene gracia. En su rutina, va todo el tiempo de un extremo del archipiélago a otro y, aunque repite las rutas, dice que cada día es diferente. Dion creció aislado, en un pedazo de tierra rara vez visitado, sin carreteras ni canales expeditos de comunicación. “Lo que teníamos eran los aviones; se daba que hablabas con los pilotos que llegaban a nuestro lado de la isla. Crecí queriendo ser como ellos y proveer este servicio para devolverle la mano a mi gente”, dice con voz empoderada mientras gira levemente el timón. El Islander se sacude y da la sensación de que se mantiene en el aire de milagro, pendiendo de un cable conectado al cielo. Dion percibe el nerviosismo y trata de distender el ambiente con observaciones: “Las generaciones pasadas no veían ballenas dice, pensaban que eran un mito. Ahora las vemos muy seguido, podemos ver cientos”. Señala hacia abajo y, aunque se ve una anomalía, algo así como una mancha de espuma revoltosa, no alcanzo a distinguir la ballena. Solo han pasado 20 minutos desde el despegue y Dion apunta al lugar donde vamos, una franja desolada de tierra con forma de plátano. No hay pista de aterrizaje y tampoco se ven casas o señas humanas: solo hierba y ovejas. La aeronave se posiciona arriba del islote, bajando suavemente hasta hacer contacto con la tierra. El toque es sorprendentemente suave y agradable. Nos recibe Nick, hijo de los propietarios de la isla. El aeropuerto es un container oxidado. Alrededor, ni una sola montaña o árbol que rompa el horizonte. Ruge la fuerza dominante, el viento, que aplasta y tuerce la vegetación dejándola como una capa baja y lisa, similar a una cancha de fútbol rural. El clima, como en el resto de las Falkland, es frío y severo incluso en verano. Nos acomodamos en una camioneta y partimos hacia el hospedaje, el único lugar habitado de Bleaker. Ahí viven los padres de Nick y su esposa chilena, Paula.
Por muchos años, la isla fue propiedad de la Falkland Island Company y sirvió como granja de ovejas por al menos un siglo, hasta que fue comprada hace 25 años por los padres de Nick por un valor de 150 mil libras. Hoy transita hacia el turismo. Paramos a mitad de camino y Nick nos conduce a un acantilado donde encontramos una colonia de pingüinos Papúa caminando empapados por las rocas del borde costero.
Algunos son sociables y permiten que uno se acerque bastante; otros se acomodan entre la hierba Tussac, el pelaje típico de las Falkland, usado por las aves en sus nidos o por los navegantes en apuros para protegerse del frío. De acuerdo al libro Falklandscapes, de Tony Chater, su presencia en la isla se ha reducido dramáticamente debido al pastoreo. Aquí, sin embargo, se ve en abundancia. Llueve a cántaros. Llegamos al único hospedaje de la isla, una hermosa cabaña de techo rojo, cuidada hasta en los mínimos detalles por el espíritu inquieto de Paula. Desde el ventanal del living, continúan hacia las costas gigantes extensiones de praderas con algunas secciones enrejadas para proteger el ganado. Dan ganas de caminar en cualquier dirección. Por la tarde, los padres de Nick relatan cómo llegaron a ser dueños de una isla en la que son los únicos habitantes. “Encontramos que era un proyecto, una aventura”, dice Mike Rendell. Habla apasionadamente de la vida salvaje en la isla.
“Son la prioridad, más que nosotros”. Lo que para un grupo de periodistas es insólito que vivan solos en una isla, acompañados solo de pingüinos y otras aves, a ellos les parece naA poco menos de dos horas de vuelo desde Punta Arenas están las Falkland/Malvinas, hogar de la colonia de pingüinos rey más grande y accesible del mundo. Historia y naturaleza salvaje hacen de este un destino novedoso que atrae a viajeros sedientos de aventura. POR Matías Rivas Aylwin, DESDE LAS FALKLAND.. STANLEY. Esta es la capital. Tiene hospital, canal de televisión, cancha de futbol y un s privado. BLEAKER. En esta isla vive solo una familia. Y varias especies de FAUNA. Cerca de 500 pingüinos rey nacen cada año en las Fa PASADO. La costa de Stanley exhibe restos de la guerra CAMBIO. Los dueños de Bleaker están reemplazando la ganadería por el