La búsqueda de una MEMORIA JUSTA
La búsqueda de una MEMORIA JUSTA Atria considera que Chile: la memoria prohibida debería ser ampliamente leído, especialmente por quienes hoy tiene 30 años. “En estas generaciones jóvenes no hay memoria de aquellos atroces hechos, no puede haberla y no la habrá. Pero sí puede haber conocimiento”, afirma. participaba en el centro de alumnos de su colegio, el Liceo Alemán. Observador atento de la realidad del país, su visión no es muy alentadora. La pobreza del debate público es apabullante, pero también la mirada a uno mismo. Las declaraciones de Evelyn Matthei que hemos escuchado en los últimos días son incomprensibles. Y yo creo que reflejan no solo su fuero interno, sino una falta de reflexión, de pensamiento. Es un fenómeno que afecta al conjunto del liderazgo político. Todo el mundo tiene derecho a equivocarse, a corregirse y a cambiar.
De repente las convicciones hay que ponerlas en la vereda del frente, mirarlas y decir si están bien. ¿No hay ninguna posibilidad de que haya fisuras en esas convicciones? Por eso me parece tan importante el epígrafe de Muñoz Molina, hablemos con honestidad, no les mintamos a los otros, pero no nos mintamos a nosotros mismos. Yo creo que esa reflexión desde el examen propio no está en el debate público. Luego agrega: La memoria también tiene que ser un ejercicio de recordación justa, honesta, en el sentido de que en los hechos que memorizamos tenemos que preguntarnos si nuestra posición fue la adecuada.
Las ataduras del silencio se inicia con su regreso a Chile y todas las dudas que tiene al respecto, por lo vivido antes de partir y por el clima social y político que existía en 1982. Es entonces cuando una anécdota lo ayuda a encontrarle sentido a su vuelta: contar lo que ocurrió en el país, sobre todo pensando en los jóvenes. La crónica que conforma Chile: la memoria prohibida debería ser ampliamente leída, cruzando los límites generacionales entre quienes vivimos la dictadura y quienes nacieron después. Sin embargo, deberían leerla sobre todo los jóvenes que hoy cruzan la década de los 30 y están tomando posiciones de responsabilidad en todos los ámbitos y quehaceres del país. En estas generaciones jóvenes no hay memoria de aquellos atroces hechos, no puede haberla y no la habrá. Pero sí puede haber conocimiento. Y este conocimiento es imprescindible si, de verdad, se pretende evitar que los hechos allí expuestos se repitan.
Hay quienes critican la continua visita de historiadores, periodistas y escritores a ese período de nuestra historia; sin embargo, este peregrinaje al pasado reciente seguirá ocurriendo, como es la tónica en todas las sociedades que han vivido traumas semejantes al nuestro.
El principal impulsor del libro fue Augusto Góngora. ¿Qué cree que lo llevó a asumir esta forma de “hacer periodismo”? Augusto había estado trabajando en la Vicaría de la Solidaridad y había dirigido el boletín Solidaridad, que era el principal documento de difusión que emitía la Vicaría. O sea, él ya sabía lo que era hacer periodismo en esas circunstancias.
Él dice que es imprescindible encontrar una manera de hacer periodismo distinta a lo que es el periodismo permitido por el régimen, para no decir el periodismo oficial, que es permitido siempre y cuando tenga ciertas características. No es que no hubiera precedentes, había revistas, la Hoy, Análisis, la Bicicleta.
También estaban las radios, pero era un periodismo difícil de hacer y particularmente si iba a tratar de indagar en las violaciones a los derechos humanos; la propia temática le ponía otra vuelta de tuerca al periodismo que nos proponíamos hacer. Además, para dejarlo plasmado en un libro.
Yo no sé exactamente quién fue el autor original de la idea de hacer el libro, pero cuando yo llego, el que está a cargo es Augusto, incluso él era el que manejaba la parte administrativa del proyecto: había una cuenta bancaria y nosotros recibíamos unos honorarios por las tareas que hacíamos. Augusto tenía un liderazgo amistoso, cariñoso, convocante. Era un ser humano muy cálido, muy afectuoso, muy de la empatía. Entonces, él me invita y le pongo todas las trabas posibles, porque yo venía además con un pasado complejo. Un pasado doloroso que en ese tiempo lo mantiene en estado de alerta.
“Vivir en España me liberó durante ocho años del miedo reconoce, y se reactivó al regresar a Chile”. Y reflexiona: “Es curioso lo que pasa con el miedo, algunos amigos me han preguntado en qué momento empecé a sentirlo”. Entonces, recuerda: “El partido (MAPU) nos había dicho que si había un golpe de Estado, nosotros teníamos que estar. Fuimos a una fábrica que se llamaba Alusa, que era de productos de aluminio, todas estas fábricas estaban intervenidas por el Estado.
Yo llegué muy temprano, me fui en micro por Vicuña Mackenna, debe haber sido una de las últimas que pasaba, como a las 07:00 de la mañana, cuando empezaron las primeras noticias de que algo ocurría. Ahí hay cosas completamente locas, para que veas la ilusión de unos y la falsedad de otros.
Una ilusión muy ingenua, muy cándida, muy sin saber realmente lo que era esto”. Para ejemplificarlo, cuenta una anécdota: “No sé a qué hora de la mañana, los que estábamos en la fábrica decidimos que había que salir a pintar consignas: no a la guerra civil, no al golpe de Estado, ¡mira la locura! Pero, claro, en Alusa no había ni brochas ni pintura, entonces había que ir a buscarlas al local del partido, en Gran Avenida. Y me ofrecí de voluntario junto con otro y partimos caminando. Llegamos al local del partido, golpeamos la puerta, y no había nadie, obviamente. ¡Mira la situación! A ese nivel de improvisación, de romanticismo. Y después nos devolvimos, caminando.
En un momento determinado, yo digo: “Pero si esto es una locura, ¿qué hago: me vuelvo a Alusa con mis amigos o me voy para la casa?”. Nosotros habíamos sido activistas de la revolución, no podía hacer otra cosa, y nos fuimos a la fábrica”. Pasaba la hora y decidieron repartirse por las fábricas del cordón de Vicuña Mackenna. “¿Con qué propósito? Ninguno muy específico, simplemente estar”, dice. Entonces, se va con tres compañeros a Fabriland, donde estuvieron los días 11 y 12. “Nos damos cuenta de que están allanando las fábricas de alrededor. Se acerca un jeep militar, carabineros a pie con fusiles, con cascos.
Hasta ese momento, estábamos todos metidos en una cuestión colectiva, pero empecé a sentir miedo una vez que nos llevan a Vicuña Mackenna, nos tienden en el suelo, eran cuadras y cuadras de gente tendida en el suelo, y los militares y carabineros caminando arriba de las espaldas.
Nos subieron a un bus para trasladarnos al Estadio Chile, íbamos muy apretados, y mi único pensamiento es que no se me pueden dormir las piernas, porque cuando bajemos me voy a caer y cuando me caiga me van a parar a patadas. Ahí empecé realmente a sentir miedo.
Es cuando sientes que estás solo frente a las fuentes del miedo”. Él tenía 21 años, estaba casado, su hija mayor había nacido el 3 de septiembre y su mujer, Loreto, estaba de cumpleaños el mismo 11de septiembre. “Me despedí de ellas en la mañana del 11y no las volví a ver hasta diciembre”. Primero lo llevaron al Estadio Chile y luego al Nacional. En 1974 partió al exilio. ¿Cree que a usted lo salvó la suerte? Bueno, a la obtención de los beneficios imprevistos que nos regala la vida solemos llamarle suerte. Hay quienes lo vinculan a designios divinos. Puede ser. En Las ataduras del silencio recojo un episodio que vivimos con el Cardenal Silva Henríquez e intento mostrar la fortaleza de la fe que lo movía. Por mi parte, y en principio, creo que los dados cayeron en mi favor por mero azar. Pero si fue de otra manera, no hay otra actitud que la humildad y el agradecimiento.
RODRIGO ATRIA: ZEPÓLOSNOFLAOIGRES Lo único que conservó fue el epígrafe de Antonio Muñoz Molina: “Recordar y contar lo que uno ha visto, esforzándose por no mentir, por no halagar y por no dejarse engañar uno mismo por el resentimiento o por la nostalgia, es una obligación cívica”. En 2013, Rodrigo Atria Benaprés (Santiago, 1952) escribió una novela en la que recreaba con ficción su regreso al país en 1982, después de ocho años de exilio en España, cuando su amigo Augusto Góngora le propuso incorporarse al equipo de revista Apsi y a un proyecto mayor, la redacción del libro Chile: la memoria prohibida. Pero no la publicó. “Yo la tenía durmiendo el sueño de los justos, hasta que el año pasado la presenté a Planeta. Diego (González, editor) me dijo: Oye, debajo de esto hay cosas que ocurrieron realmente, que tienen que ver con el libro, pero también tienen que ver con lo que era hacer periodismo en esa época. Y eso es mucho más interesante.
Entonces la transformé”. El resultado fue Las ataduras del silencio, una novela en la que trae al presente su historia personal en torno a la escritura de ese libro, entre 1982 y 1987; la experiencia colectiva de trabajo con un grupo de profesionales que, como él, exponían la vida en esta recopilación, indagación y confirmación de los casos de violaciones a los derechos humanos, y el enrarecido ambiente de la época. A Rodrigo Atria le correspondió escribir y darle una forma narrativa a Chile. La memoria prohibida, que finalmente se publicó en 1989, cuando él se encontraba realizando un doctorado en Ciencias Políticas en la Universidad de Notre Dame, Estados Unidos. Con miras al 2023, Diego González le propuso revisar los tres tomos originales y convertirlos en dos. En estos se mantuvieron los nombres de quienes participaron de distintas maneras en la investigación Eugenio Ahumada, Javier Luis Egaña, Augusto Góngora, Carmen Quesney, Gustavo Saball, Gustavo Villalobos, aunque algunos ya fallecieron. Ese libro se hizo en condiciones tan peculiares que había que contarlo, porque eso tenía un valor en sí mismo asegura Atria. Claramente, constituía una realidad bastante impresionante, desde el punto de vista de lo que significó en términos de emociones, sensaciones, amistad y confianza.
Era una historia que valía la pena contar, pero tenía que hacerlo desde mi experiencia. ¿Por qué tuvieron que pasar más de cuarenta años para contarlo? La condición en que uno se encuentra para exponer su propio pasado al presente es algo muy personal. La actitud generalizada, diría universal, en personas que han pasado por experiencias similares a la mía, o muchísimo peores, es el silencio que se mantiene por años. Yo empecé a romper esa mudez con un libro publicado en 2005 que titulé Es tiempo ya.
Las ataduras del silencio abunda en ese rompimiento, y creo que la reedición de Chile: la memoria prohibida por parte de editorial Planeta, al cumplirse los 50 años del golpe de Estado, me ayudó a decantar aquella condición para contar ahora hechos reales en los que me tocó participar como periodista durante la dictadura y las emociones que involucraron. En todo caso, no debe extrañar esta mudez preservada durante tanto tiempo. Los actos perpetrados entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990, o sus detalles, permanecen aún hoy atados por el silencio. El silencio está en el centro de su libro. Teníamos que trabajar en silencio, contar poco. De hecho, algunos amigos que lo han leído me dicen no sabíamos que estuviste en esto. Por supuesto que la Loreto, mi mujer, sabía, mis hijas eran muy chicas, pero mi madre no tenía idea. Hay varias personas que están identificadas solo con sus iniciales, ha pasado mucho tiempo, pero aun así, hay un cierto respeto hacia las personas, porque es algo que asumí yo.
Hay otros que aparecen con su nombre completo, han leído el libro y me han llamado, y les he dicho “perdona por haberte descrito de la manera en que lo hice, sin preguntarte”. En general, la reacción ha sido muy positiva. Periodista de la Universidad Católica, Rodrigo Atria publicó dos novelas en los años noventa. Entonces trabajaba en el Ministerio de Defensa, donde permaneció hasta 2018, con un paréntesis entre 1998 y 2000, en que fue agregado cultural en Argentina. Hoy está dedicado plenamente a escribir, lo que le ha dado buenos frutos. Con su novela Clara en la noche, Muriel en la aurora ganó la 29ª versión del Premio Revista de Libros de El Mercurio, en 2021.
Pero tanto la escritura como su interés en el devenir nacional lo acompañan desde la adolescencia, cuando “La memoria tiene que ser un ejercicio de recordación justa, honesta, en el sentido de que en los hechos que memorizamos tenemos que preguntarnos si nuestra posición fue la adecuada”.. “La condición en que uno se encuentra para exponer su propio pasado es algo muy personal”, señala el periodista, escritor y cientista político Rodrigo Atria, a propósito de la publicación de Las ataduras del silencio (Planeta), una novela sin ficción en la que trae al presente una historia personal y colectiva de la que no habló en cuatro décadas: la elaboración del libro Chile: la memoria prohibida. Él le dio forma narrativa a ese brutal acopio de violaciones a los derechos humanos. POR TERESA CÁRDENAS